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martes, 9 de septiembre de 2025

Piloto de combate: Guillermo Anaya, el principito del CAE

 

El Top Gun de Malvinas: las increíbles misiones del helicopterista que apodaron “el principito”

Guillermo Anaya era teniente de la aviación de Ejército. Cuando comenzó la guerra estaba en una silla de ruedas producto de un grave accidente en moto. Tenía 8 implantes óseos, una placa con doce tornillos y una larga recuperación. Pero hizo todo para ir a la guerra. “Era mucho más fácil aguantarme el dolor en la pierna que la humillación de faltarle a la Patria”, dice. La patrulla que salvó de una muerte segura y sus días de prisionero en Malvinas


Guillermo Anaya era teniente de la aviación de Ejército

De todos los helicópteros que yo veía operando en Malvinas, había uno que se destacaba por lo acrobático de sus evoluciones en el aire. Lo comandaba Guillermo Anaya. Me intrigó. ¿Por qué piloteaba de esa manera tan temeraria y volando tan bajo? Pues porque el teniente de Aviación de Ejército consideraba que cuando la tropa oye sonar tan fuerte las palas sobre sus cabezas, cobra aliento y se fortalece: sabe que está protegida desde arriba. Y además porque al volar a tan corta distancia del suelo, realizando maniobras bruscas, le impedía al enemigo centrar la puntería.

Otra cosa que me llamó la atención de este piloto es que ostentaba una fuerte renguera. No era para menos: al inicio de la guerra se encontraba en silla de ruedas, producto de un grave accidente de moto que le había volado el fémur. Debía permanecer todo un año sin tocar el piso, por cuanto tenía ocho implantes óseos y una placa con doce tornillos. Recién después de ese lapso se iba a saber si volvería a caminar o no. Pero el “Navy” Anaya igualmente quería ir a la guerra.

“El país gastó un montón de plata en capacitarme, por si alguna vez me necesitaba”, rememora. “Como ese día llegó, le supliqué a mi padre que diera la orden de que me envíen al frente. Y si no me quieren confiar una aeronave, que me dejen batirme como infante. No quería perder la oportunidad de ofrecer mi vida. Era mucho más fácil aguantarme el dolor en la pierna que la humillación de faltarle a la Patria. No lo hubiera podido soportar”.

Los dolores eran tan fuertes, que los comandos no pudieron menos que notar el sufrimiento que le causaban. Y por eso le cedieron una de sus motos Kawasaki Enduro, que Anaya usaba para moverse cuando no estaba volando.

El helicóptero del teniente Anaya en las islas (foto Guillermo Anaya)

A pesar de su corta edad, el teniente ya había entrenado mucho con las fuerzas especiales, y eso le permitía realizar maniobras dignas de Hollywood. Por ejemplo, tras producirse el golpe de mano británico contra nuestra base en la Isla Borbón, debía llevar hasta allí a un grupo de comandos que se encontraba en San Carlos. Pero no tenía suficiente combustible como para detenerse a recogerlos. Lo que hizo entonces Anaya, fue pasar en vuelo rasante, haciendo deslizamiento con los esquíes, entre dos líneas paralelas de combatientes, que iban lanzándose dentro del helicóptero. Ninguno de los 11 comandos dejó de embarcar…

Había comenzado su carrera en la Escuela Naval Militar, pero advirtió que le daban un trato de privilegio por ser hijo del comandante de la fuerza. “Me di cuenta que si me pasaba eso siendo cadete, toda mi carrera iba a ser ‘el hijo de’, en vez de ser yo mismo; y me fui al Ejército”.

Te metiste –y de motu proprio– en los berenjenales más peligrosos durante la guerra. Pero siempre te fue bien…

—Es que tuve la suerte de llevar de copiloto a Dios. Él me decía lo que debía hacer.

—¿Cómo es eso?

—Hay cosas inexplicables que suceden en una guerra. Me tenían que haber derribado en más de una oportunidad. ¿Porqué no pasó? Hay una sola respuesta: Dios tiene escrito el día y la hora de cada uno. Uno tiene una misión en la Tierra y hasta que no esté cumplida no va a tener el derecho de estar al lado de Él. Dios es quien determina qué, cuándo y cómo. Cuando la lógica era que te derriben, Él te decía: “Aplicá una palancazo a la derecha, ponelo en 90 grados y y mandalo en descenso”. Y la ráfaga de cañón pasaba por detrás. Cuando no hay explicación lógica, como cristiano pienso que Dios todavía tenía algo importante para uno hacia el futuro. Y nosotros orábamos muchísimo. Los oficiales de Aviación de Ejército a menudo nos juntábamos por las noches y rezábamos el Rosario. Era una necesidad que uno tenía de pedirle a Dios que sea generoso. No para que no te maten, sino para que -si debo morir- que sea en gracia de Dios.

—Tu camarada, el teniente primero Buschiazzo, no tenía que salir en la misión de rescate del pesquero Narwal, y fue igual, a sabiendas que era una misión suicida. ¿Cómo se explica esa actitud?

—Eso es ser un buen oficial. Vos no vas a combatir si sabés que ganás. Vas a combatir porque es tu deber. Y en ese caso era una posibilidad de salvar vidas, remota, pero había que aprovecharla. No hay cosa más importante que no pensar en uno mismo, sino en el otro.

Guillermo Anaya junto a sus compañeros (foto Guillermo Anaya)

Pensar en el otro, es lo que Anaya hizo durante toda la guerra. En una oportunidad, cuando le dieron la orden de llevar alimentos a primera línea en los Montes Longdon y Twelve O’clock, descubrió que sólo se trataba de un par de bolsas de porotos y garbanzos. ¡Para dos regimientos! Indignado, el piloto le dijo al subteniente de Intendencia José Luis Parra: ‘¿Usted sabe manejar una MAG? Suba, que va a volar conmigo como artillero de puerta. Y si me derriban, y muero con mi mecánico, ¡también va a morir por lo menos uno de Intendencia! Voy a llevarles comida a mis soldados”.

Cuando despegaron con rumbo norte, vieron a un montón de ovejas en el campo. Estaba terminantemente prohibido tocarlas -el generalato protegía los intereses de los kelpers más que los de sus propios hombres- pero Anaya comenzó a dar vueltas alrededor de los animales para agruparlos y cuando estaban bien juntos, le dijo a Parra: “¡Saque el seguro, fuego libre, mate a todas las ovejas!

Cuando habían caído todas, aterrizaron y las cargaron, llenando la aeronave hasta el techo. Tras lo cual volaron directamente hasta las posiciones argentinas y comenzaron a pasar sobre ellas tirando ovejas. Como maná del cielo para los soldados.

Apenas volvieron, un jeep estaba esperando a Anaya para llevarlo en presencia del general Jofre.

—Anaya, ¿usted estaba volando recién?

—Si, mi general.

—¿Usted estuvo matando ovejas?

—No, mi general.

—Sin embargo, un kelper ha denunciado que le mataron todas las ovejas, y el único helicóptero que había en vuelo era el suyo.

—¡No me diga, mi general! ¿Eran ovejas? Yo divisé tropas británicas con uniforme de invierno y ordené hacer fuego, pero no corroboré las bajas.

—¡Ahora retírese, Anaya! Pero cuando volvamos al continente, lo espera un tribunal militar.

La amenaza no hizo mella alguna en el espíritu del joven oficial. Siguió incumpliendo órdenes, cada vez que las consideraba erróneas. Y su preocupación principal siempre fueron los soldados rasos.

“Primero me matan a mí, antes de que me toquen un subalterno”, decía Anaya, a quien habían apodado “el Principito”

Durante el repliegue del Regimiento 4, el teniente advirtió que una patrulla de correntinos estaba abandonada a su suerte, los Ava Ñaró, “Indios Bravos”, como se hacían llamar, comandados por un cabo, que habían estado en calidad de observadores adelantados y los habían dejado como apoyo de fuego durante la retirada. “¡Los van a matar a todos!”, pensó Anaya y puso en marcha las turbinas, cosa que tenía prohibido hacer. Al encontrarlos en el Monte Low, vio que no entrarían en el UH1H Bell, ya que eran quince. Abnegadamente, el cabo ofreció que se quedaría. “¡Salimos todos o no sale nadie!”, tronó Anaya. “Tiren todos los equipos, métanse en la máquina, y los que no entren, párense arriba de los esquíes. A esos de afuera, los de adentro agárrenlos de las chaquetillas, para que no se me caigan.” Así, asemejándose a un panal de abejas volador, el helicóptero regresó sano y salvo a Puerto Argentino.

“Primero me matan a mí, antes de que me toquen un subalterno”, me decía Anaya, a quien habían apodado “el Principito”. Y lo probó literalmente, estando prisionero. El teniente observó que uno de los guardias estaba agarrando del pelo a su mecánico Carlos Corsini, irritado porque el suboficial argentino no entendía sus órdenes en inglés. “No toleré ese maltrato, esa humillación, fue más fuerte que yo y agarré a trompadas al brit”, cuenta Anaya.


