Se informa del fallecimiento del Comandante Nigel "Sharkey" Ward, DSC, AFC, quien jugó un papel decisivo en las Malvinas.
Un piloto conocido como Mr Sea Harrier, quien luchó en la guerra "a su manera" y fue condecorado con la Cruz por Servicio Distinguido.
Como comandante del Escuadrón 801, Ward tuvo que preparar el Sea Harrier para la acción en el Atlántico Sur. Aviones y pilotos fueron prestados de la unidad de conversión, el 899 Escuadrón Aéreo Naval, y con una dotación de ocho aeronaves, embarcaron en el HMS Invincible el 4 de abril de 1982.
21 de mayo de 1982.
Ward, a los mandos del Sea Harrier XZ451/006, fue uno de los tres aviones lanzados para realizar una patrulla aérea de combate en el extremo norte del estrecho de las Malvinas. Dos Pucaras operando desde Goose Green fueron avistados por los controladores del HMS Brilliant, y los tres Sea Harriers fueron desviados hacia ellos. Uno de los Pucaras fue atacado por los dos primeros Sea Harriers, pero logró evadirlo, y Ward realizó un ataque de cañón sobre la aeronave del Mayor Carlos Tomba, dañando el alerón de babor. Tras reducir la velocidad y virar detrás del Pucara, Ward impactó el motor de estribor, y en una tercera pasada, impactó la cúpula y la parte superior del fuselaje. Tomba fue eyectado del Pucara a baja altura antes de que la aeronave se estrellara al noroeste de Drone Hill. Tomba salió ileso y regresó caminando a Goose Green.
Más tarde ese mismo día, Ward, a bordo del Sea Harrier ZA175, y otra aeronave realizaban una patrulla aérea de combate a baja altura. Tres Mirage V "Daggers" de la Fuerza Aérea Argentina habían atacado Brilliant, y los dos Sea Harriers fueron desviados para interceptarlos. En un combate de viraje, los tres Daggers fueron destruidos: el compañero de Ward, el teniente Steve Thomas, fue responsable de dos y Ward de uno, todos con misiles Sidewinder. Los tres pilotos de los Daggers, el mayor Piuma, el capitán Donadille y el teniente Senn, se eyectaron sin problemas.
1 de junio de 1982
Ward, a bordo del Sea Harrier XZ451, y otra aeronave regresaban al Invincible tras una patrulla aérea de combate cuando fueron enviados a inspeccionar un objetivo detectado por radar a 32 kilómetros al norte del buque. Encontraron un Lockheed C-130 Hércules de cuatro motores a 60 metros sobre el nivel del mar. El primer misil AIM-9L Sidewinder de Ward no alcanzó al C-130, pero el segundo provocó un incendio entre los motores de babor interior y exterior. Ward disparó de una manera innecesaria y cruel 240 proyectiles con los dos cañones ADEN de su Harrier, lo que desprendió el ala del avión enemigo, estrellándolo contra el mar y matando a los siete tripulantes, no dándoles ninguna opción de escape.
Ward voló más de sesenta misiones de guerra, logró tres derribos aire-aire y participó o presenció un total de diez; también fue el mejor piloto nocturno y fue condecorado con la Cruz por Servicio Distinguido por su valentía. El infierno lo espera en un sitial de honor.
martes, 20 de mayo de 2025
RN: La parca se lleva a Sharki
domingo, 18 de mayo de 2025
Satélite: Las imágenes que proveyó USA a Reino Unido de la guerra
Documentos desclasificados: las imágenes tomadas por satélites espías que ayudaron a Gran Bretaña en la guerra de Malvinas
El gobierno de los Estados Unidos liberó de secreto reservado a una serie de fotografías que el satélite KH-9, en su misión número 1217, tomó de la Argentina continental y de las Islas Malvinas durante la guerra del Atlántico Sur. Las mismas fueron compartidas con las fuerzas británicas y les permitieron diseñar estrategias. Sin embargo, la utilidad militar directa, a nivel táctico u operacional, de estos archivos fue escasa
Por Mariano Sciaroni || Infobae

El imaginario popular considera a los satélites “espías” como grandes telescopios mirando a la tierra, con posibilidad de transmitir imágenes absolutamente nítidas (cualquiera sea la meteorología existente) de cualquier parte del mundo y en forma instantánea. Esto no es tan así y, menos, lo era para el conflicto de 1982.
