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viernes, 6 de septiembre de 2024

El promontorio Güemes desde el estrecho



San Carlos. El reflejo del sol apunta al promontorio Güemes.

Vista desde la popa del HMS Fearless (L10), del promontorio Güemes (en inglés: Fanning Head).
Es un promontorio de 200 metros situado en el noroeste de la isla Soledad en las Islas Malvinas, en la entrada a la bahía San Carlos, en el norte del estrecho de San Carlos..
Desembarco británico en la Isla Soledad y combates subsiguientes (21 de mayo de 1982).
Durante la guerra de las Malvinas había una posición argentina custodiando la elevación, que era denominada "Altura 234" (Equipo de Combate Güemes)

viernes, 22 de mayo de 2020

San Carlos: El desempeño heroico del Equipo de Combate Güemes

Malvinas: el estremecedor relato de dos héroes argentinos que resistieron el desembarco en San Carlos

La madrugada del 21 de mayo de 1982 las tropas británicas ingresaban en el estrecho de San Carlos. Allí, un Equipo de Combate de más de 60 hombres enfrentó el desembarco masivo con heroísmo y bravura. La historia de los festejos de sapucai y los 21 días de marcha de la sección “Gato”

Por Milton Del Moral || Infobae



Carlos Daniel Esteban nunca había sentido nada parecido. No recuerda exactamente cuánto le duró el efecto. Sabe que nunca, antes y después de ese viernes, había experimentado un impulso así. Estaba en el puesto de comando hablando por radio con el comandante de la III Brigada de Infantería, el general Parada, emplazado en Puerto Argentino y describiendo lo que veían sus ojos. La bruma se había disipado y el 21 de mayo de 1982 amanecía intrépido. Los nervios lo invadían, no lo dominaban. La comunicación, serena y pormenorizada, retrató lo que estaba por suceder: el desembarco masivo de las tropas británicas en las Islas Malvinas.

Eran las ocho de la mañana en el Atlántico Sur. Uno de los soldados observadores bajó corriendo de los sitios de altura, agarró una caja de fósforos marca Fragata y le juró que acababa de ver uno igual, pero real, ingresando por el estrecho de San Carlos. El por entonces teniente primero a cargo del Equipo de Combate Güemes tomó los binoculares, al soldado Gabriel Massei y se dirigió a su puesto de observación. Comprobó que el Canberra era algo más majestuoso que el navío que decora la caja de fósforos y que aquello para lo que se habían preparado era inminente.


En el desembarco de San Carlos, las bajas de las fuerzas británicas se estimaron en más de diez y cuatro helicópteros fueron anulados: dos destruidos y dos averiados

“Cada uno exterioriza lo que le pasa a su forma. Cuando estaba hablando con el comandante tenía una pierna que se me movía y no podía controlar. Massei y yo éramos los únicos que habíamos visto la magnitud de lo que se venía. Nunca me pasó que una parte del cuerpo me temblara así. Era una sensación muy extraña, como si me hubiese agarrado Parkinson en una pierna”, relató. Luego, aprendió que ese estremecimiento es habitual, pasajero y se denomina “pata de conejo”. Su cuerpo había somatizado la agitación y el miedo del instante más trascendente de su carrera militar.

El teniente primero lo describe como una escena de película. “Una mini Normandía”, graficó. La niebla que se retiraba dejaba entrever la ofensiva británica, 49 días después del arribo de las tropas argentinas a las islas. Había destructores, fragatas, más de catorce buques, decenas de helicópteros, lanchones desplegándose y en el medio la silueta imponente del Canberra. La relación de fuerzas era ampliamente desfavorable: una flota de 6.000 hombres contra una modesta compañía de 42 combatientes.