El capitán Guillermo Anaya, el coronel Geoffrey Cardoso, el general de Brigada Sergio Fernández -también Presidente de la Asociación de Veteranos de la Guerra de Malvinas-, el comodoro Luis Puga, el Comodoro Héctor Sánchez -piloto del II Escuadrón del Grupo 5 de Caza en Malvinas- y su esposa Inés en una reunión de veteranos ingleses y argentinos que se hizo en marzo de 2022 (Foto: Franco Fafasuli)

De más está decir que inmediatamente le cayeron encima todos los ingleses presentes. Y no sólo le rompieron tres costillas, sino que después lo metieron en una jaula durante cuatro días, sin comida ni agua. El teniente caminaba en círculos durante toda la noche para no morir de hipotermia y se echaba a dormir, cuando llegaba la luz. Trasladado luego a las cámaras frigoríficas de San Carlos junto a los demás prisioneros, su estado era tan calamitoso, que la Cruz Roja estaba dispuesta a evacuarlo al continente sin mayor demora. Pero Anaya se negó tajantemente: no se iría, si no evacuaban también a sus cinco suboficiales. “No los iba a dejar solos. Fui educado en códigos de honor”, me explica, como si ello no fuera harto evidente.

“Y el honor no tiene precio”, subrayó. A tal punto, que después de la guerra, teniendo el grado de capitán, pidió el retiro para no tener que cohonestar los chanchullos de ciertos superiores.

Estas son sólo algunas de las aventuras corridas por el Top Gun de los helicopteristas argentinos en la Gesta de Malvinas. Para reflejarlas todas probablemente haría menester un libro.


martes, 26 de agosto de 2025

Monte Longdon: Pablo Di Meglio, ayer y hoy

Monte Longdon. Guerra de Malvinas.

El soldado Pablo Di Meglio, herido en combate, es tomado prisionero. Mismo lugar pero 40 años después.



miércoles, 14 de mayo de 2025

Los prisioneros que se quedaron un mes más en Malvinas

Los 12 del Patíbulo en Malvinas





𝗘𝘀𝘁𝘂𝘃𝗶𝗲𝗿𝗼𝗻 𝘂𝗻 𝗺𝗲𝘀 𝗰𝗼𝗺𝗼 𝗽𝗿𝗶𝘀𝗶𝗼𝗻𝗲𝗿𝗼𝘀 𝗲𝗻 𝗠𝗮𝗹𝘃𝗶𝗻𝗮𝘀: 𝗹𝗮 𝗵𝗶𝘀𝘁𝗼𝗿𝗶𝗮 𝗱𝗲 "𝗹𝗼𝘀 𝟭𝟮 𝗱𝗲𝗹 𝗽𝗮𝘁í𝗯𝘂𝗹𝗼”
𝘗𝘢𝘴𝘢𝘳𝘰𝘯 𝘢 𝘭𝘢 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘶𝘯 𝘨𝘳𝘶𝘱𝘰 𝘥𝘦 𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘺 𝘴𝘶𝘣𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘪𝘯𝘰𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘨𝘭𝘦𝘴𝘦𝘴 𝘮𝘢𝘯𝘵𝘶𝘷𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘩𝘢𝘴𝘵𝘢 𝘶𝘯 𝘮𝘦𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴 𝘥𝘦 𝘧𝘪𝘯𝘢𝘭𝘪𝘻𝘢𝘥𝘢 𝘭𝘢 𝘨𝘶𝘦𝘳𝘳𝘢. 𝘚𝘦 𝘣𝘢𝘶𝘵𝘪𝘻𝘢𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘰𝘮𝘰 "𝘓𝘰𝘴 12 𝘥𝘦𝘭 𝘗𝘢𝘵í𝘣𝘶𝘭𝘰”. 𝘖𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘺 𝘴𝘶𝘣𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘳𝘦𝘴 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘻𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘣𝘢𝘵𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘦𝘯 𝘔𝘢𝘭𝘷𝘪𝘯𝘢𝘴 𝘺 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘴𝘵𝘢 𝘦𝘭 14 𝘥𝘦 𝘫𝘶𝘭𝘪𝘰 𝘥𝘦 1982 -𝘶𝘯 𝘮𝘦𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘳𝘦𝘯𝘥𝘪𝘤𝘪ó𝘯- 𝘱𝘦𝘳𝘮𝘢𝘯𝘦𝘤𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘨𝘭𝘦𝘴𝘦𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘪𝘴𝘭𝘢𝘴.
𝘋𝘦 𝘌𝘫é𝘳𝘤𝘪𝘵𝘰: 𝘦𝘭 𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘊𝘢𝘳𝘭𝘰𝘴 𝘊𝘩𝘢𝘯𝘢𝘮𝘱𝘢, 𝘭𝘰𝘴 𝘴𝘶𝘣𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦𝘴 𝘑𝘰𝘴é 𝘌𝘥𝘶𝘢𝘳𝘥𝘰 𝘕𝘢𝘷𝘢𝘳𝘳𝘰 𝘺 𝘑𝘰𝘳𝘨𝘦 𝘡𝘢𝘯𝘦𝘭𝘢, 𝘭𝘰𝘴 𝘴𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘎𝘶𝘪𝘭𝘭𝘦𝘳𝘮𝘰 𝘗𝘰𝘵𝘰𝘤𝘴𝘯𝘺𝘢𝘬, 𝘝𝘪𝘤𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘈𝘭𝘧𝘳𝘦𝘥𝘰 𝘍𝘭𝘰𝘳𝘦𝘴 𝘺 𝘑𝘰𝘴é 𝘉𝘢𝘴𝘪𝘭𝘪𝘰 𝘙𝘪𝘷𝘢𝘴 𝘺 𝘦𝘭 𝘴𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘰 𝘔𝘪𝘨𝘶𝘦𝘭 𝘔𝘰𝘳𝘦𝘯𝘰. 𝘋𝘦 𝘭𝘢 𝘍𝘶𝘦𝘳𝘻𝘢 𝘈é𝘳𝘦𝘢: 𝘦𝘭 𝘮𝘢𝘺𝘰𝘳 𝘊𝘢𝘳𝘭𝘰𝘴 𝘈𝘯𝘵𝘰𝘯𝘪𝘰 𝘛𝘰𝘮𝘣𝘢, 𝘦𝘭 𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘏𝘦𝘳𝘯á𝘯 𝘊𝘢𝘭𝘥𝘦𝘳ó𝘯 𝘺 𝘦𝘭 𝘢𝘭𝘧é𝘳𝘦𝘻 𝘎𝘶𝘴𝘵𝘢𝘷𝘰 𝘌𝘯𝘳𝘪𝘲𝘶𝘦 𝘓𝘦𝘮𝘢. 𝘋𝘦 𝘭𝘢 𝘈𝘳𝘮𝘢𝘥𝘢: 𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘱𝘪𝘵á𝘯 𝘥𝘦 𝘊𝘰𝘳𝘣𝘦𝘵𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘔𝘢𝘯𝘶𝘦𝘭 𝘊𝘢𝘮𝘪𝘭𝘦𝘵𝘵𝘪 𝘺 𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘣𝘰 𝘱𝘳𝘪𝘯𝘤𝘪𝘱𝘢𝘭 𝘤𝘰𝘮𝘢𝘯𝘥𝘰 𝘈𝘯𝘧𝘪𝘣𝘪𝘰 ( 𝘪𝘯𝘧𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘮𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢) 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘛𝘰𝘮á𝘴 𝘊𝘢𝘳𝘳𝘢𝘴𝘤𝘰. 𝘋𝘪𝘦𝘻 𝘥𝘦 𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘤𝘢𝘦𝘳í𝘢𝘯 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘭𝘶𝘦𝘨𝘰 𝘥𝘦𝘭 𝘤𝘰𝘮𝘣𝘢𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘗𝘳𝘢𝘥𝘦𝘳𝘢 𝘥𝘦𝘭 𝘎𝘢𝘯𝘴𝘰 -𝘦𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘦𝘭 27 𝘺 𝘦𝘭 29 𝘥𝘦 𝘮𝘢𝘺𝘰- 𝘭𝘰𝘴 𝘰𝘵𝘳𝘰𝘴 𝘥𝘰𝘴, 𝘊𝘢𝘮𝘪𝘭𝘦𝘵𝘵𝘪 𝘺 𝘊𝘢𝘳𝘳𝘢𝘴𝘤𝘰 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘢𝘱𝘵𝘶𝘳𝘢𝘥𝘰𝘴 𝘥í𝘢𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴, 𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘫𝘶𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘢 𝘶𝘯𝘢 𝘱𝘢𝘵𝘳𝘶𝘭𝘭𝘢 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘢𝘯𝘥𝘰𝘴 𝘢𝘯𝘧𝘪𝘣𝘪𝘰𝘴 𝘴𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢𝘯 𝘪𝘯𝘧𝘪𝘭𝘵𝘳𝘢𝘥𝘰 𝘵𝘳𝘢𝘴 𝘭𝘢𝘴 𝘭í𝘯𝘦𝘢𝘴 𝘦𝘯𝘦𝘮𝘪𝘨𝘢𝘴.
𝑬𝒍 𝒗𝒊𝒆𝒋𝒐 𝒇𝒓𝒊𝒈𝒐𝒓í𝒇𝒊𝒄𝒐
“Me acuerdo del día de la rendición. Fue en un descampado. El momento más triste de mi vida”, contó José Navarro, por entonces un joven subteniente de 21 años, correntino, hoy general, que había ido a la guerra con el Grupo de Artillería Aerotransportado 4. “Recuerdo el silencio increíble de 600 hombres formados en una especie de cuadro”. Esas primeras amargas horas se empañaron aún más cuando, estando alojados en un galpón de esquila de ovejas, escucharon una explosión. Vieron a un inglés que, “por cuestiones humanitarias”, como se excusó, remataba a un soldado argentino herido al estallarle una munición que había sido obligado a trasladar. “Fue en ese momento que dijimos que no trabajaríamos más, creo que fuimos nosotros los que inauguramos los piquetes en el país”. La guerra había terminado, pero de alguna manera continuaba. Ya en San Carlos, los encerraron en una pieza de tres por dos del viejo frigorífico, que tenía incrustada en una de sus paredes una bomba argentina de 250 kilos, sin explotar. Aún conservaba su paracaídas. Por las mañanas, hacían cola para retirar un termo con te y galletitas y como no disponían de jarros, debieron ir a un basural cercano a buscar latas, que lavaban con el agua de mar. Dormían en el piso, vestidos, acurrucados, con la boina puesta. Pero lo problemático fue el baño. En uno de los rincones de ese reducido espacio, había un tacho de 200 litros cortado al medio. Cuando alguien lo usaba, el resto debía darse vuelta, hasta que pudieron conseguir una manta con la que improvisaron un biombo. Cada tanto, debían llevar el tacho a desagotar su contenido a orillas del mar. En el tiempo que permaneció prisionero, fueron llevados de un lado para el otro. Un día los embarcaron en el Sir Edmund. “Vuelven a la Argentina”, les anunciaron. Pero no era verdad. Como en las películas, Navarro fue interrogado en un camarote, encandilado por una potente luz. Un interrogador inglés, que hablaba un español muy castizo, lo ametralló a preguntas: ¿Cómo había llegado a las islas? ¿De dónde provenía la artillería de Darwin?. Y la cuestión que desvelaba a los británicos: “¿Usted sabe que hubo crímenes de guerra en San Carlos?”. Los ingleses buscaban al teniente Carlos Daniel Esteban, quien habría derribado un helicóptero que los británicos sostenían que transportaba heridos. Lo que ellos nunca se percataron era que Esteban estaba alojado en el mismo buque. Nunca lo ubicarían. A Navarro lo llevaron nuevamente al frigorífico y lo encerraron en una cámara frigorífica de seis por cinco, con paredes de corcho. Tenía una sola puerta, con una ventana a la que le habían roto el vidrio para que pudiese entrar el aire. Una lamparita que colgaba del techo era la única iluminación. 
 
