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jueves, 25 de julio de 2019

Anecdotario argentino: La gaviota gallinera

Gallina, la gaviota



En pleno operativo de recuperación, el 2 de abril de 1982, trasladaron muy herido al teniente de fragata Diego García Quiroga hasta el rompehielos “Almirante Irízar”, que funcionaba como buque hospital.

García Quiroga, un buzo táctico de 28 años, integraba el primer equipo que desembarcó en Malvinas y debía tomar la casa del gobernador isleño Rex Hunt.

En la residencia oficial recibieron el fuego de los Royal Marines y ocurrió la única muerte de la “Operación Rosario”: el capitán de fragata Pedro Giachino, jefe de esa Unidad de Tareas 40.1.5. Y hubo 2 heridos: el cabo enfermero Ernesto Urbina, que fumando esperaba atención con los intestinos al aire, y García Quiroga, a quien le pegaron 3 balazos: uno le atravesó el codo, otro el torso y el tercero se incrustó en un cortaplumas suizo que colgaba de su cinturón, a la altura de la ingle.

Estaba grave.

Un helicóptero llegó al “Irízar” con sangre para hacerle una transfusión. Aterrizó en la cubierta, dejó el material y despegó. El motor de la máquina succionó a una gaviota que volaba cerca de la popa. Fue un momento de tensión: si el pájaro entraba en la turbina, el helicóptero podía caerse al agua. Finalmente, pese a un esfuerzo enorme, la gaviota no pudo evitar las paletas del rotor de cola y quedó destrozada.

-¡Muy bien hecho! -gritó un conscripto del Batallón de Apoyo Logístico-. A estos ingleses ni las gallinas les vamos a dejar vivas.


Clarín

sábado, 4 de noviembre de 2017

Operación encubierta: Cuando la guerra casi llega a Gibraltar

La guerra de Malvinas casi llega a Gibraltar

Por Giles Tremlett | The Guardian


Uno de los almirantes argentinos que envió a su país a la guerra con Gran Bretaña sobre las islas Malvinas ha admitido que envió un equipo de saboteadores para hundir un barco de la Royal Navy en Gibraltar.


El almirante Jorge Anaya, un ex miembro de la junta militar que comandó la armada argentina en el momento de la guerra, dijo que ordenó expresamente la misión. Fue frustrado por la policía española horas antes de que el equipo planeara adjuntar minas de lapa a un barco británico.

"La operación se llevó a cabo en total secreto", dijo el almirante a los productores de un documental que se exhibió en los cines españoles anoche.

La operación Algeciras estuvo a punto de hundir un barco británico con minas de fabricación italiana que habían sido traídas a España desde Argentina en una valija diplomática.

El equipo llegó a España y se estableció en la costa sur cerca de Gibraltar, donde pasó casi un mes mirando posibles objetivos y esperando permiso para atacar.

El almirante Anaya dijo que rechazó tres solicitudes separadas para hacer explotar diferentes buques en Gibraltar antes de finalmente dar el visto bueno.

En una ocasión, se le negó permiso al equipo para atacar un barco de transporte de la Royal Navy y una fragata en caso de que arruinasen las conversaciones, dirigidas por el secretario de Estado de los Estados Unidos, Alexander Haig, para resolver la crisis.

"Decidimos que podíamos detener algún tipo de acuerdo de paz si seguíamos adelante", dijo Máximo Nicoletti, uno de los cuatro buzos de equipo que fue entrevistado para el documental.



El Sr. Nicoletti fue un ex guerrillero antigubernamental que una vez hizo explotar un barco de la armada argentina pero que fue capturado, se convirtió en agente militar y vivía en Miami.

Unas horas después de que el equipo dejara pasar la oportunidad de atacar a la fragata y el barco de transporte, un submarino británico hundió el crucero argentino General Belgrano, matando a más de 320 marineros y terminando de manera efectiva las negociaciones de paz.