 
Carlos Daniel Esteban fue condecorado con la medalla de "La Nación Argentina al Valor en Combate" por "ejecutar al frente de una fracción de su compañía acciones de combate ante enemigo con superioridad material, en la zona de San Carlos, al que ocasionó importantes bajas"

El 15 de mayo se habían desplazado hacia la Bahía de San Carlos, el estrecho marítimo que divide la Isla Gran Malvina de la Isla Soledad. Las tropas británicas ya habían consolidado un cerco aéreo y naval alrededor del archipiélago. Por la geografía natural del lugar y por las advertencias del equipo de inteligencia, las probabilidades de desembarco eran altas. La primera opción era el ataque directo frente al Puerto Argentino. “Pero finalmente decidieron atacar por líneas interiores -contó-. Nosotros teníamos protección natural con las alturas que nos rodeaban, pero sabíamos que nos podían atacar primero por ahí”.

La resistencia se nutría de un teniente, dos subtenientes y 64 soldados del Regimiento de Infantería 25: más de 40 provenían del sur de la provincia de Córdoba y un cuerpo de 20 infantes había nacido en Corrientes. Eran tiradores más un equipo de apoyo con tan solo 45 días de adiestramiento militar. Tenían el encargo de tres misiones en San Carlos: dar alerta temprana del desembarco, mantener bajo control la población kelper de la ciudad e impedir el acceso de buques enemigos por el estrecho.

“Lanzaron el desembarco sin haber hecho una exploración previa porque pensaban que allí no había nadie -interpretó el teniente primero-. Ese fue un pequeño triunfo nuestro. Habíamos aplicado medidas de velo y engaño: los isleños seguían arriando el ganado, las chimeneas humeaban y les habíamos sacado las radios a todos”.

 
Es mayo de 1982, apenas unos días antes del desembarco inglés en el estrecho de San Carlos. Una unidad de comandos de la Compañía 601, al mando del mayor Mario Castagneto, aborda un helicóptero para controlar los alrededores del estrecho. Uno de los comandos carga en su espalda un misil tierra-aire Blow Pipe con el que fueron derribados varios aviones y helicópteros ingleses (Eduardo Farré)

En efecto, los soldados argentinos les habían sustraído las 110 radios y los pocos vehículos a los habitantes. Habían asumido también el cargo en los puestos de control del agua y la electricidad para evitar sabotajes. Los británicos debían pisar las islas para traducir su poderío en tierra. “No hay ejemplos en la historia militar de una fuerza que haya triunfado en una zona insular sin tener superioridad marítima y aérea”, escribió el ex jefe del Ejército Argentino y veterano de la Guerra de Malvinas, Martín Balza. Esteban acredita esa apreciación: “Siempre tuve en claro desde el día en que desembarcamos que si le dábamos tiempo a llegar, entrábamos en guerra. Inglaterra no iba a permitir ese cachetazo. Estaba seguro de que si venían, la isla tarde o temprano caía, pero no se lo iba a decir a los soldados”.

Ese viernes bisagra, a las ocho de la mañana, a sus 28 años, con su hijo Santiago de seis meses en su casa y en su conciencia, el teniente primero estaba en la víspera de su bautismo de fuego. Al comandante en Puerto Argentino le recreó la ofensiva que avanzaba por la boca norte del estrecho y le pidió desesperadamente el apoyo de la fuerza aérea. “Rompo las comunicaciones y procedo a defender el lugar”, impartió. Para el teniente primero Esteban, la guerra ya se estaba jugando. “Ellos pensaron que iban a bajar y empezar a caminar y que nosotros íbamos a replegarnos automáticamente. No para pintar una postura sanmartiniana, pero en ese momento no teníamos la idea de la rendición. Aunque en una situación tan desfavorable, lo único lógico era rendirse”, expresó.

Se desplegaron en sus posiciones preparadas y empezaron a escuchar los helicópteros acercándose. Las lanchas ya habían depositado en tierra firme a los primeros ingleses. Habían pasado tan solo cinco minutos desde el avistamiento. Cuando distinguieron al primer Sea King, ordenó “¡fuego libre!”. “Comenzaba la acción”, recordó. No era ese el retazo bélico más significativo de su memoria. Lo era el despliegue descomunal del enemigo desde su puesto de altura y la epifanía de su final. “Yo sabía que era una misión suicida”, dijo. Pero no todos lo sabían.

