Las Malvinas, los isleños y los ex combatientes: crónica íntima desde un campo minado con heridas todavía abiertas
En su libro “Los Días Salvajes”, Marcelo Larraquy reconstruye sus diálogos en las Malvinas con isleños que nacieron después de 1982, pero que la guerra les dejó impregnada su marca, sus miedos y resentimientos. Los recuerdos y reflexiones de los ex soldados argentinos desde sus pozos de combate y la búsqueda de rastros para reconstruir la memoria"¿Y
todavía seguís pensando que las Malvinas son argentinas?", me
preguntó un isleño. "La tierra es nuestra, pero vos naciste acá,
también tenés tus derechos. Somos hermanos que no nos conocimos", le
respondí (EFE)
En 2012 acompañé la visita de ex soldados a las Malvinas. Era un grupo que volvía a las islas después de treinta años de la guerra contra Gran Bretaña.
Nos hospedamos en una casona muy confortable de la avenida Ross,
algunas cuadras alejadas hacia el este del casco urbano, frente a la
bahía. Creo que éramos alrededor de quince o veinte. La mayoría de
ellos había servido en la Compañía A del Regimiento 7 de Infantería
Mecanizada de La Plata.
Me acuerdo de
que el primer día desayunamos en forma abundante dulces, yogures, pan
casero, en una mesa larga, y luego salimos a recorrer las laderas de
Wireless Ridge, a dos kilómetros de la residencia de gobierno. El lugar estaba debajo del monte Longdon, donde en la madrugada del 12 y 13 de junio de 1982 se definió la batalla.
La
ladera era un territorio abierto con un declive no muy pronunciado.
Apenas empezaban a caminarla, los ex soldados se detenían a buscar
referencias que les permitieran ubicar el que había sido su lugar de
combate, los restos del pozo que habían cavado para esperar la guerra. Los impactos de las bombas, como una mancha negra sobre la tierra, cráteres anchos, de más de un metro, se veían con nitidez.
Los
pozos eran más difíciles de encontrar, pero una vez localizados,
removiendo un poco la tierra, emergían algunos pertrechos de entonces: pilas grandes con las que escuchaban radio, algunos restos de pilotines verdes, hierros oxidados, latas de gaseosas achatadas.
Me acuerdo de que en la revisión de la ladera un ex soldado buscaba
con su hijo las cartas que había enterrado en una bolsa de plástico,
cerca de su pozo, y ahora no podía encontrarlas. El pozo rememoraba la
lluvia, la posición anegada por el agua, las bengalas, los bombardeos.
El
primer bombardeo lo vivieron el 1° de mayo, con los Sea Harriers que
cruzaron el cielo de la ladera en dirección al aeródromo y descargaron
sus bombas. Alfredo Rubio, ex soldado, recordaba el paso de los
aviones: “El bombardeo nos tomó por sorpresa. Yo no tenía experiencia militar que me preparara para esa situación.
Los bombardeos llegaban desde fragatas y aviones. Cuando había
bombardeo, se corría un alerta roja y cada uno trataba de buscar algún
refugio para protegerse”.
El
25 de mayo de 1982, los 42 hombres del Equipo de Combate "Güemes"
formaba para celebrar la Revolución de Mayo en un paraje de las Islas
Malvinas durante el conflicto bélico
La Compañía A había padecido
su propia tragedia poco antes de que las tropas terrestres británicas
se asomaran por la cresta del monte Longdon. Cuatro soldados conscriptos
perdieron la vida cuando una mina antitanque detonó sobre el bote de
goma en el que remaban, en el río Murrell.
Del
otro lado del río había una casa vacía. Sus habitantes habían sido
trasladados a Puerto Argentino y algunos soldados solían entrar en
busca de la comida que había quedado almacenada. El bote les permitía
acortar las distancias y volver rápido a sus posiciones de combate.
Marcelo Postogna tenía un recuerdo vivo de la noche de la tragedia: “Unos
días antes vino un grupo de ingenieros y minaron toda la zona para
evitar un posible desembarco inglés. Esto activó una mina antitanque. Y
fallecieron cuatro. Manuel Zelarrayán, Carlos Hornos, Pedro
Vojkovic y Alejandro Vargas, que es el único que identificamos. Fue muy
doloroso ir a buscar a nuestros compañeros, y buscarlos por partes”.