 El equipo esperó casi un mes para que apareciera otro objetivo. Se hicieron pasar por pescadores en un pequeño bote de goma mientras flotaban en la ciudad española de La Línea, que está al lado del Peñón de Gibraltar.

Finalmente vieron una fragata de la Marina Real entrar en el puerto y acordaron atacar al día siguiente. "Nuestro objetivo era colocar las cargas, darles tiempo para explotar, obtener los automóviles, conducir a Barcelona y desde allí cruzar a Francia. Íbamos a volar de regreso a Argentina desde Italia", dijo Nicoletti.

Pero cuando el equipo fue a renovar su alquiler de coches por la mañana, encontraron a la policía española esperándolos.

"Fue el mismo día en que los autoricé a seguir adelante [con el ataque]", dijo el almirante Anaya.

Los buzos recibieron instrucciones estrictas, en caso de captura, para decir que estaban actuando por su propia iniciativa.

Nigel West, un escritor británico que se especializa en operaciones encubiertas, dijo al equipo de documentales que Gran Bretaña sabía acerca de la trama debido a conversaciones telefónicas entre la embajada de Argentina en Madrid y Buenos Aires.

Dijo que, después de las tensas discusiones del gabinete de guerra sobre si se podía confiar en España, la información se transmitió a Madrid.

El documental, sin embargo, afirma que los oficiales de policía que arrestaron al equipo argentino no tenían idea de quiénes eran los miembros ni por qué estaban allí.


domingo, 24 de abril de 2016

Operación Algeciras y la voluntad de llevar la guerra a Europa

Operación Algeciras: hace 34 años, la Guerra de Malvinas también se libró en España
Un grupo de argentinos, al servicio de la dictadura militar, fue enviado a España para penetrar las defensas de la base de Gibraltar y hacer estallar una nave militar británica

ABC




La fragata británica Antelope se hundió al estallar una bomba que se encontraba alojada en su sala de máquinas procedente de un ataque argentino y que los británicos intentaban desactivar - AP

IGNACIO MONTES DE OCA - @nachomdeo -

Máximo Nicoletti era el «buzo experto» de los Montoneros, la guerrilla peronista nacida en los años 70. Había ganado ese apodo el 1 de noviembre de 1974, por haber hundido un destructor argentino en el puerto militar de Puerto Belgrano. Había colocado explosivos bajo la línea de flotación de la nave luego de burlar las defensas de la base, cruzándolas bajo el agua. El «experto» se jactaba (sin otra prueba que su insistencia en contar una y otra vez la misma historia) de ser hijo de uno de los comandos submarinos de Mussolini que hundieron al HMS Valiant y al HMS Queen Elizabeth en el puerto de Alejandría el 3 de diciembre de 1941.

El 2 de abril de 1982, el gobierno militar argentino decidió dar un golpe de efecto ante un panorama político y económico interno que se tornaba insostenible. A pesar de la represión brutal, la sociedad ya comenzaba a salir a las calles para manifestar su fastidio por las consecuencias funestas que había traído la llegada de los militares al poder. Y el desembarco y recuperación de las islas Malvinas, un afán que unía a los argentinos sin diferencias ideológicas y de clase, fue una jugada arriesgada para prolongar a un régimen en agonía.

Aunque los cálculos de los estrategas argentinos presagiaban lo contrario, Gran Bretaña reaccionó con furia y alistó la mayor fuerza naval que había organizado desde la Segunda Guerra Mundial para recuperar las islas. Margaret Thatcher, primera ministra de ese país, vio también en un conflicto en Malvinas la solución para remontar el abismo de impopularidad en el que estaba cayendo.

Cuando comenzaron los primeros combates, el director del Servicio de Inteligencia Naval, el almirante Eduardo Morris Gerling, ordenó convocar a Nicoletti.