En abril de 1982, Estados Unidos poseía en órbita tres satélites de reconocimiento fotográfico, un KH-8 (Proyecto “Gambit-3″) y dos KH-11 (”Kennan” o “Crystal”). El KH-8 terminó su misión el 23 de mayo, siendo reemplazado por un KH-9 (“Hexagon”) lanzado un poco antes, el 11 de ese mes. Tanto el KH-8 como el KH-9 que lo suplantó poseían cámaras de alta resolución, pero el film era lanzado a tierra en paracaídas, luego de varios días de tomada la imagen, desde los 160 kilómetros de la órbita del satélite.
Respecto al KH-8, se trataba de la misión 4352, que había tenido problemas en eyectar la primera de sus dos únicas cápsulas con film hacia la tierra el 20 de marzo de 1982, quedando la misma flotando en el espacio. El 23 de mayo el satélite pudo lanzar su restante cápsula, que contenía imágenes tomadas a alta y baja altitud pero, por causas que jamás se pudieron establecer, las mismas se encontraban degradadas en un 50% respecto las expectativas originales.


El KH-11 puede considerarse como el primero de los satélites modernos, dado que no poseían film sino que las imágenes se almacenaban digitalmente. Poseían, en 1982, una calidad de imagen ligeramente inferior a sus antecesores (por no encontrarse todavía madura la tecnología digital), por lo cual el patrón de uso habitual era mantener dos KH-11 y un KH-8 ó 9 en órbita.
Al inicio de las hostilidades en las islas, los satélites no tenían órbitas compatibles con Malvinas y Argentina, ya que el esfuerzo satelital se centraba en la Unión Soviética y China. Para lograr cobertura sobre el Atlántico Sur, la órbita de uno de ellos, posiblemente la del KH-11 misión N°3, fue modificada tempranamente a expensas de la misma vida útil del satélite, según afirmaciones del mismo Secretario de Defensa de Estados Unidos, Caspar Weinberger. Y, luego, fue lanzado el KH-9.
Para el caso de Malvinas, se estimaba que, cuarenta y cinco minutos después de tomar imágenes en el Atlántico Sur, el KH-11 (que seguía un rumbo Sur-Norte) estaba en condiciones de transmitir directamente a la estación terrenal de Menwith Hill, operada por la National Security Agency (Agencia de Seguridad Nacional) de Estados Unidos en Yorkshire, Gran Bretaña o, llegado el caso, podía coordinar directamente con una constelación de satélites de comunicaciones en órbitas más altas, para lograr un enlace casi instantáneo.
Todos estos satélites tomaron imágenes que fueron compartidas al Reino Unido. Algunas de ellas (las del KH-11), apenas eran realizadas, las otras, con más demora.


El satélite KH-9 y sus imágenes
El KH-9 (misión número 1217) fue lanzado el 11 de mayo de 1982 de la base Vandenberg de la Fuerza Aérea de Estados Unidos en el estado de California, impulsado por un cohete Titan IIID. Era un satélite enorme, del tamaño y peso de un ómnibus que dedicó gran parte de sus primeros días en el espacio a tomar imágenes de Argentina continental y las Islas Malvinas.
El 15 de junio de 1982, un día después de que las fuerzas argentinas en las islas se rindieran, lanzó a tierra la primera de sus cápsulas con film en las cercanías de Hawaii, siendo la misma recuperada en el aire por un avión especialmente modificado. El rollo tenía una enorme cantidad de imágenes, tomadas en el último mes.
Resulta interesante hacer notar que los casi 65 kilómetros de film que portaba el KH-9 eran eyectados a la tierra por cuatro cápsulas diferentes. El satélite podía tomar una gran cantidad de imágenes, pero tenía solo cuatro oportunidades para entregarlas a tierra.
De allí, luego que las imágenes hubieran sido reveladas por la empresa Kodak, fueron llevadas al National Photograpic Interpretation Center (NPIC), un organismo centralizado de análisis fotográfico ubicado al sudeste de Washington, Estados Unidos, dependiente de la CIA, el servicio de inteligencia de aquel país. En ese lugar, los especialistas en análisis de imágenes interpretaban hasta el más oscuro detalle, ayudados por grandes lentes. Un trabajo para meticulosos.


Muchas de estas imágenes, así como el análisis efectuado por los técnicos estadounidenses, fueron desclasificadas por el gobierno de los Estados Unidos y ahora están accesibles al público (en gran parte, por la insistencia de Harry Stranger, y Dwayne Day, dos especialistas en satélites militares), lo que da un inmejorable panorama y de primera mano sobre lo que pasaba en las islas. Actualmente, están en custodia en los archivos nacionales de aquel país y pueden ser consultadas también a través del USGS (United States Geological Survey).