𝑨𝒔í 𝒏𝒂𝒄𝒊ó 𝒆𝒍 𝒈𝒓𝒖𝒑𝒐 𝒅𝒆 “𝑳𝒐𝒔 12 𝒅𝒆𝒍 𝒑𝒂𝒕í𝒃𝒖𝒍𝒐”.
No les hablaron durante días ni fueron interrogados, lo que le hicieron perder la noción del día y la noche. Permanecían en ropa interior por el calor y volvieron a convivir con el inmundo tacho de 200 litros cortado al medio. Luego de un día y medio sin probar bocado, les llevaron algo de comida, que nunca supieron si era un guiso o una sopa de pollo. Tenían hambre, pero no cubiertos. Fue el mayor Carlos Tomba el que tomó la delantera: “Yo voy a comer con la mano”, y todos lo imitaron. En una nueva visita al basural, se hicieron de cucharas y de latas. Luego, fueron llevados a un buque. Cuando escucharon por los parlantes el himno inglés que se confundía con gritos de alegría, comprendieron que todo había terminado. Era el 14 de junio. El capitán inglés lo corroboró cuando se acercó para darles palabras de aliento. 
 
𝑳𝒂 𝒃𝒂𝒏𝒅𝒆𝒓𝒂, 𝒕𝒓𝒐𝒇𝒆𝒐 𝒅𝒆 𝒈𝒖𝒆𝒓𝒓𝒂”.
Navarro recordó que entonces la vigilancia se relajó, a tal punto que al capitán de corbeta Dante Camiletti se le había ocurrido la locura de tomar el control del barco. Pero a los ingleses no les preocupaban los prisioneros, pero sí se los veía temerosos de la aviación argentina y especialmente de los Exocet. En el Sir Edmund regresaron al continente. Fue cuando Navarro entró a un camarote cualquiera, y tomó una bandera inglesa. “¡Pedazo de boludo!”, le recriminaron sus compañeros. Alcanzaron a ocultarla dentro de un panel del techo del camarote antes que los ingleses, muy alterados y revisando cada rincón del barco, los descubriesen. Cuando Navarro pisó el muelle en Puerto Madryn, no tuvo mejor idea que mostrarles a los ingleses la bandera, que aún conserva enmarcada junto con copias de los famosos dibujos que hizo Potocsnyak, uno de sus compañeros de encierro. “¿Usted sabe lo que significa rendirse justo el Día del Ejército?”, preguntó sin esperar una respuesta el santafecino de raíces croatas Guillermo Potocsnyak, el del apellido difícil de pronunciar. Por algo le dicen “Poto” o “Coco” a este corpulento sargento ayudante, que fue a las islas como sargento primero en el Regimiento de Infantería 12.
 
𝑼𝒏 𝒂𝒓𝒕𝒊𝒔𝒕𝒂 𝒆𝒏 𝒆𝒍 𝒈𝒓𝒖𝒑𝒐
Luego de combatir en Pradera del Ganso y en la Bahía de San Carlos, fue hecho prisionero. Cuando ayudaba a recoger los cuerpos de los argentinos muertos, tropezó con un cuerpo congelado que, de pronto, movió los ojos. Lo puso arriba de un capot de un Carrier. Ese soldado, con quien se encontraría años después, perdería una pierna, pero le había salvado la vida. Potocsnyak fue un personaje popular entre sus pares y por sus carceleros: es que sabía dibujar. Cambiaba chocolates y cigarrillos por papel, lápices y biromes y así los dibujos comenzaron a circular, sin distinción de banderas. Dijo que muchos de ellos deben estar en Gran Bretaña. Es el autor del famoso dibujo de los 12 oficiales que estuvieron prisioneros hasta el 14 de julio. En un primer plano se ve a Tomba, y puede notarse claramente una especie de riñonera que todos llevan, que era el salvavidas. Aún después del 14 de junio, los británicos no descartaban ataques de la aviación argentina. Al ver el dibujo, sugirió alguien, que no recuerda quien. “Ponele los 12 del patíbulo…”. Refiere al título de una película bélica de 1967, en la que una docena de presos peligrosos debían cumplir con una arriesgada misión en territorio alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Potocsnyak rememora que cada tanto los ingleses, muñidos de bastones, los sometían a requisas, mientras debían pararse de cara a la pared. Cuando le dijo a un inglés “metete ese bastón en el c…”, el británico le respondió “no te hagas el vivo que hablo español mejor que ustedes”. En la posguerra, Potocsnyak enviudó y con los años, en un curso donde estaba estudiando croata -posee la doble nacionalidad- conoció a su segunda esposa. “La familia fue la que primero ayudó”, confesó. Tiene dos hijos y cuatro nietos. Estudió el profesorado de Historia, no para enseñar sino “para entender lo que vivimos allí, y también como una forma de sentirme útil”. Porque su vida como veterano no fue sencilla. De Córdoba, donde se había radicado, tuvo que irse ya que siempre le preguntaban por la guerra y sentía que no podía hacer ese click para dar vuelta la página. El tiempo ayudó a seguir con la vida. De ese famoso grupo de los “12”, remarca que el “mayor Tomba es un señor, una persona extraordinaria”. Luego del capitán de corbeta Dante Camiletti, el mayor Carlos Tomba -quien combatió pilotenado Pucará- era el oficial de mayor graduación. Este mendocino de 36 años, fue quien asumió el liderazgo de ese grupo tan heterogéneo. Hoy este brigadier retirado, que vive en Mendoza, donde su apellido tiene una rica trayectoria en la historia provincial. El primer tironeo con sus captores fue el de defender sus pertenencias, su casco y las perneras del asiento eyectable. Las lograría conservar junto a un pijama que le había dado su esposa. El casco y las perneras se exhiben en el museo de la Fuerza Aérea de Córdoba. Evoca que los primeros días fueron los peores. Cuarenta y ocho horas sin agua, y después una lata de paté. Como no sabían lo que pasaría al día siguiente, sólo comían la mitad de su contenido. Como hablaba inglés fue el interlocutor del grupo y el intérprete con el médico británico que atendió a los heridos argentinos. También negoció quitar de la diminuta habitación el tacho donde hacían sus necesidades y logró cambiar a la hora local el horario de la comida, y no a la inglesa. Fue Tomba el que vio cajas con misiles con las siglas “USAF”, del ejército norteamericano. Se preocupó por mantener la mente ocupada, ignoraban lo que ocurría en las islas, y no querían perder energía, ya que solían marearse por la falta de alimentación. Urdió un plan de escape. Creyó encontrar un punto débil en la seguridad y una noche trepó una pared con la intención de perderse en la oscuridad. Un culatazo en la boca lo regresó a la realidad. Recuerda haber vivido situaciones ruiseñas. Era el día 40 como prisionero, estaban en San Carlos y les habían permitido bañarse por primera vez. Los hicieron desnudar, le dieron a cada uno una toalla y les ordenaron correr 200 metros hasta una casilla. Allí, sobre el techo, un inglés les arrojaba agua caliente.
 