Hasta
ese momento, Alejandro Vargas era el único del grupo que tenía la
tumba con su nombre. Los restos de Zelarrayán, Hornos y Vojkovic fueron
reconocidos luego de treinta y seis años en los que permanecieron como
“soldado argentino sólo conocido por Dios”.
Aquel primer día en las Malvinas, a la tarde, fuimos al cementerio de Darwin para rendir homenaje a los caídos. “Este
viaje es una procesión que uno trae, que lleva dentro de uno, es algo
que nos realimenta y nos ubica en el tiempo y espacio, y nos construye
como persona”, decía Postogna.
Para mí, todo era nuevo.
Lo primero que se me había revelado en el viaje era que en las Malvinas había gente.
Siempre había entendido las islas como un territorio despojado, pero
nunca había pensado en los isleños, que fueron viviendo y muriendo en
esas tierras a lo largo de varias generaciones.
En
el desembarco de San Carlos, las bajas de las fuerzas británicas se
estimaron en más de diez y cuatro helicópteros fueron anulados: dos
destruidos y dos averiados (Imperial War Museum) Por la noche salimos a recorrer las calles y entramos en un bar, creo que era Deano’s Bar, pero podría ser otro. Nosotros éramos bastantes y, no sé por qué, en el primer impacto no se generó una buena atmósfera.
Apenas comenzábamos a ubicarnos, alguien recomendó que lo mejor
sería que nos fuéramos. No sé si hubo algún comentario o una mirada
que se estiró demasiado, pero la guerra había dejado una marca, una sensibilidad, que no admitía malos entendidos.
A
esa hora todavía no habíamos comido y de casualidad encontramos una
pizzería a punto de cerrar que atendía un inmigrante chileno. Logramos
encargarle algunas cajas. Retengo una imagen de ese momento: los ex soldados en el cordón de la vereda comiendo pizza en la noche de Malvinas.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, la dueña de casa, Arlette, nos presentó a un policía que se había acercado para establecer contacto con el grupo de ex soldados.
No recuerdo si la conversación tenía que ver con el hecho de que se
habían sentado en el cordón de la vereda o si acaso la visita era por
la bandera argentina que había sido exhibida en el cementerio, creo que
para una foto. Supongo que la policía local habría evaluado esos dos
hechos como “conflictivos”, para decirlo de algún modo, y nos lo
hicieron notar.
En ese momento advertí que el grupo era objeto de una vigilancia imperceptible, aunque no estaba en el ánimo de ninguno generar conflictos.
El
día siguiente también fue largo. Fuimos hasta el estrecho San Carlos,
que separa la isla Soledad de la Gran Malvina, donde los ingleses
desembarcaron sus tropas terrestres. El área estaba escasamente
protegida. Sólo había cuarenta soldados argentinos para dar aviso
temprano. Era la opción menos probable para la Argentina, porque
consideraba que San Carlos estaba demasiado alejado de Puerto Argentino.
La
logística de guerra británica ocupó el estrecho: destructores,
fragatas, buques de asalto, que dieron sostén al desembarco el 21 de
mayo de 1982. En la bahía del estrecho encontré al ex soldado Víctor
Hugo Romero, que había combatido en San Carlos. “Cuando llegamos había
un regimiento de Corrientes -recordaba-. Teníamos muy pocas
municiones. Esperábamos que tiraran ellos, cambiábamos de posiciones,
pero luego no teníamos dónde replegarnos. Nos rodearon, no había
forma de salir. Enfrente estaban los ingleses y de espaldas teníamos el
agua. La noche de la rendición la pasamos en
un galpón, un esquiladero de ovejas, y a la mañana hubo cese de fuego,
entregamos las armas y nos tuvieron prisioneros”.
La
resistencia argentina se nutría de un teniente, dos subtenientes y 64
soldados del Regimiento de Infantería 25: eran tiradores más un equipo
de apoyo con tan solo 45 días de adiestramiento militar (Imperial War
Museum) Fui con Romero hasta el
galpón. Se mantenía exactamente igual que hacía treinta años. Quizá
todo estuviera como entonces, y el único cambio se había producido en
una pequeña casa, convertida en un museo, que conservaba objetos de guerra.