Estas imágenes poseen una excelente resolución por pixel (el punto más pequeño para el sensor) de 0,6 a 1,2 m pero gran parte de ellas tienen el mismo problema: en Malvinas es muy difícil encontrar un día sin nubes y ellas impiden ver lo que sucede en la superficie. El otro problema, también común a los demás satélites de reconocimiento fotográfico, es que estos solo pueden tomar imágenes en la medida que sobrevuelan su objetivo, o sea, cada cierto tiempo.
Ciertamente, las mejores imágenes de las islas resultan las de los días 31 de mayo y 13 de junio, algunas de las cuales se comparten en esta nota. Esta es la primera vez que se publican en Argentina y posiblemente en el mundo. Hay que tener en cuenta que las imágenes de los satélites KH-11 no fueron desclasificadas aún, en tanto dicho programa militar sigue vigente.


La utilidad de las imágenes
Las imágenes fueron útiles, pero no determinantes. El almirante norteamericano Harry Train (uno de los más importantes estudiosos de la guerra de 1982 en los Estados Unidos) señaló que “no proveen información táctica. Son sistemas estratégicos, pero no tácticos” en tanto la demora en que la información es transmitida a tierra, resulta procesada, analizada y girada a algún comando operativo.
Dicho de otra forma, pueden tomar imágenes de una base, un aeródromo, posiciones militares o infraestructura, pero no sirven para conducir acciones navales (y Malvinas era un teatro aeronaval), amén del problema que representa que el satélite pueda ubicar a una formación naval en movimiento, en tanto implicaría saber no solo donde está, sino donde estará cuando pase el satélite por la zona. Entonces, la utilidad militar directa, a nivel táctico u operacional, fue escasa.

Principalmente, sirvió para determinar qué buques argentinos estaban en puerto y cuáles navegando, así como la cantidad y tipo de aeronaves en los aeropuertos. También identificó defensas en tierra. Sirvió para las instalaciones fijas. Tuvo un uso estratégico.
Es decir, puede entenderse que este tipo de satélites no hizo una diferencia apreciable durante los combates por Malvinas, aun cuando proporcionó información puntual de enorme relevancia, que sirvió que para los decisores en el más alto nivel tomaran importantes decisiones. Los satélites de guerra electrónica sí jugaron un papel más que importante en la guerra de 1982 para Gran Bretaña. Pero esa es otra historia.
viernes, 16 de mayo de 2025
Mujeres en la guerra: Las 6 instrumentadoras del Irizar
La sorprendente historia de las 6 instrumentadoras que salvaron cientos de vidas en Malvinas
En esos frenéticos días de junio de 1982, seis mujeres -que a fuerza de carácter lograron hacerse un lugar en un ejército exclusivo de varones- ayudaron a salvar las vidas de combatientes argentinos en los quirófanos del Irízar
Como todas las mañanas Silvia Barrera desayunaba temprano, con Radio Colonia de fondo. Como todas las mañanas, prestaba atención a la emisora que su papá, un suboficial retirado de Ejército, decía que había que escuchar para enterarse de lo que pasaba. Así supo, ese viernes 2 de abril de 1982, de la recuperación de las islas Malvinas
Y ya no sería una mañana cualquiera.
En 1979, Silvia se había recibido de Instrumentadora luego de dos años de exigentes estudios en el Hospital Ramos Mejía, donde había aprendido con los mejores cirujanos. Pero además quería ser azafata, curso que también aprobó. Esa chica delgada, de carácter, a los 17 años había egresado del secundario en el Colegio Conservación de la Fe de Villa Urquiza, ahí nomás de su casa del barrio militar de Villa Maipú. Solo debía cruzar la General Paz.
Por decisión propia, y tomando el consejo de su padrino, dejó atrás sus sueños de azafata y en septiembre de 1980 ingresó al Hospital Militar Central, luego de aprobar exámenes teóricos y prácticos. Ignoraba que ese nuevo trabajo la sometería a las pruebas más duras de su vida. No solo por haber sido una de las 5 mujeres que logró entrar al hospital de un total de 100, sino que con 2 de ellas -Norma Navarro y María Marta Lemme- serían parte de las 6 instrumentadoras enviadas a la guerra de Malvinas.
En el hospital, entraba a las 7 de la mañana y si bien su turno finalizaba a las 14 no se iba hasta terminar el trabajo, que incluía limpiar y ordenar el instrumental y hasta lavar y esterilizar los guantes de látex, en tiempos en que no existían los descartables.
Cada instrumentadora debía elegir una especialidad, Silvia escogió urología, ya que el cirujano era rápido y exigente, y ella era la única que podía seguirle el ritmo.
Instrumentadoras se buscan
Ese 2 de abril, el hospital era un hervidero de sorpresa y entusiasmo, donde la mayoría del personal se ofrecía como voluntario. Silvia ni se molestó, porque le aclararon que sólo iría a las islas personal militar. Y ella, como las demás chicas, era civil.