Nicoletti había sido capturado por los militares argentinos en 1977 junto a su compadre, el también montonero Nelson Latorre, alias «el pelado Diego». Tardaron poco en cambiar de bando, justo antes de entrar en las tremendas sesiones de tortura que les esperaba a los enemigos de la dictadura. La conversión del «buzo experto» fue sincera y fanática. Viajó a Venezuela para infiltrarse entre los exiliados argentinos, pero tuvo que volverse cuando descubrieron que era un topo al servicio de los militares.

Apenas llegó a Buenos Aires, «el experto» fue comisionado como parte de la «Operación Algeciras». Como había hecho Nicoletti con el buque de su propio país ocho años antes, deberían penetrar las defensas de la base de Gibraltar y hacer estallar una nave militar. Latorre se unió al grupo junto con su amigo. Y con ellos, se sumó otro exguerrillero del cual hoy se sabe solo su apodo: «el marciano». En caso de ser capturados, dirían que eran parte de un comando Montoneros que había decidido actuar patrióticamente y por su cuenta contra el enemigo británico.

25 kilogramos de explosivos en una maleta

El grupo partió a París el 22 de abril de 1982 escoltado por el capitán de navío, Héctor Rosales, encargado de vigilar al grupo y servir de enlace con los militares. Desde París, los ex Montoneros atravesaron la frontera e hicieron el camino por carretera a Málaga en dos autos alquilados. Rosales fue por su parte a la embajada argentina en Madrid para recoger una maleta con dos minas italianas cargadas con 25 kilogramos de explosivos, diseñadas para adherirse al casco de un buque. El cargamento había llegado horas antes por medio de una maleta diplomática enviada desde Buenos Aires.

Finalmente, el grupo se reunió en una casa rentada en Estepona, a unos 18 kilómetros de Gilbraltar. Un teléfono en una casa habitada por dos jubilados en Buenos Aires, era el enlace para recibir instrucciones y reportar novedades.

La «Operación Algeciras» tenía, sin embargo, algunos problemas de improvisación. El grupo tuvo que ir a una tienda de El Corte Inglés para comprar un bote de goma y mapas turísticos de la zona de Gibraltar, ya que no tenían planos actualizados para planificar el ataque.

Aquellos turistas argentinos no podían ser menos indiscretos. Cuatro hombres solos que se empeñaban en salir cada día a pasear con un barco frente a la rada del puerto británico en Gibraltar en tiempo de guerra no podían dejar de llamar la atención. Aunque decían ser pescadores, no hacían otra cosa que observar el puerto militar con sus prismáticos en lugar de estar atentos a que las boyas atadas a sus tanzas mostrasen alguna actividad.

El objetivo: la fragata «HMS Ariadne»

Tras unos días vigilando la base, detectaron solo un objetivo de valor estratégico. Era la fragata «HMS Ariadne», que entraba y salía del puerto en intervalos irregulares. Nicoletti estaba ansioso y llamó a Buenos Aires para pedir permiso para volar un viejo remolcador al que le resultaba fácil llegar. Le negaron la autorización y le pidieron que tuviera paciencia. El 3 de mayo llegó la orden de pasar a la acción y en base a las observaciones del grupo, se fijó el 16 de mayo por la noche como el momento para ejecutar la «Operación Algeciras».

Pero el día anterior, todo el plan se vino a pique. El oficial Rosales fue a renovar el alquiler de los coches en previsión de una fuga apresurada. El empleado de la oficina que lo entendió le pidió que lo esperara, solo para darle tiempo a la policía para que llegara al lugar. El marino, al verse atrapado, solo atinó a decirle al oficial a cargo de la captura: «Soy el capitán Fernández de la Armada Argentina y estoy en una misión secreta. Desde este momento me considero su prisionero, no diré una palabra más».

La policía llegó un rato después a la casa de Estepona y detuvo al resto del grupo. En el primer interrogatorio, no lograron que los argentinos confesaran el origen y propósito de los explosivos que estaban en la casa. Una vez en la central de la policía en Málaga, confesaron sus identidades y el objetivo de su presencia en España.