“𝑯𝒂𝒈𝒂 𝒍𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒑𝒖𝒆𝒅𝒂”
En 1982 Chanampa. era un teniente de 27 años. Desde Villa Dolores, donde está radicado, contó que cuando se rindieron, estaban exhaustos y así se lo hicieron saber a los ingleses cuando los pusieron a cavar pozos para letrinas y recoger municiones. Es crítico con la conducción de la guerra. No podía creer lo que le contestaron cuando solicitó vehículos para mover piezas de artillería para hostigar el avance inglés. “No tengo con qué remolcar los cañones”, informó. “No sé, consiga caballos, haga lo que pueda”, recibió como respuesta. Recibían órdenes que eran imposibles cumplir. En los primeros días como prisionero, dormía junto a otros argentinos en catres improvisados con cajas de municiones. Fue sometido a dos interrogatorios. El primero en el frigorífico de San Carlos y el segundo en un corral de ovejas, separado por un curso de agua, donde fueron llevados en un gomón una mañana muy desapacible. A la intemperie los hicieron desnudar y luego de interrogarlos, vueltos a vestir, los llevaron de regreso. De todas maneras, Chanampa aseguró que los ingleses conocían al dedillo las posiciones argentinas y su verdadera potencialidad. También le llamó la atención de que muchos de los soldados británicos eran muy jóvenes y que algunos oficiales con los que pudo hablar no demostraban mayor interés en la guerra. Dijo que cuando en el grupo había un bajón anímico, lo superaban leyendo, en voz alta, cartas que algunos compañeros conservaban de sus familiares. Chanampa fue uno de los tantos que debieron empezar de cero en varias oportunidades. Fue empleado de comercio, gerente de una empresa textil y directivo en una compañía de seguros. En Villa Allende parece haber encontrado su lugar en el mundo.
 
¿𝑷𝒓𝒊𝒔𝒊𝒐𝒏𝒆𝒓𝒐𝒔 𝒆𝒏 𝒍𝒂 𝑰𝒔𝒍𝒂 𝑨𝒔𝒄𝒆𝒏𝒄𝒊ó𝒏?
A 500 kilómetros de Villa Allende, está el pueblo de O’Brien, que recuerda a un irlandés que se jugó la vida para nuestro país en las guerras de la independencia. Allí nació Jorge Gustavo Zanela, quien a sus 23 años y su jerarquía de subteniente partió a la guerra con el Grupo de Artillería 4, integrando la Fuerza de Tareas Mercedes. Cuando cayó prisionero, fue llevado como tantos otros en un helicóptero Chinook a San Carlos. Estando en el frigorífico se entusiasmó cuando les dijeron que los llevarían al Uruguay, pero a último momento lo bajaron del barco junto a otros oficiales, seleccionados según su antigüedad y especialidad. Es más: aún Zanela conserva debajo del vidrio de su escritorio un certificado de la Cruz Roja con su traslado a la isla Ascención, cosa que nunca se concretó. Fue interrogado por un inglés y oficiaba de intérprete un militar que vivía en el Peñón de Gibraltar. Insistían en conocer sobre las posiciones argentinas y por hacerse de los mapas.
 
𝑶𝒄𝒉𝒐 𝒍𝒊𝒃𝒓𝒂𝒔 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒈𝒂𝒔𝒕𝒐𝒔
Zanela tiene la imagen vívida de los heridos ingleses por el ataque aéreo argentino sobre Bahía Agradable, muchos de ellos con graves quemaduras. Era el 8 de junio y fue considerado como el día más negro de la flota: los aviones argentinos hundieron tres buques, dañaron una fragata, y los ingleses tuvieron 56 muertos y 200 heridos. Recuerda que "los 12 del patíbulo” estuvieron en un barco que cubría el cruce del Canal de la Mancha. Cada tanto, eran visitados por representantes de la Cruz Roja, en su mayoría uruguayos y españoles. A veces hasta discutiendo con los propios ingleses, estos funcionarios les tomaban sus datos como prisioneros de guerra y se llevaban cartas para sus familiares, que se despachaban vía Suiza. Así como al resto de los prisioneros, le dieron 8 libras para gastos. Y como hicieron sus compañeros, gastaron lo mínimo y conservaron el resto como un recuerdo de la guerra. Los últimos días habían conseguido una radio, y el grupo se enteró de la visita de Juan Pablo II. De la eliminación argentina del Mundial de fútbol los mismos ingleses se ocuparon en contarles. Los gritos de júbilo de los ingleses indicaron la rendición argentina. Zanela no integró la gran masa de prisioneros que fueron llevados a Puerto Madryn. El permanecería con otros oficiales en San Carlos, mientras persistiese la amenaza de la Fuerza Aérea argentina, que en un primer momento no quiso acatar la orden de alto el fuego. Finalmente, el 14 de julio los trasladaron a Puerto Argentino, donde embarcaron en el Norland. Una vez en el continente, se le prohibió hablar; en Trelew le dieron ropa limpia y luego de varias escalas, un avión del Ejército lo llevó a su unidad en Córdoba. Actualmente, el coronel Jorge Zanela está al frente de la Oficina de Coordinación de Veteranos de Guerra de Malvinas. Su despacho en Palermo, es una suerte de pequeño museo de su paso por el conflicto del Atlántico Sur. Por supuesto, en una de las paredes cuelga el cuadro con una copia amarillenta del dibujo de “los 12 del Patíbulo”. En el 2015, regresó a las islas. Volvió al frigorífico, abandonado y destruido. Aún estaba el agujero de la bomba argentina que no detonó. No lo dejaron entrar por el peligro de derrumbe. En todos estos años, el grupo nunca pudo reunirse. Además, el teniente Hernán Calderón, falleció el 24 de marzo de 1983 en un vuelo de instrucción junto a un aspirante, y el sargento primero José Basilio Rivas murió el 22 de diciembre del 2001 en un accidente automovilístico. Algunos se retiraron al poco tiempo, otros continuaron con sus carreras militares. Pero lo que nunca dejaron de pertenecer al grupo de “los 12 del Patíbulo”.𝗘𝘀𝘁𝘂𝘃𝗶𝗲𝗿𝗼𝗻 𝘂𝗻 𝗺𝗲𝘀 𝗰𝗼𝗺𝗼 𝗽𝗿𝗶𝘀𝗶𝗼𝗻𝗲𝗿𝗼𝘀 𝗲𝗻 𝗠𝗮𝗹𝘃𝗶𝗻𝗮𝘀: 𝗹𝗮 𝗵𝗶𝘀𝘁𝗼𝗿𝗶𝗮 𝗱𝗲 "𝗹𝗼𝘀 𝟭𝟮 𝗱𝗲𝗹 𝗽𝗮𝘁í𝗯𝘂𝗹𝗼”
𝘗𝘢𝘴𝘢𝘳𝘰𝘯 𝘢 𝘭𝘢 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘶𝘯 𝘨𝘳𝘶𝘱𝘰 𝘥𝘦 𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘺 𝘴𝘶𝘣𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘪𝘯𝘰𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘨𝘭𝘦𝘴𝘦𝘴 𝘮𝘢𝘯𝘵𝘶𝘷𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘩𝘢𝘴𝘵𝘢 𝘶𝘯 𝘮𝘦𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴 𝘥𝘦 𝘧𝘪𝘯𝘢𝘭𝘪𝘻𝘢𝘥𝘢 𝘭𝘢 𝘨𝘶𝘦𝘳𝘳𝘢. 𝘚𝘦 𝘣𝘢𝘶𝘵𝘪𝘻𝘢𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘰𝘮𝘰 "𝘓𝘰𝘴 12 𝘥𝘦𝘭 𝘗𝘢𝘵í𝘣𝘶𝘭𝘰”. 𝘖𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘺 𝘴𝘶𝘣𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘳𝘦𝘴 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘻𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘣𝘢𝘵𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘦𝘯 𝘔𝘢𝘭𝘷𝘪𝘯𝘢𝘴 𝘺 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘴𝘵𝘢 𝘦𝘭 14 𝘥𝘦 𝘫𝘶𝘭𝘪𝘰 𝘥𝘦 1982 -𝘶𝘯 𝘮𝘦𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘳𝘦𝘯𝘥𝘪𝘤𝘪ó𝘯- 𝘱𝘦𝘳𝘮𝘢𝘯𝘦𝘤𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘨𝘭𝘦𝘴𝘦𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘪𝘴𝘭𝘢𝘴.
𝘋𝘦 𝘌𝘫é𝘳𝘤𝘪𝘵𝘰: 𝘦𝘭 𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘊𝘢𝘳𝘭𝘰𝘴 𝘊𝘩𝘢𝘯𝘢𝘮𝘱𝘢, 𝘭𝘰𝘴 𝘴𝘶𝘣𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦𝘴 𝘑𝘰𝘴é 𝘌𝘥𝘶𝘢𝘳𝘥𝘰 𝘕𝘢𝘷𝘢𝘳𝘳𝘰 𝘺 𝘑𝘰𝘳𝘨𝘦 𝘡𝘢𝘯𝘦𝘭𝘢, 𝘭𝘰𝘴 𝘴𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘎𝘶𝘪𝘭𝘭𝘦𝘳𝘮𝘰 𝘗𝘰𝘵𝘰𝘤𝘴𝘯𝘺𝘢𝘬, 𝘝𝘪𝘤𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘈𝘭𝘧𝘳𝘦𝘥𝘰 𝘍𝘭𝘰𝘳𝘦𝘴 𝘺 𝘑𝘰𝘴é 𝘉𝘢𝘴𝘪𝘭𝘪𝘰 𝘙𝘪𝘷𝘢𝘴 𝘺 𝘦𝘭 𝘴𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘰 𝘔𝘪𝘨𝘶𝘦𝘭 𝘔𝘰𝘳𝘦𝘯𝘰. 𝘋𝘦 𝘭𝘢 𝘍𝘶𝘦𝘳𝘻𝘢 𝘈é𝘳𝘦𝘢: 𝘦𝘭 𝘮𝘢𝘺𝘰𝘳 𝘊𝘢𝘳𝘭𝘰𝘴 𝘈𝘯𝘵𝘰𝘯𝘪𝘰 𝘛𝘰𝘮𝘣𝘢, 𝘦𝘭 𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘏𝘦𝘳𝘯á𝘯 𝘊𝘢𝘭𝘥𝘦𝘳ó𝘯 𝘺 𝘦𝘭 𝘢𝘭𝘧é𝘳𝘦𝘻 𝘎𝘶𝘴𝘵𝘢𝘷𝘰 𝘌𝘯𝘳𝘪𝘲𝘶𝘦 𝘓𝘦𝘮𝘢. 𝘋𝘦 𝘭𝘢 𝘈𝘳𝘮𝘢𝘥𝘢: 𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘱𝘪𝘵á𝘯 𝘥𝘦 𝘊𝘰𝘳𝘣𝘦𝘵𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘔𝘢𝘯𝘶𝘦𝘭 𝘊𝘢𝘮𝘪𝘭𝘦𝘵𝘵𝘪 𝘺 𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘣𝘰 𝘱𝘳𝘪𝘯𝘤𝘪𝘱𝘢𝘭 𝘤𝘰𝘮𝘢𝘯𝘥𝘰 𝘈𝘯𝘧𝘪𝘣𝘪𝘰 ( 𝘪𝘯𝘧𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘮𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢) 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘛𝘰𝘮á𝘴 𝘊𝘢𝘳𝘳𝘢𝘴𝘤𝘰. 𝘋𝘪𝘦𝘻 𝘥𝘦 𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘤𝘢𝘦𝘳í𝘢𝘯 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘭𝘶𝘦𝘨𝘰 𝘥𝘦𝘭 𝘤𝘰𝘮𝘣𝘢𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘗𝘳𝘢𝘥𝘦𝘳𝘢 𝘥𝘦𝘭 𝘎𝘢𝘯𝘴𝘰 -𝘦𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘦𝘭 27 𝘺 𝘦𝘭 29 𝘥𝘦 𝘮𝘢𝘺𝘰- 𝘭𝘰𝘴 𝘰𝘵𝘳𝘰𝘴 𝘥𝘰𝘴, 𝘊𝘢𝘮𝘪𝘭𝘦𝘵𝘵𝘪 𝘺 𝘊𝘢𝘳𝘳𝘢𝘴𝘤𝘰 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘢𝘱𝘵𝘶𝘳𝘢𝘥𝘰𝘴 𝘥í𝘢𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴, 𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘫𝘶𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘢 𝘶𝘯𝘢 𝘱𝘢𝘵𝘳𝘶𝘭𝘭𝘢 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘢𝘯𝘥𝘰𝘴 𝘢𝘯𝘧𝘪𝘣𝘪𝘰𝘴 𝘴𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢𝘯 𝘪𝘯𝘧𝘪𝘭𝘵𝘳𝘢𝘥𝘰 𝘵𝘳𝘢𝘴 𝘭𝘢𝘴 𝘭í𝘯𝘦𝘢𝘴 𝘦𝘯𝘦𝘮𝘪𝘨𝘢𝘴.
 