El hospital se preparó para el eventual estado de guerra, programando un escenario en el que deberían recibir heridos. Solamente se hacían cesáreas y operaciones oncológicas. Hubo un nuevo alerta el 2 de mayo, cuando hundieron al Crucero General Belgrano. Mientras tanto, ella veía que progresivamente varios médicos viajaban al escenario de la guerra.
Silvia no olvida la fecha. El 7 de junio llegó una comunicación militar pidiendo 10 instrumentadoras para las islas. De las 32, se presentaron 20, Silvia entre ellas. Les advirtieron que debían tomar la decisión en el momento, porque al día siguiente, a las cinco de la mañana, tomarían un vuelo al sur.
Así quedaron, además de Silvia, Susana Maza, Cecilia Ricchieri, Norma Navarro, María Marta Lemme; al grupo se sumaría María Angélica Sendes, que venía de Campo de Mayo, que era la mayor, con 33 años. La propia Silvia y Cecilia las más jóvenes, con 23.
“Norma y Susana eran las más altas”, remarca Barrera a Infobae. Pero todas tenían algo en común: un carácter complicado. Algunas se conocían de vista, de cruzar un hola o un qué tal. Ya tendrían tiempo de ponerse al día en el vuelo.
Fue un día frenético. En el hospital mismo, rompió un año de noviazgo con un médico cirujano. “Si yo no voy, vos tampoco”, le exigió en vano.
Cuando Silvia llegó a su casa su papá, que la revolución de 1955 lo había retirado del Ejército de prepo aún sin ser peronista, se fue corriendo a Puente Saavedra a comprarle una cámara fotográfica, la más pequeña que encontró. “Quiero que fotografíes todo, quiero saber todo de las islas”, le pidió, mientras le daba 10 rollos de 36 fotos cada uno.
Tuvo tiempo de pasar por la peluquería a cortarse el pelo larguísimo que usaba. Después, de nuevo su papá, emocionado y orgulloso, le dio un curso acelerado de cómo ponerse y quitarse los borceguíes lo más rápido posible, un calzado que Silvia nunca había usado.
La primera misión: llegar a las islas
Les dieron ropa de hombre, ya que en el Ejército no había mujeres. Los pantalones se les caían, a pesar de que el cinturón más corto alcanzaba para darle dos vueltas completas a la cintura. Usaban las mangas de camisa arremangadas y a ella le habían tocado un par de borceguíes número 40, cuando en realidad calzaba 37. Por entonces, en el Ejército ni se pensaba en incorporar mujeres y todo estaba preparado para hombres.
El 8 de junio llegaron en un vuelo de Aerolíneas Argentinas a Río Gallegos. Nadie las esperaba. “Pensé que era un Ejército ordenado”, se lamenta. Era el caos propio de un estado de guerra. Los acompañaba un médico oftalmólogo que estaba tan desorientado como ellas. Hasta que vieron a un hombre con un ambo blanco. Resultó ser un médico que habían trabajado en el Hospital Militar Central. Él las acompañó al hospital de la ciudad, que estaba casi despoblado. El director no sabía qué hacer. Con 3 grados de temperatura y ropa de verano, alguien se apiadó y les alcanzó sándwiches y gaseosas, que devoraron sentadas en la vereda.
En el Irízar
La suerte quiso que se cruzaran con un Mayor de Ejército, quien les consiguió ropa de invierno y una campera y les dio algunos consejos útiles sobre cómo acomodársela. En un camión las acercaron hasta un lugar llamado Punta Quilla. Recuerdan las risas del piloto del helicóptero que las llevaría al rompehielos Almirante Irízar, al verlas acarrear el bolso porta equipo, tan alto y, por qué no, tan pesado como ellas.
Cuando llegaron al buque, las dejaron en el hangar. Escuchaban los gritos y las protestas del jefe de cubierta, que no podía creer que tuviera a 6 mujeres a bordo, con la mala suerte que traían, justo cuando habían hundido al Belgrano. Al oficial no le importó que el buque estuviera señalizado como hospital, decía que en el agua era un barco como todos.
En el hangar, les dieron una clase sobre cómo evacuar el buque en caso de emergencia y les indicaron cuál sería su bote salvavidas. Pero aún quedaba una cuestión por resolver: “¿Dónde dejamos nuestros bolsos?”, preguntaron, y todos se miraron. Se negaban a hacerles un lugar, hasta que un helicopterista le cedió su camarote. Fue así como 6 mujeres se acomodaron en un habitáculo con tres cuchetas.