Antes de que llegara la tarde, el presidente Leopoldo Calvo Sotelo (que por casualidad estaba cerca de Málaga) fue informado de la captura. Por orden del mandatario, se los subió a un avión que había usado el primer ministro y llevados a Madrid. Desde a allí y siempre bajo la custodia del servicio secreto hispano, fueron subidos antes que terminara el día en un vuelo que los depositó sin escalas en Buenos Aires.

Inteligencia británica

Para la historia oficial, la captura del comando argentino fue una cuestión de suerte. Según esa versión, la policía estaba detrás de la pista de un grupo de estafadores uruguayos que causaban estragos en las tiendas locales. Los argentinos que se mostraban con grandes cantidades de dólares en efectivo, llamaron la atención de inmediato. Incluso para quien vive en el Rio de la Plata, resulta difícil distinguir entre un porteño y un uruguayo. Las actividades inusuales de los argentinos despertaron las sospechas de los informantes de la policía y de allí hubo poco trecho para que se produjera el arresto.

Hay otros que creen que el cuento de los uruguayos es una excusa para ocultar laacción de la inteligencia británica, que los habría detectado cuando presentaron sus pasaportes en la escala que hicieron en París. Aquellos documentos falsos, confeccionados por Víctor Basterra, un prisionero del campo de concentración de la Escuela de Mecánica de la Armada en Buenos Aires, eran buenos, pero no lo suficiente como para confundir a los agentes galos. Al menos esa versión es razonable para explicar cómo fue que la «Operación Algeciras» fue arruinada el día anterior a lograr su objetivo.

Como fuera, aquel grupo de prisioneros argentinos era una verdadera contrariedad para el gobierno español. La guerra en Malvinas había exacerbado el ánimo de los sectores nacionalistas locales, para quienes las Malvinas y Gibraltar eran símbolos similares de la política colonial británica. Subirlos a un vuelo sin escala de regreso y el silencio oficial sobre el suceso, fue un modo elegante de sacarse el problema de encima.

Resta imaginarse qué hubiera sucedido de haber tenido éxito la «Operación Algeciras». Un buque de guerra británico hundido en aguas europeas por un comando formado por hombres que apenas unos años antes estaban matándose entre sí. Y todo ello logrado con mapas comprados en una tienda comercial, con pasaportes hechos por un preso de un campo de concentración y frente a las narices de una potencia que ocupa el último enclave colonial en Europa. Hubiera resultado un argumento que pocos novelistas se hubieran atrevido a usar, bajo riesgo de ser acusados de exceso de fantasía.

miércoles, 23 de abril de 2014

Asalto a la casa del gobernador Hunt: El relato del TFTE García Quiroga

Un excelente tipo y ademas....un héroe!
Teniente de Fragata BT Diego Fernando García Quiroga. Herido en combate.



Me pegué a Giachino. Él me ordenó: -"Háblele." Hice una bocina con mis manos y con toda mi voz grité el mensaje: "Mr. Hunt, somos marines argentinos, la isla está tomada, los vehículos anfibios han desembarcado y vienen hacia aquí, hemos cortado su teléfono y le rogamos que salga de la casa solo, desarmado y con las manos sobre la cabeza, a fin de prevenir mayores desgracias. Le aseguro que su rango y dignidad, así como la de toda su familia serán debidamente respetados."

No hubo respuesta. A una señal de Giachino, repetí el mensaje. No hubo respuesta. "Tírele un granadazo", me dijo y tiré una granada que explotó en el jardín. Una voz contestó: "Mr. Hunt is going to get out..." (Mr.Hunt va a salir).

