“Vamos a morir juntos”: los artilleros que juraron no entregar el último cañón y combatieron hasta el final
En
Sapper Hill, durante la batalla final, 22 artilleros al mando del
subteniente Suárez, del Grupo de Artillería Aerotransportada 4 de
Córdoba, soportaron el terrible bombardeo inglés hasta quedarse sin
municiones, dispuestos a no rendir su cañón ni la bandera argentina que
los cobijaba: “Antes, los ingleses tenían que matarnos a todos”, dicen
los héroes
Artillería argentina durante la guerra de las Malvinas en 1982En el combate final, cuando ya la infantería argentina había retrocedido, un
solo cañón Oto Melara de 105 milímetros, del Grupo de Artillería
Aerotransportada 4 de Córdoba, quedó en primera línea frente al infernal
bombardeo inglés, ya que todos los demás obuses de esa unidad
habían quedado inutilizados. A pesar de que sólo hacen falta seis
hombres para servir a un cañón, alrededor de este último obús se
agruparon veintidós artilleros, al mando del subteniente Juan Gabino Suárez, dispuestos a no rendir la última pieza.
La
posición de Gabino, ubicada en Sapper Hill, al oeste de Puerto
Argentino, estaba siendo cañoneada permanentemente, sus refugios volaban
en pedazos y ardían.
Sin embargo los artilleros argentinos no cesaban de contestar. No importaba si el proyectil enemigo caía a escasos metros, nadie pensaba en su seguridad personal.
Los soldados Juan Carlos Ortiz y Julio Malanfant hacían fuego con puntería directa, mientras que el conscripto Armando Maidana seguía graduando la espoleta y cargando el obús. Otro conscripto, Walter Moyano, no paraba de alentar al jefe de la pieza: “Tirá, Mulita, tirá, la p... que los parió, que los estamos c... a bombazos!” Más
de una vez los impactos dieron en el escudo del cañón, tras el cual se
guarecían Ortiz y Malanfant. El subteniente Gabino Suárez, en cambio, no
se protegió en ningún momento. Parado desafiante a un costado y delante
de la última pieza, no se cubría, pese a los ruegos en tal sentido de
sus soldados.
–¡Tiren, carajo, tiren! –rugía Gabino–. ¡Tiren, que estos no pasan, tiren!
–¡Resistiremos, mi subteniente! –le contesta el conscripto Walter Rubíes.
El Grupo de Artillería Aerotransportado 4, el día que partió desde Córdoba hacia MalvinasEn
dos o tres oportunidades llegó un camión volcador y arrojó decenas de
cajones de municiones cerca de la batería, sin cuidado alguno, como si
fuera arena.
En la madrugada del 14 de junio los
artilleros ven una figura con dos cilindros corriendo hacia ellos, sólo
iluminada por las explosiones alrededor suyo. Era el suboficial Rubén Quiroga, trayendo el mate cocido con leche, caliente y dulce, que empezaron a tomar entre ráfaga y ráfaga.
A
medida que se iban quedando fuera de servicio los cañones argentinos,
los hombres de la pieza inutilizada pasaban a alguna que estuviese en
funcionamiento. Casi llegado el amanecer, hubo una suerte de alto el
fuego y los soldados Rubíes, Moyano, Viglione y Maidana se metieron en
el refugio, que estaba prendiéndose fuego, pero igual se acostaron al
estilo de los nobles romanos alrededor de un cajón de pasas de uvas y
las comían, tranquilísimos.
De
pronto, entra un capitán llorando y les dice que deben retroceder. Lo
sacan vendiendo almanaques y salen del refugio. Ya había un grupo
alrededor de lo que sería la gloriosa última pieza. El Negro Moyano le
dice a Rubíes “Walter, andate, me quedo yo”. “No, Negro –le responde– si vivimos la guerra juntos, vamos a morir juntos”. El Negro lo agarra de un hombro: “Entonces vamos, Walter, a morir. Lástima… ¡Qué lindo hubiese sido ganar y desfilar por mi barrio!”. Ahí nomás Gabino le asignó una función a cada uno y ordenó que tiraran con todo lo que tenían.