Después
del desembarco en 1982 hubo cuatro días de intensa descarga de fuego
argentino que puso en peligro la marcha terrestre británica, sobre todo
por la pérdida logística asentada en el estrecho, que los dejaba sin
respaldo para los cien kilómetros que debían recorrer hasta Puerto
Argentino.
Su próximo objetivo fue la posición
argentina en Puerto Darwin y Pradera del Ganso, distantes cinco
kilómetros entre sí. En esa guarnición se resguardaban algunos
aviones Pucará. En los caseríos se produjo una larga batalla
terrestre. Murieron 47 argentinos y 17 británicos, entre ellos el jefe
de Segundo Batallón de Paracaidistas (Para 2), el teniente coronel
Herbert “H” Jones, en un hecho todavía controversial, tras un aparente
“cese de fuego”.
Fue un enfrentamiento infernal, de treinta y seis horas que dieron muestra del heroísmo de la resistencia argentina.
El dominio de Darwin y Pradera del Ganso fue clave para el enemigo: las
tropas británicas se aseguraron la retaguardia y, con la protección
aérea y naval, continuaron el recorrido hacia Puerto Argentino.
Ese
mediodía fuimos a almorzar a un pequeño restaurante de Pradera del
Ganso. Advertí la tensión en el local apenas nos sentamos para comer
el plato del día. Todos nuestros gestos y movimientos fueron sobrios y
cuidados. Después supe que el restaurante lo atendía la misma familia que había sido detenida en 1982 por el mando argentino. Y si bien estaban acostumbrados a recibir ex soldados, el recuerdo traumático permanecía vigente.
Me
acuerdo que en los días que siguieron busqué isleños para conocer
sus experiencias durante la detención y pude dar con una chica que
recogió los relatos de su familia. Ella había nacido en 1987. Se
llamaba Teslyn Barkman. Conversamos en la redacción del semanario Penguin News,
que dirigía John Fowler, y donde trabajaban otras dos personas. Teslyn
me contó que sus padres, durante la detención, dormían en colchones,
en una sala amplia con un único baño, junto a otros granjeros de
lugar.
Entierro soldados argentinos de la Pradera del Ganso Teslyn
formaba parte de un servicio militar voluntario -Falkland Islands
Defense Force-, porque quería prepararse para estar en la primera
línea de la guerra “en caso de un nuevo ataque”. Me sorprendió su
dureza, que contrastaba con su sensibilidad como artista. Creo que era
pintora. Teslyn, desde siempre, había estado molesta con el reclamo argentino por la soberanía sobre las islas.
“Éste
es mi lugar -me explicó-, yo nací acá y no creo que deba pedir
disculpas por eso. Como en la Argentina, muchas personas llegaron de
otras partes como inmigrantes y ahora la consideran su hogar, lo mismo
sucede para los isleños. Y aunque tengo ciudadanía británica, me
considero una simple isleña. No pueden quitarnos nuestro hogar ni intentar hacernos perder la identidad”.
Este tipo de encuentros y otros posteriores me hicieron entender que para los isleños la guerra no había terminado, y todavía conservaban cicatrices y resentimientos.
Habían vivido la invasión, porque para ellos fue una invasión. Como
si la Segunda Guerra Mundial se hubiera desatado en su propio pueblo.
Una dimensión del conflicto que yo no había pensado y que era
necesario abordar para entender su complejidad.
Aun
con su dureza, podía entender la posición de Teslyn y me sentí más
cercano a sus palabras que a las sensaciones que tuve cuando visité la
residencia del gobernador inglés, para un cóctel. Ese lugar lo sentí
completamente ajeno. Ahí sí sentí que nuestra tierra había sido
despojada.
Pero, en el trato personal a los
isleños, lo percibía diferente. Recuerdo el contacto con un grupo de
jóvenes a la salida de un bar, cuando uno de ellos empezó a insultar
por nuestra presencia. Después me explicaron que durante los meses
de marzo y abril los isleños son muy sensibles a la llegada que
consideran “masiva” de ex soldados y familiares desde el continente.