Esperamos 2 minutos y el Capitán Giachino me dijo molesto: -"¡Apúrelos, c...!" Repetí el mensaje y esta vez contestaron con ráfagas y con voces que decían: "Don't go Mr. Hunt."(No vaya Mr.Hunt)

El tiroteo se generalizó, y de pronto vi a los Cabos Flores, Alegre y Ledesma como cubiertos por una sábana color naranja. De inmediato comprendí que eran proyectiles trazantes que se originaban en el pueblo. Nos disparaban a través de la cancha de fútbol.

Nos tiramos al suelo con el Capitán Giachino y comenté: -"Jefe, si no entramos nos cocinan". Él me miró y me dijo: "sí, hay que entrar". Mientras lo decía, saltó una pequeña verja y llegó hasta la puerta. Atrás de él siguió el Suboficial Cardillo y luego los Cabos Flores, Ledesma y yo, pero no recuerdo en qué orden.

Derribada la puerta, nos enfrentamos a un pasillo largo y sin salida, salvo por una puerta lateral cercana a la entrada y que se hallaba cerrada. Cardillo trató de derribarla de una patada pero lo único que logró fue resentirse el pie, ante lo cual el Capitán Giachino rompió el vidrio con una granada y la abrió mediante el picaporte. Esta puerta daba a una especie de sala aparentemente sin puertas, aunque luego los tres hombres que quedaron en la casa descubrieron en un rincón de la habitación, una escalera que comunicaba con los altos.

A partir de este momento recuerdo todo como si fuera una película en cámara lenta: Giachino se dio vuelta y dijo -Por aquí no, hay que pegar la vuelta-. Salió con una granada en la mano (la que usó para romper el vidrio). Atrás de él, casi pegado, salí yo. Lo veía un poco más adelante, a mi derecha. Giró de pronto, como cayéndose. Gritó: -"Me dieron, Cristina, me dieron".

En ese instante sentí que me arrancaban el brazo. Fue como un hachazo, luego un empujón leve, indoloro y un fuego en el abdomen. Pensé en hablar, no sé qué dije, llamé a mi mujer y me caí contra un pequeño cobertizo contra el que se incrustaban las balas. Vi el cielo, creí que me moría y pensé: ¿será así?

El tiroteo seguía. A mi lado, mi Jefe de patrulla gemía, despacio. Me pregunté si él también moriría. Me desabroché la parka. No sentía mi brazo herido, solamente un fuerte dolor que lo anulaba. Quise moverme. Grité. Grité porque me dolía mucho y porque quería escucharme vivo. Me di cuenta de que Giachino llamaba al enfermero y empecé yo también a llamarlo a gritos, mientras me soltaba el cinto y me aflojaba el pañuelo del cuello. No dejamos de llamarlo hasta que escuchamos su grito de respuesta, informando que no podía, lo habían alcanzado también.

Esperé, consciente de un dolor que crecía en mi espalda. Sentía que algo se movía detrás mío, sobre mi cabeza y alcancé a ver a un grupo de gansos, lo que aumentó mi angustia al imaginar la posibilidad de que picotearan en mis heridas, de las que no alcanzaba a ver ninguna. De a ratos arreciaba el tiroteo y yo bajaba una pierna que tenía encogida para aliviar el dolor, consciente de que otro balazo sería demasiado.

Aparentemente (y como comprobé luego por declaraciones del Suboficial Cardillo) empecé a hablar en inglés, porque uno de los ingleses que nos había baleado me gritó que ordenase a los nuestros un alto el fuego y ellos mandarían al médico. Le contesté que no tenía aliento suficiente para gritar.

De pronto el Capitán Giachino me dijo: -"Pibe, ojo por si me desmayo, que tengo en la mano una granada sin seguro". Yo le pedí: -"Tírela, por Dios". Y él me contestó que no podía. Algo deben haber entendido los ingleses porque el que me hablaba me dijo que aquél de nosotros que tenía una granada la soltara. Al explicarle que no tenía seguro, él me dijo: -"que la ate y la deje al costado porque si no lo hace disparo. Voy a contar hasta cinco". Traduje ésto lo más rápido posible y el Capitán Giachino tomó vueltas a la granada con la correa de sus binoculares, la colocó en el suelo y giró para alejarse. Al girar, vi que tenía la espalda llena de sangre.

