viernes, 7 de marzo de 2014

Un enfermera rememora su rol en el conflicto

“Se abrían las ambulancias y bajaban los heridos. Los nuestros y también los ingleses”
Claudia Lorenzini (47) fue enfermera en la Base Naval Puerto Belgrano. Asistió a heridos y soportó el acoso de sus superiores. Otra cara de una historia irreparable.

por  Paulina Tarantino / Especial para Clarín MUJER



Pato -Claudia Patricia Lorenzini- tenía 15 años cuando ingresó a la Base Naval Puerto Belgrano -sur de la provincia de Buenos Aires, a 30 kilómetros de Bahía Blanca- para estudiar enfermería. El 11 de abril de 1981 cumplió los dieciséis, y su mamá le llevó como regalo unos muñecos coloridos que ella escondió bajo la almohada. Se acuerda porque ese día, mientras el director de la Escuela Naval pasaba revista por la cuadra, se los descubrió. “Me dió un sopetón y me dijo que ellos ahí, querían mujeres militares, no muñecas vestidas de uniforme”.

“Ahí vos eras una mujer con pollera pantalón”, afirma. Apenas se incorporaba a la Escuela, “una Aspirante a Naval de Primer Año (ANPA) tenía cuarenta y cinco días de gracia para demostrar aptitud militar, realizando pruebas físicas, intelectuales, y psicológicas. Fue muy duro al principio, extrañaba mucho mi casa y mi familia. Lloraba todas las noches, hasta que en un momento paré. Fue cuando me empecé a sentir parte”, sostiene.

“También había momentos divertidos. Si tenía plata los fines de semana me iba a la cantina”, cuenta. “Una vez, estábamos pintando una ventanita, vinieron las chicas, nos sacaron la escalera y nos quedamos ahí arriba hasta que otras nos ayudaron. O nos divertíamos mandándonos cartas en el puré, envueltas en nylon, porque el clima era muy controlado, muy opresivo”.

Los simulacros

Pero, la contrapartida, la otra cara de los buenos momentos, tiene que ver con el entrenamiento militar y el trato que se le propinaba a la mujer en servicio. No por casualidad esos son algunos de los recuerdos más claros. Lo más traumático del entrenamiento militar eran los simulacros de guerra. Se estuviera donde se estuviera, si la sirena sonaba, había que correr. Avanzar por arriba de quien sea. Dejar atrás a cualquier compañera. Lo importante era llegar al refugio, y una vez allí, tirarse cuerpo a tierra. “Salvaguardar tu vida, eso nos habían inculcado”. Pato cierra los ojos. Y lo ve. Dice que lo ve y lo siente. Los gritos, la sirena cada más fuerte, sus amigas con las rodillas peladas, cayendo una arriba de otra, la suela de sus zapatos pisando los cuerpos de las que caían, el pasto frío cuando se tiraba. Tan frío. Luego se queda en silencio. “¿Te imaginas el frío que haría allá?” Allá: para todas sus compañeras esas cuatro letras, esa palabra breve, era un transporte imaginario, vertiginoso hacia el sur. Allá era las Islas Malvinas. A 1.436 kilómetros en línea recta de la Base Puerto Belgrano. El 2 de abril de 1982, alrededor de cinco mil efectivos al mando del general Mario Benjamín Menéndez desembarcaron en Puerto Stanley y dieron comienzo a la Guerra de Malvinas entre Inglaterra y Argentina. Pato, que estaba por cumplir los diesisiete años, recuerda cuando le dieron la noticia y dice: “No sentimos miedo”. Ya tenían entrenamiento militar y las resguardaban los dichos de un alto jerarca de Punta Alta: “Hasta que no quede ningún hombre en pie, ninguna mujer irá a la guerra”.

Para abril de 1982, sabían tirarse cuerpo a tierra en un campo lleno de rosetas, hacer carrera mar para llegar a la trinchera a asistir a un herido, cocinar para cientos de compañeros. Podían velar por sus vidas y montar una guardia imaginaria. Por eso, cuando se les comunicó que empezaban las hostilidades con Inglaterra, incluso estaban listas para ser embarcadas a las Islas Malvinas: “éramos inconscientes, ninguna mostró miedo, nosotras ya éramos militares”.