𝑬𝒍 𝒗𝒊𝒆𝒋𝒐 𝒇𝒓𝒊𝒈𝒐𝒓í𝒇𝒊𝒄𝒐
“Me acuerdo del día de la rendición. Fue en un descampado. El momento más triste de mi vida”, contó José Navarro, por entonces un joven subteniente de 21 años, correntino, hoy general, que había ido a la guerra con el Grupo de Artillería Aerotransportado 4. “Recuerdo el silencio increíble de 600 hombres formados en una especie de cuadro”. Esas primeras amargas horas se empañaron aún más cuando, estando alojados en un galpón de esquila de ovejas, escucharon una explosión. Vieron a un inglés que, “por cuestiones humanitarias”, como se excusó, remataba a un soldado argentino herido al estallarle una munición que había sido obligado a trasladar. “Fue en ese momento que dijimos que no trabajaríamos más, creo que fuimos nosotros los que inauguramos los piquetes en el país”. La guerra había terminado, pero de alguna manera continuaba. Ya en San Carlos, los encerraron en una pieza de tres por dos del viejo frigorífico, que tenía incrustada en una de sus paredes una bomba argentina de 250 kilos, sin explotar. Aún conservaba su paracaídas. Por las mañanas, hacían cola para retirar un termo con te y galletitas y como no disponían de jarros, debieron ir a un basural cercano a buscar latas, que lavaban con el agua de mar. Dormían en el piso, vestidos, acurrucados, con la boina puesta. Pero lo problemático fue el baño. En uno de los rincones de ese reducido espacio, había un tacho de 200 litros cortado al medio. Cuando alguien lo usaba, el resto debía darse vuelta, hasta que pudieron conseguir una manta con la que improvisaron un biombo. Cada tanto, debían llevar el tacho a desagotar su contenido a orillas del mar. En el tiempo que permaneció prisionero, fueron llevados de un lado para el otro. Un día los embarcaron en el Sir Edmund. “Vuelven a la Argentina”, les anunciaron. Pero no era verdad. Como en las películas, Navarro fue interrogado en un camarote, encandilado por una potente luz. Un interrogador inglés, que hablaba un español muy castizo, lo ametralló a preguntas: ¿Cómo había llegado a las islas? ¿De dónde provenía la artillería de Darwin?. Y la cuestión que desvelaba a los británicos: “¿Usted sabe que hubo crímenes de guerra en San Carlos?”. Los ingleses buscaban al teniente Carlos Daniel Esteban, quien habría derribado un helicóptero que los británicos sostenían que transportaba heridos. Lo que ellos nunca se percataron era que Esteban estaba alojado en el mismo buque. Nunca lo ubicarían. A Navarro lo llevaron nuevamente al frigorífico y lo encerraron en una cámara frigorífica de seis por cinco, con paredes de corcho. Tenía una sola puerta, con una ventana a la que le habían roto el vidrio para que pudiese entrar el aire. Una lamparita que colgaba del techo era la única iluminación.
 
𝑨𝒔í 𝒏𝒂𝒄𝒊ó 𝒆𝒍 𝒈𝒓𝒖𝒑𝒐 𝒅𝒆 “𝑳𝒐𝒔 12 𝒅𝒆𝒍 𝒑𝒂𝒕í𝒃𝒖𝒍𝒐”.
No les hablaron durante días ni fueron interrogados, lo que le hicieron perder la noción del día y la noche. Permanecían en ropa interior por el calor y volvieron a convivir con el inmundo tacho de 200 litros cortado al medio. Luego de un día y medio sin probar bocado, les llevaron algo de comida, que nunca supieron si era un guiso o una sopa de pollo. Tenían hambre, pero no cubiertos. Fue el mayor Carlos Tomba el que tomó la delantera: “Yo voy a comer con la mano”, y todos lo imitaron. En una nueva visita al basural, se hicieron de cucharas y de latas. Luego, fueron llevados a un buque. Cuando escucharon por los parlantes el himno inglés que se confundía con gritos de alegría, comprendieron que todo había terminado. Era el 14 de junio. El capitán inglés lo corroboró cuando se acercó para darles palabras de aliento. 
 