El resto de ese período que duró tres horas fue de una lenta espera por un helicóptero, cuyo ruido escuchamos más de una vez pero que nunca cruzó nuestro cielo. Yo escuchaba al radioperador de la casa (un inglés) pero acabé por no entender nada de lo que decía. Lloviznaba y pensé qué efecto tendría la lluvia en nuestras caras manchadas.

De pronto escuché un grito: -"Pedro, soy yo, Tito". Escuché que el Capitán Giachino contestaba: "Tito, apurate que no llego". Alguien se acercaba. Vi de pronto ante mí la cara del Almirante Büsser que me hablaba. Le dije: "El brazo no. Tengo un balazo". Vi al Suboficial Cardillo y al Cabo Ledesma que se apresuró a inyectarme. Un Marine rubio me cubría con una manta (¿Por qué? -pensaba yo- si no tengo frío). Alcancé a ver un jeep. Lo alzaban a Giachino. "Llegamos, Jefe", creí decirle.

Me alzaron. Me metieron en un jeep. De nuevo el dolor. Una camilla. Los techos del hospital de Malvinas y dos médicos que me tijereteaban toda la ropa, haciendo caso omiso de mis quejas. Me decían: "You're through, baby"(eres fuerte).

Luego el helicóptero. Ya todas son caras, algunas conocidas, otras no. El Rompehielos. La enfermería y más morfina. Comienza una sensación de asfixia que no me abandonará hasta el continente. Vuelvo a Malvinas y obtengo un pantallazo de los Buzos Tácticos con mi Comandante al ser subida mi camilla al avión. Quiero dormir.

Durante el trayecto, un hombre al que le debo la vida, me golpea constantemente la cara y me repite, a sabiendas de mi apellido: "Rodríguez, no te duermas". Llegamos a Comodoro Rivadavia, ciudad que conozco desde mi infancia. Me recibe el doctor Zeballos, del Ejército Argentino. Me pregunta cómo estoy. ¿Qué puedo contestarle? Tuve la suerte de estar allí, con un grupo de valientes y probablemente tenga la suerte de vivir para contarlo. "Estoy feliz"."

jueves, 20 de febrero de 2014

El rescate del Oto Melara hundido


Malvinas: historia de un cañón rescatado del mar

Fue cerca de Darwin. Los ingleses hundieron un guardacostas que llevaba dos cañones. Pero dos oficiales volvieron para rescatar las piezas de uno, lo rearmaron y lo usaron en el final de la guerra.

No conocía el mar. Y aún hoy, veintiún años después, cuando recuerda la zambullida en las aguas heladas que rodean las islas, la memoria no le acerca el cuchillo glacial de las aguas, ni siquiera el otro filo, el del miedo, sino el olor inhóspito del yodo y el sabor urgente de la sal.
A las ocho y media de la mañana del 20 de mayo de 1982, en plena guerra, el flamante subteniente José Eduardo Navarro, un correntino de 21 años nacido en Monte Caseros, egresado del Colegio Militar apenas cinco meses antes de la guerra, que no imaginaba una inmensidad tal de agua que no fuese dulce, braceaba por su vida para alcanzar la franja de tierra gomosa de un islote cercano a Darwin. Viajaba en el guardacostas "Río Iguazú" de la Prefectura Naval, que había sido herido de muerte por dos aviones Harrier ingleses.