 
El subteniente Reyes, en su repliegue táctico, dijo haber divisado al menos 17 buques británicos en las inmediaciones de la boca norte del estrecho de San Carlos

“Mi compañía comenzó a combatir a lo que veía, y solo veían los helicópteros”, narró. Él y el soldado Massei eran los únicos que sabían lo que había detrás de los puestos a resguardo. El primer helicóptero, con tropa y municiones, aterrizó averiado con incendios internos. Primera micro-proeza. El fuego reunido atacó un Gazelle que se dirigía a sus posiciones: derribado, se hundió en la bahía. Repitieron la concentración de los disparos en otro Gazelle, que cayó en llamas diez metros a sus pies. Un tercer Gazelle los ubicó en una nueva posición en altura, donde se había replegado: los soldados respondieron, el helicóptero se incendió y el piloto logró maniobrar el descenso.

“En la compañía teníamos unos correntinos que no sabían nada de lo que yo había visto. Cada vez que caía un helicóptero, escuchaba unos sapucai y unos gritos de euforia”, contó el teniente primero. Los soldados se sentían invencibles: creían que no se enfrentaban a un enemigo invulnerable. Caía fuego cruzado de artillería naval mal dirigido ya sin la orientación de los helicópteros. El Equipo de Combate Güemes percibía una tensa calma: ya no tenían más nada que hacer allí.



Sin ninguna baja y con la algarabía de haber debilitado la capacidad del enemigo, emprendieron un repliegue sigiloso. El jefe de la compañía decidió marchar hacia Puerto Argentino. “No me olvido más: rumbo grado 81”, dijo. A los tres días, encontraron la Estancia Douglas Paddock, donde decidieron recluirse y encender la radio para comunicarse con el comandante de la brigada. El 25 de mayo de 1982, en medio de la ofensiva británica, los 42 hombres formaron para celebrar el aniversario de la Revolución de Mayo ante la mirada de los kelpers. Al día siguiente, siete helicópteros los recogieron para regresar a la base.


El 25 de mayo de 1982, los 42 hombres del Equipo de Combate "Güemes" formaba para celebrar la Revolución de Mayo en un paraje de las Islas Malvinas durante el conflicto bélico

La altura 234 y la marcha de 21 días

Lo que al Equipo de Combate Güemes le demandó tres días de marcha y un vuelo en helicóptero, a la sección “Gato” le costó 21 días, deformaciones, amputaciones en miembros inferiores y la rendición. Tras su arribo al área de San Carlos, el teniente primero Daniel Esteban dispuso un elemento adelantado para alertar y emboscar un potencial desembarco inglés. El martes 18 de mayo, el subteniente Roberto Oscar Reyes debía relevar al subteniente José Alberto Vásquez en la denominada altura 234 o Fanning Head, según la cartografía británica. La sección “Gato” se componía de cuatro suboficiales y 15 soldados: el grupo de 21 infantes marcharon 14 kilómetros hacia la punta del estrecho con la misión de “dar alerta temprana a la Fuerza y, reforzados con armas pesadas, emboscar a las tropas inglesas que pudieran ingresar por el canal”.



“El noche previa se presentaba como las anteriores, es decir helada y con poca visibilidad, no se veía a dos metros”, relató Reyes, quien por entonces tenía 25 años y cuatro de entrenamiento militar. Media hora antes de que el jueves se hiciera viernes, un soldado alistado en un puesto de seguridad le informó que escuchaba ruidos en el canal: eran conversaciones en inglés y señales acústicas que provenían desde la punta del estrecho. El subteniente ratificó la sospecha: embarcaciones navegaban en silencio y con luces apagadas en dirección a San Carlos.