La
batalla en Pradera del Ganso. Fue la primera batalla terrestre que
libraron ambos contendientes luego de que las fuerzas británicas
desembarcadas consolidaran su cabecera de playa en San Carlos
(Ejército Argentino) La cuestión
es que luego de ese incidente verbal, por así llamarlo, acordamos
conversar en el lobby de un hotel boutique ubicado frente a la bahía y
nos servimos té, casi como una forma de pacificar los ánimos. Ya era
de madrugada, y uno de los isleños me preguntó cuánto tiempo llevaba
en las islas.
- Dos semanas -respondí-.
- ¿Y todavía seguís pensando que las Malvinas son argentinas?
En
ese momento pensé en su cultura, en la forma en que se mueven, en sus
horarios, en que casi nunca hay gente en la calle, y respondí:
-La tierra es nuestra, pero vos naciste acá, también tenés tus derechos. Somos hermanos que no nos conocimos.
Sentía
que, de cualquier modo, aunque pensáramos diferente, aunque fuéramos
distintos, a nosotros nos correspondía seguir defendiendo el contacto.
La guerra de Malvinas había roto con cincuenta años de relación entre
argentinos del continente e isleños, y quizás ahora harían falta
otros cincuenta para restaurar la confianza.
La guerra en la cara
Después
de la tragedia de la mina antitanque en el río, la espera en los pozos
de la ladera de Wireless Rigde continuó con el asedio diario de
ataques aéreos y los cañoneos navales británicos. El radio de
observación de cada soldado desde su pozo era de cien metros,
doscientos como máximo. Ése era todo su universo durante la guerra.
Sabían que el enemigo había desembarcado, pero no sabían dónde. No
tenían mapas ni información. Padecían el hambre, la lluvia permanente
y, en muchos casos, el maltrato de sus superiores.
Así ocurrió hasta el 11 de junio.
"Los
días salvajes: Historias olvidadas de una década crucial 1971-1982" es
el libro número 11 de Marcelo Larraquy: fue editado en 2019 Durante
ese día, algunos soldados habían escuchado por radio la misa del papa
Juan Pablo II en la Basílica de Luján frente a cientos de miles de
feligreses. Pero, a la noche, monte Longdon se transformó en un
campo de batalla. El fuego naval, la artillería y los misiles
antitanque del enemigo se desplegaron sobre su cresta.
La acción masiva de la guerra estallaba en la cara de los soldados por primera vez en sus vidas. “La
guerra es un espectáculo visual muy fuerte -describió Postogna-.
Explosiones constantes, tiros, millones de balas cruzándose...”.
Cuando
les tocó a ellos entrar en acción, después de casi dos meses de
espera en el pozo, se revelaron las deficiencias del equipamiento
militar. A Juan Bratulich, abastecedor de mortero pesado de la
Compañía A del Regimiento 7, el combate le duró pocos disparos:
“Teníamos un observador adelantado que nos iba dando la información. A partir del quinto tiro, la placa base del mortero se fue hundiendo y no se pudo seguir disparando.
En ese momento empezó a caer la réplica del fuego enemigo, un fuego
muy intenso. Los ingleses tenían detectores de calor, sabían desde
dónde tirábamos. Entonces nos ordenan sacar los morteros y
replegarnos. Cuando estoy cumpliendo esa orden, me explota un proyectil
de 81 milímetros en la zona abdominal. Todo el mundo estaba ocupado en
ese momento. Pero mis compañeros me trasladaron detrás de una roca y
siguieron combatiendo. Me arrastré hasta la posición del jefe del
Regimiento. Me evaluaron, me bajaron de la ladera con una camilla. No
pensaba si iba a morir, pero estaba asustado por el contexto de la
situación”. Bratulich fue operado en la madrugada del 13 de junio en
Puerto Argentino y un avión lo trasladó a Comodoro Rivadavia ese mismo
día.
Juan Salvucci, del Regimiento 7, también
vio los fuegos desde ladera de Wireless Ridge: “Escuché el primer tiro
a menos de un kilómetro, vi los fuegos iniciales, se escuchaban los
gritos de locura y dolor, los de ellos, los nuestros. Me acuerdo que tenía una tableta de tranquilizantes y me la clavé toda. Me dije: ‘Bueno...’”.