El
cañón habla sin descanso. El humo prueba su trabajo a destajo. El
artillero abre la cámara para eyectar la cápsula servida; otros dos,
alcanzan nueva munición; un cuarto, fija la posición de tiro y el
último, simplemente muestra los efectos del bombazo tapándose los oídos
(Foto: Eduardo Farré)Veían a los ingleses a unos setecientos metros de distancia y avanzando dificultosamente.
El soldado Maidana iba ajustando las espoletas para setecientos,
seiscientos cincuenta, seiscientos metros y así sucesivamente. Cada
proyectil tenía escrita la distancia de tiro. Apuntaban prácticamente “a
ojo”. El enemigo tardó bastante en llegar hasta los cuatrocientos
metros, donde debió detener su avance.
Aparece un teniente con una radio y se la pasa a Gabino. Desde el otro lado de la conexión un oficial le ruega: “Negro, rompé el cañón, porque de lo contrario no podemos replegarnos y nos van a matar a todos”. Pero el subteniente simula no haberlo oído, y le dice a quien trajo la radio, que va a aguantar hasta el final.
El cabo primero Carlos Dáttoli había
cubierto el escudo del obús con la bandera argentina y desafiaba a los
ingleses gritándoles todos los improperios imaginables. Los soldados
argentinos se enardecían ante esta actitud y recobraban fuerzas.
En
1982, un oficial por radio le ordenó a Gabino Suárez: “Negro, rompé el
cañón, porque de lo contrario no podemos replegarnos y nos van a matar a
todos”. Pero el subteniente simula no haberlo oído, y le dice a quien
trajo la radio, que va a aguantar hasta el final“Nos juramentamos que antes de que los ingleses se llevaran esa bandera, tenían que matarnos a todos –me relató Rubíes–. Y no se la llevaron. Se
la llevó Dattoli escondida al continente. Esa bandera, cuando estábamos
en las últimas y el obús largaba aceite por atrás, se cayó encima del
bloque de cierre del cañón, como bendiciéndolo y dándole las gracias por
lo que había hecho por ella. Y se manchó, en parte con aceite y en
parte con turba malvinera. Hoy, esas manchas siguen embelleciendo
nuestro manto sagrado, nuestra bandera”.
Al
final, ya todos se turnaban para hacer fuego. Hasta el cabo cocinero
Quiroga, quien acarreó munición, cargó el obús y disparó.
En medio de la lluvia de plomo, el soldado Félix Zapata prepara un café con leche para todos dentro de su casco: “Es mejor morir con el estómago caliente”, sonreía.
Se
produce una pausa en el fuego y Gabino advierte que ya no quedaba nada,
ni refugio, ni otros cañones disparando. Sólo podía ver a sus veintidós
hombres y más allá, al enemigo.
Reanudaron el fuego los ingleses, con cañones, morteros, cohetes y fusiles; centenares de luces se acercaban a la posición.
En
Malvinas, el cabo primero Carlos Dáttoli (remera negra)había cubierto
el escudo del obús con la bandera argentina y desafiaba a los ingleses
gritándoles todos los improperios imaginables con remera negraLos
hombres de Gabino cargaron el obús para disparar el último proyectil
que les quedaba, pero este se atascó. El cabo primero Dattoli toma el
baquetón y trata de destrabar el obús, pero no lo consigue. Entonces el
cabo cocinero Quiroga comienza a pegarle al proyectil con todas sus
fuerzas. Gabino le advierte: “Es peligroso, puede estallar”. Y Quiroga responde: “Total, ya estamos muertos”. Y continúa aporreando.
Sólo
ahí, cuando la pieza quedó inservible, los artilleros comenzaron a
replegarse. Sorteando explosiones, recorrieron los doscientos metros más
largos de sus vidas.
Pero al llegar al
lugar de reunión, faltaba un conscripto. El cabo primero Dattoli
exclama: “Es mío”. Da media vuelta y regresa al mismísimo infierno, se
lo ve corriendo entre los escombros, los estallidos y los disparos
buscando a su soldado. También se escuchan las ráfagas del Grupo de
Artillería 3, que sigue combatiendo. Pero mientras Dattoli lo busca bajo
el fuego enemigo, el conscripto aparece por el lado sur, sano y salvo.