Altura 234 (Fanning Head) en 2012

El cuerpo de soldados disponía de dos morteros 81 mm y dos cañones sin retroceso 105 mm para operar la emboscada. Reyes impartió órdenes de apresto para el combate y alertó una inminente apertura del fuego. Pero lo primero que intentó fue entablar comunicación con el teniente primero Daniel Esteban, en el puesto de comando de San Carlos. Las baterías de la radio, luego de tres días a la intemperie del frío, tenían poca carga: la llamada llegaba, los escuchaban pero no podían ser recibidos. “Aquí Gato, aquí Gato”, decían sin suerte. El intento de comunicación y el posterior estallido de las bombas podía ser ya suficiente aviso.

 

"Algunos decían que los ruidos que escuchaban eran los ingleses atacando a los hombres de Reyes, otros decían que las bombas provenían de un combate cercano. De todas maneras, era inevitable que desembarcaran en San Carlos. Nosotros ni siquiera éramos una compañía, éramos una sección reforzada", dijo el subteniente Roberto Reyes

Minutos después de las dos de la mañana del viernes 21 de mayo de 1982, el bautismo de fuego. Los buques estaban al alcance de los morteros pero la visión era casi nula. “Se apreciaban algunas luces indebidas en cubierta y la nitidez de algunas conversaciones que por el agua se propagaban, la flota continuaba sigilosa y al parecer no nos habían detectado”, describió Reyes. Ordenó abrir fuego con los morteros empleando proyectiles de iluminación para determinar la ubicación exacta y mejorar la eficiencia de los cañones. Pero la estrategia no funcionó y el efecto sorpresa se desperdició: los proyectiles no iluminaron la trayectoria y quedaba expuesta su posición por la deflagración del disparo.



“Desde que comenzó el fuego hasta las tres de la mañana aproximadamente ordené varios cambios de posición hasta agotar la munición de morteros. A partir de allí la reacción enemiga fue más intensa”, reprodujo el subteniente en un escrito personal. El fuego enemigo empezaba a acertar la ubicación de los soldados argentinos. Era hora de la retirada: “Ordené iniciar los preparativos para el repliegue. Estaba convencido que habíamos cumplido con la misión de alertar a nuestras fuerzas y emboscar a los ingleses”.

En perfecto español, desde una patrulla terrestre inglesa un vocero los intimidaba a entregarse. “Nos decían que eran parte de un batallón que había desembarcado y que no nos harían daño si nos rendíamos, que nos encontrábamos rodeados y que no podríamos salir del lugar, que debíamos entregar las armas. Esta acción psicológica de los ingleses generó en todos nosotros lo contrario, es decir, el deseo de desprendernos, replegarnos y poder reunirnos con nuestras fuerzas en San Carlos”, relató Reyes. Fueron más de tres horas de ataque discontinuo y variado pero sostenido.



 

La flota británica tenía 6.000 hombres. Los combatientes argentinos en San Carlos eran apenas más de 60. Por la gangrena, a Godoy le amputaron las dos piernas a la altura de la rodilla. Cepeda y Moyano perdieron ambos pies y Alarcón terminó con su mano derecha deformada

De los 21 combatientes, quedaron solo 11. Los heridos y desaparecidos en el fragor del repliegue y la contraofensiva habían sido capturados como prisioneros de guerra: ninguno había muerto. Los ingleses los seguían buscando y estaban tan cerca que les resultaba increíble que no los vieran. Les quedaban una munición de 40 tiros por hombre. Su escondite fue platea preferencial para observar el despliegue aéreo de los aviones argentinos contra la flota británica de 17 buques.