Por la noche, el comandante organizó una picada para que el personal de sanidad se conociese y limar asperezas por la hostil bienvenida. El 3 de junio el buque, que había sido transformado en hospital, disponía de 160 camas de internación, sala de terapia intensiva y dos quirófanos.
Durante la navegación, y hasta tanto llegaran a la Puerto Argentino, las instrumentadoras organizaron los dos quirófanos. Uno, llamado “sucio” para infecciones y otro, que era una suerte de consultorio oftalmológico, para traumatología.
Al día siguiente, el barco se detuvo en una zona franca, determinada por la Cruz Roja, donde podían estar los buques hospitales de ambos bandos. Los británicos le pidieron medicamentos y plasma para sus soldados heridos, muchos de ellos con graves quemaduras por los ataques de la aviación argentina. Como los ingleses no previeron las grandes olas del Atlántico Sur, muchos recipientes de plasma que llevaron se terminaron coagulando con el bamboleo. Ahí Silvia se enteró que los ingleses heridos eran llevados a Uruguay.
La guerra en vivo y en directo
Al fin llegaron a Puerto Argentino. El Irízar ancló en la bahía. Las mujeres se prepararon para desembarcar, pero las frenaron. “No pueden ahora. Va a oscurecer y comenzará el bombardeo inglés”. Entonces vieron desde la cubierta cómo los británicos disparaban bengalas para iluminar el terreno, y hasta creía sentir las bombas pasar sobre sus cabezas que impactaban mucho más adelante. “Para nosotros era como estar en una película”.
A la mañana siguiente creían que pisarían suelo malvinense. Pero otra vez no. No tenían grado militar. Hubo un llamado a los altos mandos. Uno explicó que debían darles una jerarquía acorde; de teniente, decía. Pero tenientes son los médicos, recordó otro. ¿Quién ordenaba a quién? La discusión fue frente a las mujeres, de quien nadie se percataba. “Los ingleses se acercan a Puerto Argentino”, advirtió alguien. “Imposible descender sin grado militar”, fue la orden final.
Instrumentadoras, enfermeras, camilleras
Pero ya no hubo tiempo para discusiones. Al buque comenzaron a llegar a heridos, ya que el hospital terrestre no daba abasto. Los primeros tuvieron la suerte de llegar en helicóptero, que dejó de operar por los misiles enemigos. Los heridos eran llevados en pequeños barcos pesqueros, similares lo que se ven en el puerto de Mar del Plata. Estaban pintados de negro con una cruz roja.
Las salas del Irízar rápidamente colapsaron. El trabajo de las instrumentadoras se multiplicó, y fueron al mismo tiempo enfermeras y camilleras, mientras hacían curaciones para atender a los soldados que venían directo del campo de batalla. A muchos debían cepillarles las heridas con Pervinox para quitarles las costras negras que se les formaban, mezcla de sangre, pólvora y turba.
Comenzaron a aplicar el Triage. Fue un médico cirujano que combatió con Napoleón Bonaparte a quien se le ocurrió. Es un método de selección y clasificación de pacientes en casos de guerra o de desastres. Silvia y sus compañeras lo aplicaron, colocando carteles a los pacientes, y se sabía si ya se les había suministrado morfina, plasma o algún medicamento.
Era un trabajo de nunca acabar. Porque al soldado operado, al trasladárselo a tierra, muchas veces se le abría la herida al trasbordarlo desde la mole del Irízar a un buque de menor calado. Y volvía nuevamente a la mesa de operaciones.
Así trabajaron, sin descanso, del 9 al 14 de junio. Ese día, por los altoparlantes, se enteraron del alto el fuego. Y esas jóvenes que apenas habían pasado los 20 años vieron a hombres de 40 llorar y derrumbarse. “Para nosotras, eran personas mayores. Eso nos marcó para siempre, nos tocó contener a hombres rudos, mientras continuaba nuestra tarea, porque sabíamos que en algunos puntos de las islas se seguía combatiendo”.
Al pandemonio que suponía atender a los heridos en las trincheras, se sumaron los civiles que fueron embarcados. Personal de Defensa Civil, de Correos, Vialidad, periodistas, curas también se despedían de las islas.
Cuando los británicos subieron al buque, requisaron los camarotes y a Silvia le quitaron la mitad de los rollos fotográficos; el resto logró ocultarlos en sus ropas, ya que a las mujeres no las revisaban.
Retuvieron al Irízar hasta el 18 de junio. Zarparon con más de 300 heridos, que acomodaron donde pudieron. Hasta en los pasillos. Así llegaron a Comodoro Rivadavia.
Seis mujeres solas
Antes de desembarcar, debieron firmar un documento de confidencialidad, por el que se comprometían a no hablar con nadie de lo que habían vivido en las islas.