𝑳𝒂 𝒃𝒂𝒏𝒅𝒆𝒓𝒂, 𝒕𝒓𝒐𝒇𝒆𝒐 𝒅𝒆 𝒈𝒖𝒆𝒓𝒓𝒂”.
Navarro recordó que entonces la vigilancia se relajó, a tal punto que al capitán de corbeta Dante Camiletti se le había ocurrido la locura de tomar el control del barco. Pero a los ingleses no les preocupaban los prisioneros, pero sí se los veía temerosos de la aviación argentina y especialmente de los Exocet. En el Sir Edmund regresaron al continente. Fue cuando Navarro entró a un camarote cualquiera, y tomó una bandera inglesa. “¡Pedazo de boludo!”, le recriminaron sus compañeros. Alcanzaron a ocultarla dentro de un panel del techo del camarote antes que los ingleses, muy alterados y revisando cada rincón del barco, los descubriesen. Cuando Navarro pisó el muelle en Puerto Madryn, no tuvo mejor idea que mostrarles a los ingleses la bandera, que aún conserva enmarcada junto con copias de los famosos dibujos que hizo Potocsnyak, uno de sus compañeros de encierro. “¿Usted sabe lo que significa rendirse justo el Día del Ejército?”, preguntó sin esperar una respuesta el santafecino de raíces croatas Guillermo Potocsnyak, el del apellido difícil de pronunciar. Por algo le dicen “Poto” o “Coco” a este corpulento sargento ayudante, que fue a las islas como sargento primero en el Regimiento de Infantería 12.
 
𝑼𝒏 𝒂𝒓𝒕𝒊𝒔𝒕𝒂 𝒆𝒏 𝒆𝒍 𝒈𝒓𝒖𝒑𝒐
Luego de combatir en Pradera del Ganso y en la Bahía de San Carlos, fue hecho prisionero. Cuando ayudaba a recoger los cuerpos de los argentinos muertos, tropezó con un cuerpo congelado que, de pronto, movió los ojos. Lo puso arriba de un capot de un Carrier. Ese soldado, con quien se encontraría años después, perdería una pierna, pero le había salvado la vida. Potocsnyak fue un personaje popular entre sus pares y por sus carceleros: es que sabía dibujar. Cambiaba chocolates y cigarrillos por papel, lápices y biromes y así los dibujos comenzaron a circular, sin distinción de banderas. Dijo que muchos de ellos deben estar en Gran Bretaña. Es el autor del famoso dibujo de los 12 oficiales que estuvieron prisioneros hasta el 14 de julio. En un primer plano se ve a Tomba, y puede notarse claramente una especie de riñonera que todos llevan, que era el salvavidas. Aún después del 14 de junio, los británicos no descartaban ataques de la aviación argentina. Al ver el dibujo, sugirió alguien, que no recuerda quien. “Ponele los 12 del patíbulo…”. Refiere al título de una película bélica de 1967, en la que una docena de presos peligrosos debían cumplir con una arriesgada misión en territorio alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Potocsnyak rememora que cada tanto los ingleses, muñidos de bastones, los sometían a requisas, mientras debían pararse de cara a la pared. Cuando le dijo a un inglés “metete ese bastón en el c…”, el británico le respondió “no te hagas el vivo que hablo español mejor que ustedes”. En la posguerra, Potocsnyak enviudó y con los años, en un curso donde estaba estudiando croata -posee la doble nacionalidad- conoció a su segunda esposa. “La familia fue la que primero ayudó”, confesó. Tiene dos hijos y cuatro nietos. Estudió el profesorado de Historia, no para enseñar sino “para entender lo que vivimos allí, y también como una forma de sentirme útil”. Porque su vida como veterano no fue sencilla. De Córdoba, donde se había radicado, tuvo que irse ya que siempre le preguntaban por la guerra y sentía que no podía hacer ese click para dar vuelta la página. El tiempo ayudó a seguir con la vida. De ese famoso grupo de los “12”, remarca que el “mayor Tomba es un señor, una persona extraordinaria”. Luego del capitán de corbeta Dante Camiletti, el mayor Carlos Tomba -quien combatió pilotenado Pucará- era el oficial de mayor graduación. Este mendocino de 36 años, fue quien asumió el liderazgo de ese grupo tan heterogéneo. Hoy este brigadier retirado, que vive en Mendoza, donde su apellido tiene una rica trayectoria en la historia provincial. El primer tironeo con sus captores fue el de defender sus pertenencias, su casco y las perneras del asiento eyectable. Las lograría conservar junto a un pijama que le había dado su esposa. El casco y las perneras se exhiben en el museo de la Fuerza Aérea de Córdoba. Evoca que los primeros días fueron los peores. Cuarenta y ocho horas sin agua, y después una lata de paté. Como no sabían lo que pasaría al día siguiente, sólo comían la mitad de su contenido. Como hablaba inglés fue el interlocutor del grupo y el intérprete con el médico británico que atendió a los heridos argentinos. También negoció quitar de la diminuta habitación el tacho donde hacían sus necesidades y logró cambiar a la hora local el horario de la comida, y no a la inglesa. Fue Tomba el que vio cajas con misiles con las siglas “USAF”, del ejército norteamericano. Se preocupó por mantener la mente ocupada, ignoraban lo que ocurría en las islas, y no querían perder energía, ya que solían marearse por la falta de alimentación. Urdió un plan de escape. Creyó encontrar un punto débil en la seguridad y una noche trepó una pared con la intención de perderse en la oscuridad. Un culatazo en la boca lo regresó a la realidad. Recuerda haber vivido situaciones ruiseñas. Era el día 40 como prisionero, estaban en San Carlos y les habían permitido bañarse por primera vez. Los hicieron desnudar, le dieron a cada uno una toalla y les ordenaron correr 200 metros hasta una casilla. Allí, sobre el techo, un inglés les arrojaba agua caliente.
 
“𝑯𝒂𝒈𝒂 𝒍𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒑𝒖𝒆𝒅𝒂”
En 1982 Chanampa. era un teniente de 27 años. Desde Villa Dolores, donde está radicado, contó que cuando se rindieron, estaban exhaustos y así se lo hicieron saber a los ingleses cuando los pusieron a cavar pozos para letrinas y recoger municiones. Es crítico con la conducción de la guerra. No podía creer lo que le contestaron cuando solicitó vehículos para mover piezas de artillería para hostigar el avance inglés. “No tengo con qué remolcar los cañones”, informó. “No sé, consiga caballos, haga lo que pueda”, recibió como respuesta. Recibían órdenes que eran imposibles cumplir. En los primeros días como prisionero, dormía junto a otros argentinos en catres improvisados con cajas de municiones. Fue sometido a dos interrogatorios. El primero en el frigorífico de San Carlos y el segundo en un corral de ovejas, separado por un curso de agua, donde fueron llevados en un gomón una mañana muy desapacible. A la intemperie los hicieron desnudar y luego de interrogarlos, vueltos a vestir, los llevaron de regreso. De todas maneras, Chanampa aseguró que los ingleses conocían al dedillo las posiciones argentinas y su verdadera potencialidad. También le llamó la atención de que muchos de los soldados británicos eran muy jóvenes y que algunos oficiales con los que pudo hablar no demostraban mayor interés en la guerra. Dijo que cuando en el grupo había un bajón anímico, lo superaban leyendo, en voz alta, cartas que algunos compañeros conservaban de sus familiares. Chanampa fue uno de los tantos que debieron empezar de cero en varias oportunidades. Fue empleado de comercio, gerente de una empresa textil y directivo en una compañía de seguros. En Villa Allende parece haber encontrado su lugar en el mundo.
 
¿𝑷𝒓𝒊𝒔𝒊𝒐𝒏𝒆𝒓𝒐𝒔 𝒆𝒏 𝒍𝒂 𝑰𝒔𝒍𝒂 𝑨𝒔𝒄𝒆𝒏𝒄𝒊ó𝒏?
A 500 kilómetros de Villa Allende, está el pueblo de O’Brien, que recuerda a un irlandés que se jugó la vida para nuestro país en las guerras de la independencia. Allí nació Jorge Gustavo Zanela, quien a sus 23 años y su jerarquía de subteniente partió a la guerra con el Grupo de Artillería 4, integrando la Fuerza de Tareas Mercedes. Cuando cayó prisionero, fue llevado como tantos otros en un helicóptero Chinook a San Carlos. Estando en el frigorífico se entusiasmó cuando les dijeron que los llevarían al Uruguay, pero a último momento lo bajaron del barco junto a otros oficiales, seleccionados según su antigüedad y especialidad. Es más: aún Zanela conserva debajo del vidrio de su escritorio un certificado de la Cruz Roja con su traslado a la isla Ascención, cosa que nunca se concretó. Fue interrogado por un inglés y oficiaba de intérprete un militar que vivía en el Peñón de Gibraltar. Insistían en conocer sobre las posiciones argentinas y por hacerse de los mapas.
 