A la primera noche emprendieron marcha rumbo sudeste hacia Puerto Argentino: emplearon el método línea de costa. Caminaban de noche cerca de 3 kilómetros diarios. “No contábamos con más abrigo que la ropa puesta. La bruma húmeda y espesa estaba siempre presente, por momentos se confundía con una llovizna fina y helada”, narró el subteniente. El miedo y el principio de subsistencia escondían el hambre y la angustia. Para huir de una fracción de 15 soldados ingleses, debieron cruzar un brazo de mar con soldados que no sabían nadar. Perdieron fusiles y el cabo Hugo Godoy casi se ahoga, pero lo peor fue saldo posterior: la ropa mojada y la garantía de un frío permanente.

El pie de trinchera y la gangrena avanzaban rápidamente en tres soldados. Godoy, Moyano y Cepeda necesitaban asistencia médica con urgencia. Quedaron a cargo de Clot, el soldado que mejor estado físico tenía, con comida para dos días, un maletín de primeros auxilios y la orden de demorar un día la búsqueda del enemigo para darle tiempo a los siete combatientes restantes de seguir con su proeza.

 

La flota británica fue sometida a bombardeos por la fuerza aérea argentina en vuelos rasantes. Pudieron cumplir la misión Sutton de asegurar una cabeza de playa en San Carlos pero perdieron varias embarcaciones y helicópteros

Tras una marcha de 5 noches, llegaron a un caserío identificado como New House, aparentemente deshabitado. “Conformábamos un grupo realmente lastimoso. Las ropas hechas jirones, enfermos, el rostro deformado por los sufrimientos. Ninguno tenía más de 25 años, pero aparentábamos ser un grupo de ancianos vagabundos”, contó Reyes. En el día 21 de la epopeya para recalar en las propias líneas, los despertó una sección completa que había trazado un cerco sobre el caserío: un kelper oculto en la finca los había delatado.

“Desde una posición en el galpón, tenía apuntado a un soldado inglés y les pedí a mis hombres que hicieran lo mismo con otros, pero que no dispararan hasta que yo lo indicara”, describió. Reyes se denomina un “profesional de la guerra”: “Estaba preparado para lo peor y si hubiese ordenado abrir el fuego, esos soldados que estaban en las últimas lo habrían hecho. Pero me di vuelta y los vi, habíamos perdido la aptitud para combatir, estábamos sin capacidad para resistir el menor ataque y salir de la instalación. Consideré que este era el final de nuestra guerra, había llegado el momento de entregarme, caminé hacia afuera y dejé el arma”.

La sección “Gato” nunca pudo regresar a Puerto Argentino ni reencontrarse con el Equipo de Combate Güemes. Era el 11 de junio de 1982: 3 días después terminaría la Guerra de Malvinas. El desembarco en San Carlos es motivo de orgullo para el teniente primero Carlos Daniel Esteban y para el subteniente Roberto Oscar Reyes. Poco importa que la maniobra haya sido exitosa para las tropas británicas. Síntomas de una guerra inverosímil.

sábado, 26 de mayo de 2018

25 de Mayo en la Estancia Douglas Paddock

La Patria estaba en peligro, en serio



Gracias a Sapucay de Malvinas!

Una de las fotos mas Hermosas de Malvinas por lo que representa el 25 de Mayo, en la Imagen el Equipo de Combate Guemes que días atrás habían derribado los helicópteros en San Carlos, rompen el cerco Británico y van al interior de la Isla a una Estancia llamada Douglas Paddock allí se ocultan unos dias y hacen una Formación el día 25 de mayo donde se toman estas imágenes con la cámara del Teniente Esteban (Gato Salas), posteriormente nuestros helicópteros los llevaran a Puerto Argentino donde los recibe el Coronel Seineldin como héroes que esta retratado en un video de Eduardo Rotondo
No creo que haya otro 25 de Mayo así, solos en medio de todo el desembarco Británico voces al viento en le fecha Patria


jueves, 24 de mayo de 2018

San Carlos: Esteban y sus hombres derriban cuatro helicópteros británicos en 20 minutos

Los héroes negados que la escuela no quiere recordar


Jorge Fernández Díaz
Columna publicada en La Nación el 29/04


Carlos Esteban y sus soldados


Cuando el teniente trepó hasta la cima y se llevó los prismáticos de campaña a los ojos, vio el escalofriante espectáculo que se abría paso en la bruma: fragatas, destructores, helicópteros y lanchones iniciaban el masivo desembarco.