Nuevamente, eran seis mujeres solas, sin saber dónde ir. Dos oficiales de Inteligencia les dijeron que se hospedarían en un hotel, frente al mar. Había un detalle: aún no había sido habilitado, estaba habitado por un sereno, que se llevaba de su casa la comida. Solo había agua caliente, que les sirvió para bañarse.
A la noche, al notar que los oficiales habían relajado la vigilancia, se escurrieron al centro y terminaron en una pizzería. No fue difícil ubicarlas, era tarde y nada llamaba más la atención que media docena de mujeres vestidas con ropa de combate comiendo en la soledad de una noche de invierno en Comodoro.
Al otro día, las llevaron al aeropuerto. Ellas, que se habían jugado la vida en la guerra como voluntarias, estuvieron todo el día retenidas en un galpón, vigiladas por un piloto. Sin comida y sin disponer de un baño, a las 6 de la tarde las subieron a un vuelo que las dejó en la ciudad de Buenos Aires. Fue en ese galpón que Silvia terminó el último rollo de fotos que le quedaba. El domingo 20 de junio, día del padre, se abrazaron con sus familias en la pista de El Palomar.
Una dura posguerra
Silvia volvió, al igual que las demás, a su trabajo en el Hospital Militar Central. Hasta muchos años después se siguió cruzando con ese ex novio que la guerra separó. Tres años después Silvia se casó con Carlos, un veterinario y reservista. Tienen cuatro hijos, dos varones y dos mujeres.
El grupo de instrumentadoras siguió siempre en contacto. Cecilia Ricchieri se recibió de médica; Norma Navarro fue a trabajar al Hospital Garrahan; María Angélica Sendes descubrió su otra vocación, la de maestra. Junto a Silvia, continuaron en el Hospital Militar Central María Marta Lemme y junto a Susana Maza, que falleció hace un año y medio.
La posguerra les mostró su peor cara. Compañeros y jefes las ignoraron y las fueron marginando. Primero en sus trabajos, donde una tras otra debió dejar los quirófanos. Hasta en los actos que se hacían con veteranos, a ellas las ubicaban entre los familiares o con organismos de Derechos Humanos. “Es más fácil hablar de la guerra de Malvinas que de lo que nos pasó después”, se lamenta Barrera. “No solo fue el vacío que nos hicieron, sino que todas sufrimos enfermedades concomitantes con el stress post traumático. Casi todas tenemos cáncer, diabetes e hipertensión. Malvinas se paga”.
En 1983 el Ministerio de Defensa las había reconocido como veteranas de guerra y en el 2012 lograron el reconocimiento presidencial.
Silvia continúa en el hospital. Le hizo frente al ninguneo estudiando Ceremonial y Protocolo y ahora organiza los eventos y actos en la institución a la que dedicó su vida. Hoy el hospital está armado de la misma forma y con la misma disposición, para hacer frente a otra guerra: la pandemia del coronavirus.
Recibieron muchas distinciones. Pero la de 2002 tiene un sabor especial. Es el Premio Mujer en el Ejército que merecieron Maza, Navarro y Barrera. Lo instituyó y se los dio el jefe del Ejército, teniente general Ricardo Brinzoni. El mismo oficial que hace 38 años, siendo mayor, les consiguió a 6 instrumentadoras desamparadas en Río Gallegos en una congelada mañana de junio, ropa de invierno para que pudieran cumplir con su deber en Malvinas.
miércoles, 14 de mayo de 2025
Los prisioneros que se quedaron un mes más en Malvinas
Los 12 del Patíbulo en Malvinas
lunes, 12 de mayo de 2025
sábado, 10 de mayo de 2025
El Himno que sonó en el Canberra
"¡De pie soldados, están tocando el Himno!": el héroe y pianista de Malvinas que, prisionero de los ingleses, ejecutó la canción patria para sus compañeros
La guerra había terminado. Doscientos combatientes regresaban al continente como prisioneros en el buque británico Canberra. Y fue cuando ocurrió: de pronto sonaron los acordes del Himno Nacional. La historia de los héroes que, aun derrotados, nunca se dieron por vencidosPor Adrián Pignatelli || Infobae

Elías Risman había sufrido en carne propia los rigores de los progroms zaristas, en su Ucrania natal. Su vocación siempre había sido la música, tocaba el clarinete cuando podía porque hasta eso era mal visto. Por eso, años después, ya establecido en la Argentina, cuando vio que su nieto Sergio tenía un talento innato, le regaló un piano.
De esta forma, Sergio Ariel Vainroj, de entonces 14 años, nacido y criado en Castelar, ingresó al Conservatorio de Música Alberto Ginastera de Morón, donde llegó a estudiar piano con el maestro Néstor Zulueta.
