lunes, 20 de abril de 2015

La vida civil en la Patagonia durante el conflicto

Malvinas desde cerca
Los civiles que vivían en las ciudades patagónicas convertidas en bases militares aún mantienen vivo el recuerdo de aquellos dos meses en los que, a diferencia del resto del país, tuvieron a la guerra en la puerta de su casa.

MALVINAS, DESDE CERCA. (Ilustración de Oscar Roldán)

Por María del Mar - La Voz

A 33 años de la Guerra de Malvinas, son muchas las heridas que aún no cicatrizan de ese nefasto enfrentamiento armado. No sólo a los excombatientes y sus familiares cada 2 de abril les trae aparejado una mezcla de sentimientos, sino también a los habitantes sureños que vivieron durante 72 días bajo amenaza de un bombardeo en sus ciudades.

Siempre pensé que por el hecho de ser oriunda de Río Gallegos (provincia de Santa Cruz) el 2 de abril tomaba una relevancia especial. Recuerdo más la Marcha de Malvinas que cantábamos en los colegios con un sentimiento similar al del Himno Nacional, que por ejemplo el Himno a Sarmiento, que todo estudiante recuerda a la perfección.

Es que para las comunidades de las ciudades como Río Gallegos, Río Grande (Tierra del Fuego) o Comodoro Rivadavia (Chubut), la Guerra de Malvinas se sintió mucho más cerca que en otros puntos del país. Esas ciudades formaron parte del Teatro de Operaciones del Atlántico Sur (Toas). Por su ubicación geográfica, eran centros de abastecimiento de combustible, alimentos y de armamentos y también de las operaciones militares. Desde allí salían y llegaban los aviones y helicópteros afectados a las acciones en las Islas. Río Gallegos está ubicado a sólo 543 kilómetros de la isla San Rafael y a 793 kilómetros de Puerto Argentino (el nombre que el dictador Leopoldo Galtieri le puso a la localidad históricamente llamada Stanley). Córdoba, en cambio, está a más de 2.300 kilómetros de la capital de las Islas, mientras que Buenos Aires queda a poco más de 1.898 kilómetros.

En 1982, la capital santacruceña tenía una tercera parte de los habitantes actuales; un poco más de 43 mil ciudadanos vivían en esta ciudad inhóspita y de inviernos crudos, muy similar al de las Islas Malvinas.

Durante esa década, la ciudad sumó nuevos habitantes que llegaban del centro y norte del país atraídos por oportunidades laborales en una época en la que los índices de desempleo crecían.

Sin embargo, ni los pobladores originarios del sur ni los nuevos vecinos se habían imaginado lo que les tocaría vivir durante dos meses y 12 días en 1982, tras declararse la Guerra de Malvinas. Fueron días que marcarían el resto de sus vidas en una medida muy diferente a la de sus compatriotas del centro y norte del país.

Estado de sitio

Lo primero que supe sobre la Guerra de Malvinas no lo aprendí en el colegio ni lo leí en ningún libro, sino que fueron los relatos que de a poco me iba contando mi mamá.

Había que tapar las ventanas con frazadas, circular sin luces, no salir después de las 5 de la tarde y reaccionar rápido ante la alerta para resguardarse de una posible caída de una bomba. Los ingleses amenazaban constantemente con atacar la ciudad.

Para este artículo le pedí a mi mamá que volviera a contarme sus recuerdos sobre aquellos días pero en forma más ordenada. Inmediatamente me envió algunas fotografías que tomó en aquella época.

Patricia Fogliatti, así se llama mi madre, había llegado de Córdoba a vivir a Río Gallegos apenas ocho meses antes de que estallara la Guerra de Malvinas.

“El 2 de abril de 1982, estaba con mi bebé de 1 año y medio en Córdoba, visitando a mi mamá. Ella me pidió que nos quedáramos, pero yo decidí volverme con mi hijo al sur, donde nos esperaba mi esposo. Todo el país estaba eufórico con la guerra, como si fuera un partido de fútbol; salían todos a festejar a las plazas con banderas”, recuerda Patricia.

En los meses de abril, mayo y junio, en esas latitudes el día es corto. Los habitantes recuerdan que amanecía alrededor de las 9.30 de la mañana y oscurecía a las 5 de la tarde. El clima era impiadoso; había mucha nieve. Una vez comenzada la guerra, para los riogalleguenses el día pasó a ser más corto aún.

“Lo primero que tuvimos que aprender fue a hacer el oscurecimiento, que consistía en poner las frazadas más gruesas que tuviéramos en las ventanas. Tenían que ser grandes, para que taparan bien las aberturas. A las ópticas de los coches se les ponía cinta aisladora negra: sólo se podía dejar libre una franja horizontal de un centímetro”, cuenta.