Era el Día D en el estrecho San Carlos, y la treta del teniente primero Esteban había sido un éxito: una vez tomado el pueblo y requisadas prolijamente las viviendas en busca de radios, armas y vehículos, había permitido que los isleños continuaran con su rutina y había escondido a su tropa.

De lejos y con aquellas apacibles chimeneas humeantes, parecía un acceso despejado; si los ingleses no hubieran caído en la trampa su estrategia hubiese sido distinta: los comandos habrían llegado por la noche y habrían asesinado a los soldados argentinos.

En ese momento, Esteban hizo un cálculo correcto: había en aquellas costas cinco mil hombres, y él disponía de solo cuarenta efectivos. Nadie le hubiera reprochado seguir la lógica, que consistía en dar por radio la “alerta temprana” a sus superiores, y luego rendirse con honor.

Pero aquel muchacho de 28 años que estaba a cargo de la Compañía C hizo lo inesperado: avisó y presentó batalla. Su proeza está en los libros de la historia militar de la Argentina y de Inglaterra; nadie conocía muy bien, sin embargo, lo que pensaba íntimamente durante esa guerra maldita.

Carlos Esteban se había recibido en Córdoba de licenciado en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Sabía a esas alturas que Galtieri no sabía, y que esa conflagración era un enorme error estratégico. Estaban destinados a perder, pero no podía contárselo a nadie.

Tal vez no le hubiera desagradado a Borges relatar la parábola de un valiente que aun reconociendo la futilidad trágica de su sacrificio, carga todo el tiempo con su secreto escepticismo y realiza a su vez una hazaña heroica.

Esteban, sus oficiales y aquella antología de conscriptos de la clase 62 que habían sido entrenados hasta la fatiga formaron parte del discretísimo operativo de reconquista de las islas Malvinas, y más tarde rodearon Darwin y redujeron a una población dócil que los esperaba con banderas blancas.

El jefe de esa localidad se llamaba Hardcastle, y mientras tomaban el té en su casa, Esteban advirtió con un estremecimiento que su propia mujer posaba en un retrato con la hija del flemático anfitrión: habían estudiado juntas en un colegio bilingüe de La Cumbre.

Se le antojó que esa asombrosa casualidad podía ser una señal del destino. A veces se alejaba del campamento para llorar, extrañaba mucho a su esposa y a su pequeño hijo; creía que nunca iba a volver a verlos. Después se recuperaba y echaba una arenga a sus bravos, a quienes todos cuidaban con esmero y con quienes compartían penurias sin distingos.

Esa actitud fue tan ejemplar que años más tarde el Pentágono envió una psiquiatra para determinar por qué entre ese puñado de reclutas no se habían producido ulteriores suicidios ni secuelas graves, ni denuncias ni maltratos, y en qué había consistido la fórmula mágica de sus líderes.

El 1° de mayo la Inteligencia les anticipó que sufrirían un ataque de aviación, y se refugiaron en los acantilados; hubo ocho horas de bombardeo y de guerra aérea con varios muertos, pero ellos salieron ilesos.

Les dieron una nueva misión: marchar a la zona norte y controlar el estrecho por el que podía colarse la segunda flota más poderosa de Occidente. Es precisamente allí donde sucede el legendario combate de San Carlos, que comienza cuando Esteban baja la colina, se comunica con la comandancia y prepara a los gritos el repliegue.