𝑶𝒄𝒉𝒐 𝒍𝒊𝒃𝒓𝒂𝒔 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒈𝒂𝒔𝒕𝒐𝒔
Zanela tiene la imagen vívida de los heridos ingleses por el ataque aéreo argentino sobre Bahía Agradable, muchos de ellos con graves quemaduras. Era el 8 de junio y fue considerado como el día más negro de la flota: los aviones argentinos hundieron tres buques, dañaron una fragata, y los ingleses tuvieron 56 muertos y 200 heridos. Recuerda que "los 12 del patíbulo” estuvieron en un barco que cubría el cruce del Canal de la Mancha. Cada tanto, eran visitados por representantes de la Cruz Roja, en su mayoría uruguayos y españoles. A veces hasta discutiendo con los propios ingleses, estos funcionarios les tomaban sus datos como prisioneros de guerra y se llevaban cartas para sus familiares, que se despachaban vía Suiza. Así como al resto de los prisioneros, le dieron 8 libras para gastos. Y como hicieron sus compañeros, gastaron lo mínimo y conservaron el resto como un recuerdo de la guerra. Los últimos días habían conseguido una radio, y el grupo se enteró de la visita de Juan Pablo II. De la eliminación argentina del Mundial de fútbol los mismos ingleses se ocuparon en contarles. Los gritos de júbilo de los ingleses indicaron la rendición argentina. Zanela no integró la gran masa de prisioneros que fueron llevados a Puerto Madryn. El permanecería con otros oficiales en San Carlos, mientras persistiese la amenaza de la Fuerza Aérea argentina, que en un primer momento no quiso acatar la orden de alto el fuego. Finalmente, el 14 de julio los trasladaron a Puerto Argentino, donde embarcaron en el Norland. Una vez en el continente, se le prohibió hablar; en Trelew le dieron ropa limpia y luego de varias escalas, un avión del Ejército lo llevó a su unidad en Córdoba. Actualmente, el coronel Jorge Zanela está al frente de la Oficina de Coordinación de Veteranos de Guerra de Malvinas. Su despacho en Palermo, es una suerte de pequeño museo de su paso por el conflicto del Atlántico Sur. Por supuesto, en una de las paredes cuelga el cuadro con una copia amarillenta del dibujo de “los 12 del Patíbulo”. En el 2015, regresó a las islas. Volvió al frigorífico, abandonado y destruido. Aún estaba el agujero de la bomba argentina que no detonó. No lo dejaron entrar por el peligro de derrumbe. En todos estos años, el grupo nunca pudo reunirse. Además, el teniente Hernán Calderón, falleció el 24 de marzo de 1983 en un vuelo de instrucción junto a un aspirante, y el sargento primero José Basilio Rivas murió el 22 de diciembre del 2001 en un accidente automovilístico. Algunos se retiraron al poco tiempo, otros continuaron con sus carreras militares. Pero lo que nunca dejaron de pertenecer al grupo de “los 12 del Patíbulo”.

sábado, 10 de mayo de 2025

El Himno que sonó en el Canberra

"¡De pie soldados, están tocando el Himno!": el héroe y pianista de Malvinas que, prisionero de los ingleses, ejecutó la canción patria para sus compañeros

La guerra había terminado. Doscientos combatientes regresaban al continente como prisioneros en el buque británico Canberra. Y fue cuando ocurrió: de pronto sonaron los acordes del Himno Nacional. La historia de los héroes que, aun derrotados, nunca se dieron por vencidos

Por Adrián Pignatelli || Infobae



La capitulación: luego de 74 días, llegó el final de la guerra de 1982. Los soldados argentinos fueron tomados como prisioneros y enviados al continente en buques de la Armada Real británica

Elías Risman había sufrido en carne propia los rigores de los progroms zaristas, en su Ucrania natal. Su vocación siempre había sido la música, tocaba el clarinete cuando podía porque hasta eso era mal visto. Por eso, años después, ya establecido en la Argentina, cuando vio que su nieto Sergio tenía un talento innato, le regaló un piano.

De esta forma, Sergio Ariel Vainroj, de entonces 14 años, nacido y criado en Castelar, ingresó al Conservatorio de Música Alberto Ginastera de Morón, donde llegó a estudiar piano con el maestro Néstor Zulueta.

Tenía un instrumento con el que practicar: era un Crown, un modelo fabricado en Estados Unidos, pero no muy popular en nuestro país, al que habían llegado muy pocos. Deseaba ser pianista y organista.

Nunca imaginó que una guerra iba a transformar esa vocación en un momento único, en la emoción de 200 soldados que regresaban como prisioneros en un buque enemigo.

Con la música a la guerra

Vainroj se había incorporado al servicio militar en 1981, que lo cumpliría en el Regimiento de Infantería 3, que entonces tenía sus cuarteles en La Tablada. "Intenté acercarme a la banda del Regimiento, pero ya todos los puestos estaban ocupados", explicó cuando Infobae le preguntó si había tenido la posibilidad de seguir como músico en el año que pasó bajo bandera. Fue designado apuntador de FAP en la Compañía C "Ituzaingó".

"Cuando se produjo la movilización al sur, no sabíamos a dónde íbamos. Nos lo dijeron cuando el avión estaba aterrizando en las Islas Malvinas". Integró el grupo de Logística del Regimiento, dentro de la Compañía Comando y Servicios, junto a dos soldados, que terminarían siendo amigos inseparables: Carlos Alberto Sabin y Claudio Alejandro Szpin.

Sergio estuvo en las islas cerca de Puerto Argentino. Primero, en las inmediaciones del aeropuerto -blanco de los bombardeos británicos- y luego a escasos metros de donde funcionaba un radar de la Fuerza Aérea, pieza muy buscada por los ingleses

En las islas, siempre estuvo en Puerto Argentino, en distintos puntos. Primero, en una posición cercana al aeropuerto, luego cerca de la casa del gobernador y por último, ocupaban un galpón a escasos metros de donde funcionaba el radar de la Fuerza Aérea, un blanco muy buscado por los aviones británicos.

Vainroj recuerda cuando el radar fue destruido. "Fue a las 5 o 6 de la mañana del 3 de junio, cuando apareció fuera del alcance del radar un avión Vulcan, dejó caer dos bombas: una impactó en una casa y la otra cercana al radar. Nosotros estábamos dentro del galpón, fue como un terremoto".

El joven soldado había llevado una flauta dulce, que tenía desde que había sido incorporado. Uno de sus compañeros, Carlos Sabin (que fallecería en un accidente de tránsito en 2003) siempre le pedía que tocase la canción de la banda de sonido de la película La última nieve de primavera. "No importaba dónde estábamos, una vez me pidió que la tocara mientras nos cubríamos de las explosiones dentro del pozo de zorro", contó.

La partitura

Vainroj llevó la música a las islas. En una oportunidad, estando de guardia, había comenzado a escribir en hojas pentagramadas la Suite Inglesa N° 3 de Juan Sebastián Bach, de quien es admirador. "Es que los músicos llevamos la música en la cabeza -explica- y estando absorto en el trabajo, dibujando las líneas del pentagrama, ayudándome con un cargador, me sorprendió el teniente José Luis Dobroevic, de la Compañía A del Regimiento 3″.

-¿Qué tiene ahí, soldado? -preguntó el oficial.

-Hojas de música, mi teniente -respondió Vainroj.

La partitura que Sergio Ariel Vainroj dibujó en Malvinas

El oficial, luego de echarle un vistazo a los papeles, le dijo: "Muy bien, siga nomás". Hace tres años, en un asado que se reunieron miembros de la Compañía C, alguien invitó a Dobroevic, y Vainroj le preguntó si recordaba esa situación vivida durante la guerra. "Claro que me acuerdo; ¿sabe por qué no lo castigué? Porque me había hecho acordar a mi hermana, que también estudiaba piano". Hoy, el entonces conscripto conserva esa partitura, debidamente enmarcada.

"¡De pie! ¡Están tocando el himno!"

La guerra había terminado. Las cruentas batallas finales habían dejado los campos de combate cubiertos de cuerpos y sangre. Los argentinos habían luchado con fiereza. Pero llegó el final. El 14 de junio de 1982 el general Mario Benjamín Menéndez firmó la capitulación ante el general Jeremy Moore, comandante de las fuerzas británicas.

Imagen de la rendición de Malvinas: los soldados fueron despojados de sus armas y sus pertenencias. la guerra dejó 649 muertos argentinos, 255 soldados británicos y 3 isleños

Los soldados fueron tomados prisioneros. Antes de subir a los lanchones que los llevarían a los barcos para trasladarlos al continente, los marines ingleses los revisaron. Los despojaron de sus armas, los elementos cortantes, cordones y hasta cigarrillos. A Vainroj quisieron quitarle la flauta que llevaba en el bolsillo de su pantalón. En su inglés básico, pidió "this is a flute, no, please". Y así pudo conservarla.

Junto a cientos de soldados fue embarcado en la mañana del 17 de junio, en el Canberra, un transatlántico adaptado para el transporte de tropas. En un primer momento, Vainroj fue uno de los 200 argentinos a los que ubicaron en el salón "Meridian".

"Recuerdo que estábamos todos en silencio, relajados, un poco gracias a la tibia calefacción. Después del frío que tuvimos que soportar, eso fue un bálsamo". Le dieron de comer un café con leche, un pan, una feta de salchichón con arroz y una galleta de maizena.

El buque Canberra, un trasatlántico acondicionado para llevar tropas durante la guerra de Malvinas

En un momento, uno de sus compañeros le advirtió. "Che, mirá, ahí hay un piano". Estaba contra la pared del salón, Vainroj no puede recordar la marca.

"Andá a tocarlo", lo alentaron. "Imposible, somos prisioneros de los ingleses. Pero qué ganas que tengo…". "Dale, andá, andá", le insistieron.