Había un jefe de manzana que se encargaba de supervisar y hacer cumplir el oscurecimiento de la zona. Además, a los habitantes se les pedía que desde las 5 de la tarde trataran de no salir de las casas ni transitaran por la calle.

Simulacro

Mónica Núñez llegó a vivir a Río Gallegos en 1980. Tenía 29 años, era de Capital Federal y llegaba con su esposo médico y una niña de 2 años. Cuando se desata la guerra, asegura su familia, les pidió que se volvieran a Buenos Aires, pero ella sentía que debía quedarse en el sur.

Mónica era maestra de primer grado en una escuela pública, y cree que sus alumnos de aquel entonces no deben recordar lo que fue aquello, pero ella sí, y con detalles.

“Cada escuela tenía un encargado de organizarnos ante cualquier alarma. Si sonaba, los niños tenían que esconderse debajo de los asientos. Mis alumnos eran pequeños y por eso, durante los simulacros intentábamos que sintieran que era un juego”, sostiene la maestra, que asegura que si bien nunca debió pasar por una alarma real, eran frecuentes los simulacros.

El estado de alerta no terminaba en el colegio. En los hogares, las familias también se preparaban por si sonaba una sirena o había una alerta del jefe de cuadra.

“En casa tenía preparadas unas canastas por si teníamos que ir al campo, porque cada familia ya sabía que tenía que tener viandas o artículos no perecederos para ir al campo si empezaban los bombardeos”, recuerda Mónica entre lágrimas, que dejan entrever cómo el paso de los años no pudo borrar la angustia que ocasionó vivir la guerra.

Alertas

Muchos ciudadanos recuerdan las alertas que solían emitir los jefes de cuadra. Había tres códigos de color: amarillo, naranja y rojo. Más intenso el color, más serio el peligro.

María de la Concepción Alonso Mata hacía 30 años que había llegado de España. Antes del ’82, la única referencia que tuvo sobre un enfrentamiento bélico provenía de sus padres, que habían vivido la Guerra Civil Española y le habían contado las miserias de esa experiencia. Nunca imaginó que le tocaría vivirlo en primera persona.

“Una vez estábamos en la casa de unos amigos y nos avisan que se había una alerta naranja, salimos como locos a buscar a nuestro hijo mayor y a meternos en nuestra casa”, narra Mary, quien en ese momento tenía dos hijos, uno de 11 años y otro de 7.

“Mis amigos tenían en el garaje una fosa donde ellos guardaban alimentos y se metían allí ante cualquier alerta. Nosotros agarramos a nuestros chicos y nos metimos en la casa, cerramos las persianas y nos quedamos quietitos hasta que pasara la alerta; por suerte, no pasó nada”, cuenta. También recuerda que era común ver pasar tanques de guerra frente a su casa de noche. “Iban para la ría (costanera)”, supone.

“Contábamos los aviones”

En la esquina de la casa de mis padres había un descampado, que los chicos utilizaban como canchita de fútbol. Sin embargo, durante la guerra ese espacio 2 tuvo otra función.

“Me acuerdo de haber espiado cuando escuchábamos que bajaban los helicópteros en la cancha de fútbol de la esquina de casa. Era de noche, tarde, bajaban bolsas que no sabíamos qué tenían adentro, si eran provisiones o cadáveres o qué. Todo era zona militarizada así que no nos podíamos acercar a los galpones donde los llevaban y no se sabía mucho”, recuerda Patricia.

“Cuando comenzaron los combates, escuchábamos pasar los aviones y los contábamos. Lo mismo cuando llegaban. Sabíamos que salían cinco y volvían cuatro; otra vez volvían tres, y así…”, recuerda Mónica.

“Soldaditos”

Los momentos más difíciles, y que peor impactaron anímicamente en muchos civiles fueron las partidas y regresos de los combatientes. “Soldaditos”, lejos de un término peyorativo, era la forma de referirse a ellos o describirlos por su característica más llamativa: su corta edad. Estrujaba el corazón verlos llegar del norte para ir a la guerra, y mucho más cuando volvían de ella.