El primer Sea King surge entonces de la nada, y Esteban ordena cuerpo a tierra y silencio absoluto. A los cien metros, da orden de abrir fuego: los fusiles tronaron, las balas sacaron chispas del fuselaje y el helicóptero se bamboleó, empezó a largar humo y aterrizó de manera brusca.
Sin pérdida de tiempo, el teniente dispuso un cambio de posición. Justo en ese momento un Gazelle con un sistema de cohetes se les vino encima. Lo atendieron con la misma fusilería.

El aparato se sacudió en el aire, la cabina estalló en mil pedazos y el piloto, mal herido, intentó escapar hacia la desembocadura; su máquina cayó en el río y comenzó a hundirse.

Los británicos, desde la cabecera, empezaron a dispararles con morteros. Ellos cruzaron otra cuchilla y un Gazelle idéntico quiso cortarles el paso: “Repetimos la concentración de fuego y se desplomó totalmente en llamas -recuerda Esteban-. No hubo chance de que se salvara nadie de la tripulación”.

En esa mañana de sangre, el efecto sorpresa y la adrenalina jugaban a favor de los perdedores. Que siguieron moviéndose, ahora para ganar altura. El tercer Gazelle se presentó en sociedad apretando los gatillos, pero dibujaba un blanco perfecto: cientos de proyectiles le dieron una dura bienvenida y lo sacaron de circulación.

Fue en ese instante en que se abrió una extraña tregua. Cuatro helicópteros que costaban veinte millones de dólares habían sido derribados en veinte minutos.

Los ingleses, sorprendidos, hacían el control de daños y evaluaban la insólita situación, y la Fuerza Aérea argentina preparaba un ataque para impedir la avanzada. Esteban sabía que la infantería inglesa los buscaría por cielo y tierra para eliminarlos. Era hora de partir.

Lo que sigue es una ardua aventura que Hollywood no hubiera desaprovechado: los cuarenta y dos, considerados ya “desaparecidos en acción”, caminaron tres días y tres noches por la turba y el frío.

En el libro Bravo 25 se revelan sus peripecias: encontraron una casa vacía con algunos pocos alimentos donde a veces sonaba el teléfono en vano, pernoctaron al abrigo de las ventiscas y fueron acechados -mientras aguardaban escondidos y con aliento cortado- por un helicóptero que dio varias vueltas a su alrededor sin decidirse a destruirla o a marcharse.

Anduvieron bajo el sol pálido hasta el agotamiento, dieron con un caserío kelper, lo coparon a punta de pistola y enviaron dos estafetas en Land Rover a dar la buena nueva al Ejército. Tras incontables peligros, los rescataron, y en Puerto Argentino fueron recibidos con algarabía. Mohamed Alí Seineldín estaba particularmente exaltado.

Esteban le relataba el despliegue impresionante que había visto en el estrecho, pero el teniente coronel parecía sordo a los datos; confiaba en la Virgen: cuando lleguen los piratas -decía- ella producirá una tormenta y los hundirá.

Esteban seguía guardándose su amargo y exacto diagnóstico; a las pocas horas solicitó permiso para regresar a Darwin y participar de la defensa final. Allí su jefe acordó la rendición tras una intensa y desigual refriega.

Esteban y sus oficiales eran tratados con deferencia y admiración por el enemigo, aunque nunca quisieron privilegios: compartieron con los soldados rasos sus mismas incomodidades.

Al regresar a la patria, toda la “compañía de oro” fue condecorada, y el áspero informe Rattenbach la dejó a salvo de cuestionamientos.

Esteban está retirado y es hoy director del Departamento UADE Business School: en su posgrado enseña escenarios estratégicos, planeamiento, negociación política y derecho diplomático. Pocos saben quién es ese profesor afable.

Mayo contiene las efemérides de lo que estrategas militares denominan el “combate de San Lorenzo del siglo XX”. Escasas o quizá ninguna escuela dará cuenta, sin embargo, de esta historia callada por nuestra estupidez y nuestra mala conciencia. Esta derrota verdaderamente sublime.