Suboficial Ibañez, de PNA, que derribó un Sea Harrier

-Nos habían ordenado llevar dos cañones Otto Melara a Darwin para dar apoyo a la fuerza de tareas que integraban el Regimiento de Infantería 12 y la Compañía C del Regimiento 25. Cuando fuimos a cargar los dos cañones en el guardacostas 'Río Iguazú' nos dimos cuenta de que no entraban. Junto a dos suboficiales y a los soldados de mi batería de tiro, tuvimos que desarmarlos y cargarlos por piezas en el buque. La partida, prevista para las doce de la noche, se demoró cuatro horas.
La demora fue fatal. El hoy teniente coronel Navarro, que entonces era oficial del Grupo de Artillería de Aerotransportado 4, recuerda que el capitán del guardacostas le anticipó la pesadilla con la fidelidad de un oráculo: demorarían ocho horas, navegarían buena parte del viaje de día; los ingleses disparaban contra todo lo que se movía de día.

 -A las nueve de la mañana sonó la alarma de ataque aéreo en el barco y diez minutos después hubo una explosión tremenda, se apagaron las luces y el puente de mando se llenó de humo. Dieron la orden de abandonar el barco y yo caminé hacia la proa, miré a mi alrededor y vi que la mayor parte de los hombres nadaban hacia la costa, que estaría a unos treinta metros. Lo otro que vi fue que uno de los Harrier volvía para hacer una segunda pasada y para ametrallar el buque a lo ancho: me tiré al agua con el resto de mis hombres y llegamos a tierra firme, que no era tan firme, era un islote de no más de tres mil metros de diámetro.

El "Río Iguazú" no había muerto sin pelear. Sus artilleros dispararon contra los Harrier. Uno de ellos murió al pie de su ametralladora y un maquinista apartó el cadáver de su camarada, empuñó el arma y derribó a uno de los dos aviones ingleses. En tierra, Navarro y sus hombres empezaban a creer en milagros.

-A mis soldados no les había pasado nada. Pero teníamos dos heridos graves de Prefectura. Uno de mis hombres, el soldado Roberto González, se me acercó para decirme que le dolía la garganta. Le miro el cuello y veo que tenía un agujero del que salía sangre. Intenté abrirle la campera pero no pude: una esquirla de cuatro centímetros había quedado frenada por el cierre metálico y apenas lo había lastimado: unos centímetros más... Cuando conté a mis hombres noté que faltaba uno. Era el soldado Rodolfo Sulín: se había tirado otra vez al agua, nadó hasta el buque, lanzó desde la parte superior dos balsas salvavidas, las cargó con alimentos, ropa seca y remedios y volvió al islote. Eso hizo que nuestra gente no muriera de frío.


Un helicóptero los rescató a las cinco de la tarde y los llevó a Darwin. Pero al día siguiente Navarro volvió al "Río Iguazú". No iba solo. Lo acompañó su camarada, el subteniente Juan José Gómez Centurión. Se habían propuesto un imposible: rescatar al menos uno de los cañones desarmados, llevarlo a Darwin, armarlo... y que funcionara. Había una dificultad y una ventaja: las piezas de artillería estaban semihundidas en la bodega del "Río Iguazú". Pero Gómez Centurión era buzo.

Nos pasamos todo el día en el agua. Gómez Centurión se sumergía y me alcanzaba las piezas que encontraba y que cargábamos en un bote. Cuando terminamos dijimos: 'Que Dios nos ayude' Un helicóptero nos recogió y nos llevó a Darwin. Cuando descubrimos que teníamos un Otto Melara completo no lo podíamos creer.

Cuando el ataque inglés a Darwin y a Pradera del Ganso, el cañón rescatado del mar y hasta las coheteras de los inutilizados aviones Pucará que fueron montadas en un tractor requisado, se usaron para re trasar el avance británico, hasta la rendición del 29 de mayo. Navarro fue prisionero y en un buque inglés se enteró de la rendición de Puerto Argentino, el 14 de junio. Fue devuelto a las islas, también prisionero, con un grupo de camaradas que se llamó a sí mismo "Los doce del patíbulo". Pero esa es otra historia.

Clarín