Y fue. Se acercó al soldado paracaidista que estaba apoyado en el instrumento y le dijo en un inglés rudimentario "I play the piano", a lo que el inglés le respondió "ok", y levantó la tapa que cubría el teclado.

En el libro A very strange way to go to war: the Canberra in the Falklands (Una forma muy extraña de ir a la guerra: el Canberra en Malvinas), de Andrew Vine, se describe ese momento único e inesperado. El inglés, que autorizó el pedido, reparó en el prisionero sucio que olía a turba, cuyo nerviosismo había desaparecido al ver el piano. Vainroj se sentó en la banqueta, se frotó las manos y flexionó sus dedos, haciéndolos sonar.

Vainroj interpretando la canción patria para un grupo de veteranos de guerra

"Recuerdo que interpreté obras de Bach, también Adiós Nonino y hasta Let it be, de Los Beatles, provocando que los ingleses comenzaran a tararearla en voz baja". Los argentinos rodeaban en silencio al pianista y los marines de la Royal Army sonreían y hasta se mostraban complacidos.

Hasta que su amigo Claudio Szpin le sugirió: "¡Tocate el Himno!". Enseguida otros se sumaron con el mismo pedido.

Cuando había comenzado a ejecutar la introducción de la canción patria, un oficial argentino gritó:

-Soldados, de pie, ¿no escuchan el Himno?

Como si hubiesen sido un solo hombre, los 200 se pararon. "Los ingleses no comprendían qué era lo que estaba pasando, y nosotros no sabíamos si habían reconocido al Himno". El clima en el Canberra cambió. Los británicos habían sentido el impacto de ver a los soldados de pie y erguidos en sus uniformes manchados de tierra, sudor y guerra.

Alterados, los oficiales comenzaron a gritar: "Sit down, sit down!". Y llamaron refuerzos, que fueron llegando de distintos pasillos del barco. "El inglés que me había abierto la tapa del piano, me tomó de uno de mis brazos y me hizo volar por los aires y terminé cayendo sobre mis compañeros", contó Sergio.

"Luego, nos distribuyeron en distintos camarotes. Sólo salíamos una vez por día a caminar por cubierta y así se repitió la rutina hasta llegar a Puerto Madryn. Durante el viaje, no volví a cruzarme con el piano".

El veterano se emociona, 37 años después de aquel instante único: "Nunca olvidaré la emoción que sentí al tocar el Himno como prisionero en el buque inglés".

Un piano para los veteranos

Con esfuerzo, y con las mismas dificultades que enfrentaron tantos veteranos para encontrar su lugar en la sociedad, Vainroj continuó estudiando música. En 1989 recibió una beca para estudiar Composición y Dirección Orquestal en Jerusalem y posteriormente continuó sus estudios en el Departamento de Artes Musicales y Sonoras del IUNA. Desde 1987 se desempeña como docente y está en pareja.

A partir de aquella tarde en el Canberra, elaboró un interesante trabajo sobre la interpretación musical del Himno Nacional Argentino en la escuela secundaria básica y su posible conversión en herramienta didáctica. Según Vainroj, es una resignificación del Himno como símbolo patrio sustentada en el conflicto bélico del Atlántico Sur.

Vainroj en la actualidad: “Nunca olvidaré aquel día en que toqué unas estrofas del Himno Nacional como prisionero de los ingleses”, se emociona

Tiempo atrás se había impuesto otro mandato: conseguir un piano para instalarlo en el Centro de Veteranos de Morón, al que concurre habitualmente. La búsqueda del instrumento no fue fácil, especialmente por el presupuesto con el que contaba. Hasta que "el milagro" ocurrió. Una señora, que debía desocupar su casa, vendía el mismo modelo de piano que su abuelo le había regalado a los 14 años, y que la familia por apremios económicos había tenido que desprenderse.

El dato se lo dio un afinador, que resultó ser el mismo hombre que le había vendido el piano a su abuelo. El destino una vez más unía las piezas, como si un hilo invisible guiara su historia. Así, logró lo que había buscado durante tanto tiempo y el Centro de Veteranos finalmente tendrá su piano.

Allí, seguramente, Vainroj volverá a interpretar los acordes del Himno Nacional. Con la misma emoción que lo hizo en el Canberra aquella tarde como prisionero. Y que le sirvió para demostrar que, si bien en la guerra habían sido derrotados, ellos no estaban vencidos.




jueves, 21 de noviembre de 2024

Jacinto Batista: "Teníamos órdenes de no matar"

'Teníamos órdenes de no matar'

Poder Naval

¿Cómo fue la retoma de las Malvinas desde la perspectiva de un militar argentino?

 

Jacinto Batista es el símbolo de la reconquista de las Islas Malvinas por parte de los argentinos el 2 de abril de 1982. Jacinto contó su historia al periodista Guido Braslavsky, del diario Clarín, el 1 de abril de 2002.

Llevaba un gorro de lana.
El rostro estaba ennegrecido por pintura de combate. El arma la llevaba cerca del cuerpo en la mano derecha y con el otro brazo indicaba a los prisioneros ingleses que permanecieran en fila con las manos en alto. Jacinto Eliseo Batista es el protagonista de esta foto de arriba que viajó por el mundo, convirtiéndose en símbolo de la toma de Puerto Argentino, el 2 de abril de 1982.

Veinte años después (
el artículo fue elaborado en marzo de 2002 ), acercándose a su cumpleaños 52 y a menos de dos meses de retirarse después de 35 años en la Armada, el Suboficial Batista enciende su cuarto cigarrillo en una mañana húmeda de Punta Alta y afirma: “No tengo nostalgia por las Malvinas. Fue una etapa en mi vida y en mi carrera. Recibí una orden y la seguí. Para eso me paga el Estado”.

Probablemente no todos los miembros del Grupo de Comando Anfibio que rindió a los británicos se comportan de la misma manera que este nacido en Colón, que dice no tener ningún interés en regresar a las Malvinas como huésped o turista. Sin embargo, afirma que “si el Estado me dice que los recupere nuevamente ahí estaré” . Porque, como todos los soldados de élite, Batista está hecho de una madera especial. Los comandos anfibios son al mismo tiempo buzos, paracaidistas, comandos y especialistas en reconocimiento en tierra y agua. Aprenden a soportarlo todo. Son soldados entrenados para la guerra, exactamente lo contrario de muchos jóvenes que no eligieron las Malvinas como destino, ni viven en una guerra y mueren en ella.

Quizás por eso Batista nunca tuvo miedo.
Ni siquiera al principio cuando se embarcaron en Puerto Belgrano a bordo de la fragata “Santísima Trinidad”, con rumbo desconocido, aún con la sospecha de todos de que se estaba realizando un verdadero operativo en las Malvinas.

“Tan pronto estuvimos en alta mar nos dieron la orientación necesaria para llevar a cabo la misión. Desembarcamos el 1 de abril, poco después de las 21:00. Yo era el guía del barco y, desde la línea de playa, el explorador.   Sólo teníamos un equipo de visión nocturna y yo era quien lo llevaba, que iba delante unos 200m”.

“Estábamos seguros de que los ingleses no nos esperaban. Caminamos toda la noche. Los objetivos eran el cuartel de los Royal Marines y la casa del gobernador. Teníamos órdenes de no matar, porque el plan posiblemente era tomar las islas y negociar la retirada.

“Nos separamos en dos grupos. Fui al cuartel, pero no encontré nada porque los marines estaban afuera custodiando los objetivos. Allí izamos por primera vez la bandera argentina. El grupo que acudió a la casa del gobernador, en cambio, encontró resistencia y se escucharon disparos constantes. “Era casi de día y la resistencia persistía. El primer inglés que conocí fue un francotirador con un rifle Mauser. Lo desarmé. Cuando nos reunimos en la casa, la situación estaba casi bajo control.

La única baja en esta acción –la primera muerte de la guerra– fue el capitán Pedro Giachino. “Cuando llegué estaba herido. Había entrado en la casa y, al salir, fue atropellado por un soldado que estaba detrás de una línea de árboles cercana. Le pregunté: “Qué te pasó, Pedro”, y le toqué la cabeza. Estaba consciente, pero muy pálido, había perdido mucha sangre y agonizaba.

Batista no recuerda en qué momento de aquella jornada frenética el fotógrafo Rafael Wollman se fotografió con los prisioneros ingleses.
Sabe, sin embargo, que esta imagen es un retrato implacable del orgullo herido del viejo león imperial. “El 14 de junio debieron buscarme para tomarme una foto con los brazos en alto”, imagina con una sonrisa.

Pero el cable no estaba en Puerto Argentino el día de la caída: “El 2 de abril regresamos al continente”. Batista nunca regresó a las islas, pero esto casi sucede cuando se planeó una misión de infiltración durante el desembarco británico, pero el Hércules que las llevaría sufrió una avería en la pista.

“Los británicos no eran mejores que nosotros. Tenían más medios y más apoyo. De americanos y chilenos. Pero si Argentina hubiera tenido la firme convicción de luchar…”, dice Batista, dejando la frase en el medio, como una pregunta.

FUENTE: Clarín

TRADUCCIÓN Y ADAPTACIÓN: Poder Naval