Cristina Piñán vivía hacía ocho años en Río Gallegos con su esposo; tenía un hijo de apenas 1 año y medio y estaba embarazada de su segunda hija. Trabajaba en un banco y recuerda los simulacros de alarma que se realizaban en la ciudad, sin saber que no eran reales. Pero uno de sus recuerdos imborrables fue aquella jornada en la que visitaron a un grupo de jóvenes combatientes que fueron a Malvinas, y que nunca volvieron: “Recuerdo un sábado a la tarde que fuimos con unas compañeras del banco a visitar a un grupo de soldados que habían llegado desde Corrientes. Eran unos chicos muy jóvenes, pasados de frío, que creo no entendían muy bien qué estaban haciendo ahí. Les llevamos tortas, compartimos mates, algunos tocaban la guitarra, otros se animaban a bailar un chamamé. Seguro extrañaban a sus familias... Hicimos lo que pudimos por acompañarlos y hacerles menos cruel la situación, pero llegó el momento en que partieron hacia Malvinas. Lamentablemente ese grupo cayó en las Islas y ninguno volvió”.

Muchos voluntarios se acercaban a los soldados que llegaban o volvían de las Islas intentando ayudar o asistirlos de alguna manera.

“Yo estaba con un grupo de mujeres que ayudaban a los soldados que volvían de las Islas. Íbamos a Cáritas, pedíamos ropa y cosas para llevarles. Los recuerdo a ellos esperando en los pasillos del hospital, llenos de piojos, flacos, muy callados y que lo único que decían era que tenían mucho frío…”, se le corta la voz a Patricia al recordar ese momento y entre lágrimas alcanza a agregar: “No supimos qué destino tenían. Era muy duro ir”.

Noticias
Uno de los reclamos recurrentes entre las entrevistadas fue la diferencia entre la información que les llegaba por televisión, radio o revistas de Buenos Aires y lo que realmente ocurría.

“Estábamos recontra indignados porque en el resto del país se tomaba a la guerra como un gran partido de fútbol y acá se jugaban la vida”, sostiene Patricia.

Mary recuerda el día que se anunció el inicio de la guerra.

“Nos juntamos en Roca y San Martín (centro de la ciudad) y saltábamos al grito de “El que no salta es un inglés”, creíamos que íbamos a ganar la guerra, eso nos decían los medios de comunicación. Cuando nos enteramos de todo lo que pasó, me pareció espantoso haber hecho eso, haber llevado a esos chicos, que pasaron tanto frío y nunca les llegó nada de lo que enviábamos, fue horrible”, asegura Mary.

Mónica cuenta: “Lo primero que hacíamos era detestar lo que estábamos viendo. Eso yo lo sentí, cuando se declara la guerra. Las personas adultas que no estábamos envalentonadas por la propaganda dijimos que era una locura. Eran muy pocos los que creían en una victoria. Desde el momento que se declaró la guerra, hubo tristeza”.

“A nuestra familia que vivía en Buenos Aires creo que le pasaba lo que a todos los de allá. No tenían demasiada información y nosotros tampoco queríamos angustiarlos. Poco podían hacer; poco podíamos hacer los demás”, asegura Cristina y agrega: “La cuestión exitista que se vivió en Buenos Aires, con los mensajes que bajaban los militares (“Que vengan, los estamos esperando”, “Vamos ganando”), era lo que ellos recibían. Creo que lo que se vivió en Río Gallegos, lo mismo que en Tierra del Fuego, hace que Malvinas haya sido más real aquí que en otros lugares del país”.

Una guerra que no termina

Si bien el conflicto bélico finalizó el 14 de junio de 1982 con la rendición de las Fuerzas Armadas argentinas, para muchos argentinos la guerra no terminó, sigue ahí en recuerdos, pesadillas, ausencias y temor.

Al buscar testimonios para este artículo, me sorprendió el nivel de sensibilidad que los habitantes de mi ciudad natal que vivieron allí durante la guerra aún tenían a flor de piel. Incluso hubo personas que, entre lágrimas, se excusaron por no querer hablar del tema. “Es algo muy difícil para mí, aún no lo superé”, dijo una vecina.

“Creo que todavía sentimos que la guerra no terminó porque algún otro puede seguir con esto; la sensación de inseguridad quedó ahí”, concluyó Patricia.

Muchos años después de la Guerra de Malvinas, la sirena que sonaba ante un inminente ataque durante el conflicto bélico volvió a sonar; esta vez fue un 19 de diciembre, aniversario de la fundación de la ciudad. Los más chicos saltábamos de alegría por ese sonido fuerte que daba inicio a los fuegos artificiales por el cumpleaños de Río Gallegos.

“Esa vez miré a los viejos y estaban llorando. No entendía por qué. Miro alrededor y veo que toda la gente grande tenía los ojos llorosos. Ahí entendí lo que Malvinas y esa sirena habían significado para los habitantes de Río Gallegos”, recordó mi hermano sobre esta guerra que para muchos aún no termina.

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