Negro Moyano con hijo CristianDe pronto se hace un silencio total y pasa un jeep con una bandera blanca. El combate ha finalizado. En el campo del honor quedan los soldados Pizarro, Vallejos y Romero.
A
cuarenta años del hecho, el conscripto Rubíes no puede evocarlo sin
emocionarse profundamente: “El último tiro quedó en el obús, nuestra
noble última pieza calló para siempre. Habíamos mirado por todos lados y
no quedaba ni un proyectil de 105. Eso significaba muchísimo. Significaba que no nos rendimos, sino que agotamos las municiones. Nos
replegamos hasta la casa verde, los ingleses nos tiraron con todo lo
que tenían, la retirada fue tremenda. ¡Todavía fantaseábamos con que en
algún momento aparecerían tropas para el contraataque! Lo que apareció
en cambio fue una bandera blanca. Todo había terminado. Encontramos al
resto de nuestros camaradas, nos miraban como a locos, todos embarrados,
lastimados, llorando. ¡Y cómo llorábamos! Como llora el alma en
silencio y sin lágrimas”.
El
Negro Moyano le dice a Rubíes 8en la foto): “Walter, andate, me quedo
yo”. “No, Negro –le responde– si vivimos la guerra juntos, vamos a morir
juntos”El soldado Rubíes es la
personificación más acabada del mentís a esa figura estereotipada
conocida como “el chico de la guerra”, tan sólo digno de lástima: “Yo
soy clase 63 y sin embargo todo los de mi unidad éramos soldados hechos y
derechos. Mi instrucción era la siguiente. Curso de paracaidismo
militar, completo y aprobado, con calificaciones altas. Curso de
artillería, completo y aprobado con las mismas calificaciones. Curso de
infantería básico completo, aprobado. Dentro del curso de infantería
llegamos a desarmar y armar el fusil con los ojos vendados, entre otras
cosas. Con esta instrucción fuimos los ‘pibes’ de la clase 63 a
Malvinas. Pudo haber excepciones, claro. Pero nosotros nos fuimos de la
posición sólo porque ya no teníamos municiones, por eso dejamos de
reventarlos a tiros a los ingleses. Además en mi unidad fuimos todos
como voluntarios. Igual como yo iría hoy de nuevo, ¡por mi patria!”.
Juan
Carlos "Mulita" Ortiz dice del subteniente Juan Gabino Suárez: Se
paraba a la par del obús, y cuando le pedíamos que se corra y tome
cubierta, no nos hacía caso. Es un padre para mí"“El pueblo argentino debe despertar”, me dice Gabino, enfáticamente. “Y debe llamar las cosas por su nombre. Estos soldados son héroes, me consta. Yo los vi pelear y los vi morir. Estos son los mejores hijos de la Nación, fueron muy bravos y no hemos sabido reconocerlo”.
En
sus soldados, el sentimiento es recíproco. “El subteniente Juan Gabino
Suárez es para mi un padre, que nos guió hasta el último momento del
combate, cuando no quedaba ningún oficial de alto rango, todos se habían
replegado –me comenta el “Mulita” Ortiz–. Se paraba a la par del obús, y
cuando le pedíamos que se corra y tome cubierta, no nos hacía caso.
Respondía: ‘Vamos, carajo, que los tenemos’, como una forma de
despreciar el peligro y honrar el combate. Le agradezco que hiciera de
mí un soldado, instruyéndonos militar y mentalmente para pelear. Él me
enseño los valores de la vida, tanto en la paz como en la guerra. No fue
un militar del montón, creo que el general San Martín está orgulloso de
él”.
Cuando después de la guerra el conscripto Rubíes fue licenciado, el cabo primero Dattoli le escribió en su boina: “Hermano de guerra, mi sangre es la tuya”. Esa hermandad subsiste en el grupo de artilleros de “la última pieza” al día de hoy.