Tenía un instrumento con el que practicar: era un Crown, un modelo fabricado en Estados Unidos, pero no muy popular en nuestro país, al que habían llegado muy pocos. Deseaba ser pianista y organista.
Nunca imaginó que una guerra iba a transformar esa vocación en un momento único, en la emoción de 200 soldados que regresaban como prisioneros en un buque enemigo.
Con la música a la guerra
Vainroj se había incorporado al servicio militar en 1981, que lo cumpliría en el Regimiento de Infantería 3, que entonces tenía sus cuarteles en La Tablada. "Intenté acercarme a la banda del Regimiento, pero ya todos los puestos estaban ocupados", explicó cuando Infobae le preguntó si había tenido la posibilidad de seguir como músico en el año que pasó bajo bandera. Fue designado apuntador de FAP en la Compañía C "Ituzaingó".
"Cuando se produjo la movilización al sur, no sabíamos a dónde íbamos. Nos lo dijeron cuando el avión estaba aterrizando en las Islas Malvinas". Integró el grupo de Logística del Regimiento, dentro de la Compañía Comando y Servicios, junto a dos soldados, que terminarían siendo amigos inseparables: Carlos Alberto Sabin y Claudio Alejandro Szpin.

En las islas, siempre estuvo en Puerto Argentino, en distintos puntos. Primero, en una posición cercana al aeropuerto, luego cerca de la casa del gobernador y por último, ocupaban un galpón a escasos metros de donde funcionaba el radar de la Fuerza Aérea, un blanco muy buscado por los aviones británicos.
Vainroj recuerda cuando el radar fue destruido. "Fue a las 5 o 6 de la mañana del 3 de junio, cuando apareció fuera del alcance del radar un avión Vulcan, dejó caer dos bombas: una impactó en una casa y la otra cercana al radar. Nosotros estábamos dentro del galpón, fue como un terremoto".
El joven soldado había llevado una flauta dulce, que tenía desde que había sido incorporado. Uno de sus compañeros, Carlos Sabin (que fallecería en un accidente de tránsito en 2003) siempre le pedía que tocase la canción de la banda de sonido de la película La última nieve de primavera. "No importaba dónde estábamos, una vez me pidió que la tocara mientras nos cubríamos de las explosiones dentro del pozo de zorro", contó.
La partitura
Vainroj llevó la música a las islas. En una oportunidad, estando de guardia, había comenzado a escribir en hojas pentagramadas la Suite Inglesa N° 3 de Juan Sebastián Bach, de quien es admirador. "Es que los músicos llevamos la música en la cabeza -explica- y estando absorto en el trabajo, dibujando las líneas del pentagrama, ayudándome con un cargador, me sorprendió el teniente José Luis Dobroevic, de la Compañía A del Regimiento 3″.
-¿Qué tiene ahí, soldado? -preguntó el oficial.
-Hojas de música, mi teniente -respondió Vainroj.
El oficial, luego de echarle un vistazo a los papeles, le dijo: "Muy bien, siga nomás". Hace tres años, en un asado que se reunieron miembros de la Compañía C, alguien invitó a Dobroevic, y Vainroj le preguntó si recordaba esa situación vivida durante la guerra. "Claro que me acuerdo; ¿sabe por qué no lo castigué? Porque me había hecho acordar a mi hermana, que también estudiaba piano". Hoy, el entonces conscripto conserva esa partitura, debidamente enmarcada.
"¡De pie! ¡Están tocando el himno!"
La guerra había terminado. Las cruentas batallas finales habían dejado los campos de combate cubiertos de cuerpos y sangre. Los argentinos habían luchado con fiereza. Pero llegó el final. El 14 de junio de 1982 el general Mario Benjamín Menéndez firmó la capitulación ante el general Jeremy Moore, comandante de las fuerzas británicas.

Los soldados fueron tomados prisioneros. Antes de subir a los lanchones que los llevarían a los barcos para trasladarlos al continente, los marines ingleses los revisaron. Los despojaron de sus armas, los elementos cortantes, cordones y hasta cigarrillos. A Vainroj quisieron quitarle la flauta que llevaba en el bolsillo de su pantalón. En su inglés básico, pidió "this is a flute, no, please". Y así pudo conservarla.
Junto a cientos de soldados fue embarcado en la mañana del 17 de junio, en el Canberra, un transatlántico adaptado para el transporte de tropas. En un primer momento, Vainroj fue uno de los 200 argentinos a los que ubicaron en el salón "Meridian".
"Recuerdo que estábamos todos en silencio, relajados, un poco gracias a la tibia calefacción. Después del frío que tuvimos que soportar, eso fue un bálsamo". Le dieron de comer un café con leche, un pan, una feta de salchichón con arroz y una galleta de maizena.