Tal vez la preocupación más grande de Pato era qué estaría pensando su mamá, si estaría asustada. Para paliar la angustia, trataba de mantener una correspondencia regular con ella. En una carta con fecha del 18 de junio de 1982 le escribe: “Querida y adorada mamita linda (...) quisiera que me mandes, si andás bien de moneda, galletitas, nesquik, leche en polvo. Hoy anduve muerta de hambre y lloré de bronca porque no tenía eso. Pero acá tenés que aprender a aguantar. Con disimulo”.

Sentir la guerra

Y a pesar que nunca fueron embarcadas, en el Hospital Naval de la Base, la guerra se sintió igual. Como si esos 1436 kilómetros fueran una distancia inexistente.

“Se abrían las ambulancias y bajaban heridos nuestros. También los heridos ingleses”, recuerda. Como estaba en primer año de Enfermería ella les daba asistencia primaria, les tomaba los signos vitales: presión, pulso, temperatura. Después de eso, una vez que se encontraban estabilizados, les hacía los chequeos de rutina. “Pero mis compañeras que estaban en segundo, los auxiliaban con curaciones. Y además de eso también hacían de psicólogas y de madres. Había que contenerlos porque venían rotos anímicamente. Fue realmente un caos.”

El General Belgrano

Los escuchó llorar, también suplicar. Los vio irse a sus casas, derrotados. “Me acuerdo en especial de un chico correntino que me pedía que no le avisaran a los padres porque eran muy pobres, y él no quería ser una carga para la familia”. Se acuerda de ese chico, y de la imagen de varios soldados sin piernas. Se acuerda de la mayoría de los jóvenes que subieron al ARA General Belgrano, porque eran novios de sus amigas enfermeras. Y de cómo lloraron -todas juntas y abrazadas- cuando hundieron el barco. “Ese día los saludamos desde la cuadra y después no los vimos nunca más”.

Respetando la jerga castrense, el relato es así: En septiembre de 1982, la ANPA Claudia Patricia Lorenzini le comentó a la ANPA Alvarado que un Teniente la acosaba con piropos e insinuaciones en la Escuela. “Me decía qué linda que sos, me sacaba de la fila para hablarme...”. Entonces, Alvarado le contó a otra compañera, y ésta última a otra y ésta a otra más, y así -hablando- se dieron cuenta que las acosadas eran varias. “Sanjuaninas, misioneras, platenses, eramos muchas”.

Todas de baja

Pato fue citada a dar su testimonio a la oficina del director y le llevó su diario íntimo como prueba. “Yo había tenido novio pero todavía era pura, me sentía incómoda, por eso lo conté”, explica. Al día siguiente, se le pagó el sueldo, se le entregaron sus cosas, y le dieron la baja de la Marina Argentina. A ella y a cinco compañeras más. “Nos quedamos dos días en un hotel y a otra cosa, yo hacía rato que me quería ir. En realidad, lo único que quería era ser modelo”, cuenta. El teniente fue trasladado a otra dependencia militar, pero no les dijeron adónde, solo les dijeron que sean “discretas con el asunto”.

Pato, que hoy trabaja como auxiliar en un jardín de Infantes en La Plata, comenta que la Marina le dio, sí, disciplina y organización, que hoy es muy meticulosa y organizada con sus cosas. “En ese sentido, fue positivo”. Vive en Punta Lara -una vecina localidad platense- en una modesta casa de madera que comparte con su ex pareja y sus ocho perros.

En su habitación, tiene las únicas dos fotos que conserva de la Marina: Pato antes de salir a desfilar, uniforme azul, guantes blancos y el cabello rubio recogido en un rodete perfecto. “Mirá, era una bebé. ¡Tan chica!”. La guerra, dice, “nos dolió por todos lados”. Ya pasaron más de 30 años. Las enfermeras de esas fotos se juntaron alguna vez a recordar cómo fue aquello. Lamentan no haber tenido ningún reconocimiento como veteranas. “Algo, no una indemnización, o plata, sino algo . Para que la gente sepa lo que hicimos. ¡Eramos tan chicas!”.

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