Salvucci
había llegado a la guerra con su diploma de arquitecto, pero todavía
debía el servicio militar, y el Ejército lo convocó a los 26 años.
“Tiraba con un fusil liviano, con uno pesado, con una 9 milímetros. Llegué a envidiar al herido que se iba, mientras yo seguía. Envidiaba al chico que caía, porque yo seguía.
En el momento del repliegue, me cruzaba con fuego propio. Sabía que un
sargento venía tirando y me la iba a poner... A nadie le gusta
rendirse. Desnutrido, con veinticinco kilos menos, me hubiese gustado caer en combate.
Vinimos a la guerra con chicos de 18 años que recién salían de sus
casas y no sabían manejar un arma, sin experiencia; con militares que
estaban acostumbrados a que la hipótesis de conflicto era su propio
pueblo, no fronteras afuera. ¿No habíamos perdido antes de venir?”, se
preguntaba.
La
Batalla del Monte Longdon: las mantas cubren a los muertos de la
sección de misiles antitanque MILAN del Regimiento de Paracaidistas del
3er Batallón cerca de la cumbre occidental. La sección de tres hombres
sufrió un impacto directo de un cañón antitanque Czekalski de 105 mm
disparado por el cabo Manuel Adan Medina (Imperial War Museums) Las
tropas británicas tomaron el monte Longdon. La residencia del
gobernador ya les quedaba a tiro de artillería. Después hubo un
“tiempo muerto”, durante un día en el que casi no se cruzó fuego. El
enemigo se reagrupó, instaló puntos de observación, temía un
contraataque argentino. Pero la defensa de la ladera de Wireless Ridge
ya estaba debilitada. Muchos soldados advirtieron que sus tenientes y
sargentos habían abandonado sus posiciones y bajaron a Puerto Argentino
sin dar aviso.
En la noche del 13 de junio, todos los batallones británicos se lanzaron para definir la victoria en la guerra. Avanzaron con tanques de guerra para romper el fuego de las trincheras.
A
las dos de la madrugaba nevaba en la ladera. Había soldados argentinos
arrastrándose heridos, soldados que bajaban corriendo hacia el valle,
protegiéndose entre roca y roca, tratando de no cruzarse con el fuego
“amigo” de un FAL.
El cielo estaba cruzado de bengalas.
Alfredo Rubio recordaba las imágenes del final: “Cada
uno bajaba como podía. No hubo una organización, nadie que te dijera:
‘Andá para allá’. Era el Titanic que se estaba hundiendo...
Esa imagen, para mí, la tuve cuando pasé por una carpa redonda que
habíamos apodado ‘El Circo’. Tenía muchas provisiones. Estaba a cargo
de un capitán que manejaba la logística del regimiento, uno de los
oficiales que se hacía calzar los borceguíes por los soldados y les
negaba la comida. En el desbande, nos acercamos a la carpa que
recepcionaba los pedidos de ayuda y escuchamos las radios al rojo vivo:
‘Manden refuerzos... tenemos heridos’. Entramos, y estaba vacía, no
había nadie, con todos los micrófonos colgando. Ahí me dije: ‘Se acabó. Fuimos’”.
Ninguno de los ex soldados a los que consulté había visto a un general argentino en la batalla. Excepto Juan Salvucci.
Después
de la rendición del 14 de junio permaneció prisionero junto a Mario
Benjamín Menéndez en la bahía San Carlos, casi cuarenta y cinco
días. Nunca entendió por qué, dado que él era un conscripto y
Menéndez había sido el gobernador de las islas. Pero estuvieron
juntos. Tuvo oportunidad de hablarle.
“Yo fui
muy crítico con la conducción de la guerra y Menéndez me respondió:
‘Soldado, usted necesita apoyo psicológico, usted está mal...’. Le
dije: ‘Y cómo no voy a estar mal si estuve combatiendo, vi la realidad.
Usted estuvo en una casa, yo estuve en una guerra. La guerra no fue su realidad’”.
Marcelo
Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es “La
Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”. Ed. Sudamericana www.marcelolarraquy.com