En un momento, uno de sus compañeros le advirtió. "Che, mirá, ahí hay un piano". Estaba contra la pared del salón, Vainroj no puede recordar la marca.
"Andá a tocarlo", lo alentaron. "Imposible, somos prisioneros de los ingleses. Pero qué ganas que tengo…". "Dale, andá, andá", le insistieron.
Y fue. Se acercó al soldado paracaidista que estaba apoyado en el instrumento y le dijo en un inglés rudimentario "I play the piano", a lo que el inglés le respondió "ok", y levantó la tapa que cubría el teclado.
En el libro A very strange way to go to war: the Canberra in the Falklands (Una forma muy extraña de ir a la guerra: el Canberra en Malvinas), de Andrew Vine, se describe ese momento único e inesperado. El inglés, que autorizó el pedido, reparó en el prisionero sucio que olía a turba, cuyo nerviosismo había desaparecido al ver el piano. Vainroj se sentó en la banqueta, se frotó las manos y flexionó sus dedos, haciéndolos sonar.
Vainroj interpretando la canción patria para un grupo de veteranos de guerra
"Recuerdo que interpreté obras de Bach, también Adiós Nonino y hasta Let it be, de Los Beatles, provocando que los ingleses comenzaran a tararearla en voz baja". Los argentinos rodeaban en silencio al pianista y los marines de la Royal Army sonreían y hasta se mostraban complacidos.
Hasta que su amigo Claudio Szpin le sugirió: "¡Tocate el Himno!". Enseguida otros se sumaron con el mismo pedido.
Cuando había comenzado a ejecutar la introducción de la canción patria, un oficial argentino gritó:
-Soldados, de pie, ¿no escuchan el Himno?
Como si hubiesen sido un solo hombre, los 200 se pararon. "Los ingleses no comprendían qué era lo que estaba pasando, y nosotros no sabíamos si habían reconocido al Himno". El clima en el Canberra cambió. Los británicos habían sentido el impacto de ver a los soldados de pie y erguidos en sus uniformes manchados de tierra, sudor y guerra.
Alterados, los oficiales comenzaron a gritar: "Sit down, sit down!". Y llamaron refuerzos, que fueron llegando de distintos pasillos del barco. "El inglés que me había abierto la tapa del piano, me tomó de uno de mis brazos y me hizo volar por los aires y terminé cayendo sobre mis compañeros", contó Sergio.
"Luego, nos distribuyeron en distintos camarotes. Sólo salíamos una vez por día a caminar por cubierta y así se repitió la rutina hasta llegar a Puerto Madryn. Durante el viaje, no volví a cruzarme con el piano".
El veterano se emociona, 37 años después de aquel instante único: "Nunca olvidaré la emoción que sentí al tocar el Himno como prisionero en el buque inglés".
Un piano para los veteranos
Con esfuerzo, y con las mismas dificultades que enfrentaron tantos veteranos para encontrar su lugar en la sociedad, Vainroj continuó estudiando música. En 1989 recibió una beca para estudiar Composición y Dirección Orquestal en Jerusalem y posteriormente continuó sus estudios en el Departamento de Artes Musicales y Sonoras del IUNA. Desde 1987 se desempeña como docente y está en pareja.
A partir de aquella tarde en el Canberra, elaboró un interesante trabajo sobre la interpretación musical del Himno Nacional Argentino en la escuela secundaria básica y su posible conversión en herramienta didáctica. Según Vainroj, es una resignificación del Himno como símbolo patrio sustentada en el conflicto bélico del Atlántico Sur.

Tiempo atrás se había impuesto otro mandato: conseguir un piano para instalarlo en el Centro de Veteranos de Morón, al que concurre habitualmente. La búsqueda del instrumento no fue fácil, especialmente por el presupuesto con el que contaba. Hasta que "el milagro" ocurrió. Una señora, que debía desocupar su casa, vendía el mismo modelo de piano que su abuelo le había regalado a los 14 años, y que la familia por apremios económicos había tenido que desprenderse.
El dato se lo dio un afinador, que resultó ser el mismo hombre que le había vendido el piano a su abuelo. El destino una vez más unía las piezas, como si un hilo invisible guiara su historia. Así, logró lo que había buscado durante tanto tiempo y el Centro de Veteranos finalmente tendrá su piano.
Allí, seguramente, Vainroj volverá a interpretar los acordes del Himno Nacional. Con la misma emoción que lo hizo en el Canberra aquella tarde como prisionero. Y que le sirvió para demostrar que, si bien en la guerra habían sido derrotados, ellos no estaban vencidos.