viernes, 16 de mayo de 2025

Mujeres en la guerra: Las 6 instrumentadoras del Irizar

La sorprendente historia de las 6 instrumentadoras que salvaron cientos de vidas en Malvinas

En esos frenéticos días de junio de 1982, seis mujeres -que a fuerza de carácter lograron hacerse un lugar en un ejército exclusivo de varones- ayudaron a salvar las vidas de combatientes argentinos en los quirófanos del Irízar

El grupo de las seis instrumentadoras, fotografía tomada con la cámara de Silvia Barrera.

Como todas las mañanas Silvia Barrera desayunaba temprano, con Radio Colonia de fondo. Como todas las mañanas, prestaba atención a la emisora que su papá, un suboficial retirado de Ejército, decía que había que escuchar para enterarse de lo que pasaba. Así supo, ese viernes 2 de abril de 1982, de la recuperación de las islas Malvinas

Y ya no sería una mañana cualquiera.

En 1979, Silvia se había recibido de Instrumentadora luego de dos años de exigentes estudios en el Hospital Ramos Mejía, donde había aprendido con los mejores cirujanos. Pero además quería ser azafata, curso que también aprobó. Esa chica delgada, de carácter, a los 17 años había egresado del secundario en el Colegio Conservación de la Fe de Villa Urquiza, ahí nomás de su casa del barrio militar de Villa Maipú. Solo debía cruzar la General Paz.

Por decisión propia, y tomando el consejo de su padrino, dejó atrás sus sueños de azafata y en septiembre de 1980 ingresó al Hospital Militar Central, luego de aprobar exámenes teóricos y prácticos. Ignoraba que ese nuevo trabajo la sometería a las pruebas más duras de su vida. No solo por haber sido una de las 5 mujeres que logró entrar al hospital de un total de 100, sino que con 2 de ellas -Norma Navarro y María Marta Lemme- serían parte de las 6 instrumentadoras enviadas a la guerra de Malvinas.

En el hospital, entraba a las 7 de la mañana y si bien su turno finalizaba a las 14 no se iba hasta terminar el trabajo, que incluía limpiar y ordenar el instrumental y hasta lavar y esterilizar los guantes de látex, en tiempos en que no existían los descartables.

Cada instrumentadora debía elegir una especialidad, Silvia escogió urología, ya que el cirujano era rápido y exigente, y ella era la única que podía seguirle el ritmo.

Instrumentadoras se buscan

Ese 2 de abril, el hospital era un hervidero de sorpresa y entusiasmo, donde la mayoría del personal se ofrecía como voluntario. Silvia ni se molestó, porque le aclararon que sólo iría a las islas personal militar. Y ella, como las demás chicas, era civil.

El hospital se preparó para el eventual estado de guerra, programando un escenario en el que deberían recibir heridos. Solamente se hacían cesáreas y operaciones oncológicas. Hubo un nuevo alerta el 2 de mayo, cuando hundieron al Crucero General Belgrano. Mientras tanto, ella veía que progresivamente varios médicos viajaban al escenario de la guerra.

Silvia no olvida la fecha. El 7 de junio llegó una comunicación militar pidiendo 10 instrumentadoras para las islas. De las 32, se presentaron 20, Silvia entre ellas. Les advirtieron que debían tomar la decisión en el momento, porque al día siguiente, a las cinco de la mañana, tomarían un vuelo al sur.

El rompehielos Irízar, transformado en buque hospital.

Así quedaron, además de Silvia, Susana Maza, Cecilia Ricchieri, Norma Navarro, María Marta Lemme; al grupo se sumaría María Angélica Sendes, que venía de Campo de Mayo, que era la mayor, con 33 años. La propia Silvia y Cecilia las más jóvenes, con 23.

“Norma y Susana eran las más altas”, remarca Barrera a Infobae. Pero todas tenían algo en común: un carácter complicado. Algunas se conocían de vista, de cruzar un hola o un qué tal. Ya tendrían tiempo de ponerse al día en el vuelo.

Fue un día frenético. En el hospital mismo, rompió un año de noviazgo con un médico cirujano. “Si yo no voy, vos tampoco”, le exigió en vano.

Cuando Silvia llegó a su casa su papá, que la revolución de 1955 lo había retirado del Ejército de prepo aún sin ser peronista, se fue corriendo a Puente Saavedra a comprarle una cámara fotográfica, la más pequeña que encontró. “Quiero que fotografíes todo, quiero saber todo de las islas”, le pidió, mientras le daba 10 rollos de 36 fotos cada uno.

Tuvo tiempo de pasar por la peluquería a cortarse el pelo larguísimo que usaba. Después, de nuevo su papá, emocionado y orgulloso, le dio un curso acelerado de cómo ponerse y quitarse los borceguíes lo más rápido posible, un calzado que Silvia nunca había usado.

La primera misión: llegar a las islas

Les dieron ropa de hombre, ya que en el Ejército no había mujeres. Los pantalones se les caían, a pesar de que el cinturón más corto alcanzaba para darle dos vueltas completas a la cintura. Usaban las mangas de camisa arremangadas y a ella le habían tocado un par de borceguíes número 40, cuando en realidad calzaba 37. Por entonces, en el Ejército ni se pensaba en incorporar mujeres y todo estaba preparado para hombres.

Silvia Barrera, la primera de la derecha.

El 8 de junio llegaron en un vuelo de Aerolíneas Argentinas a Río Gallegos. Nadie las esperaba. “Pensé que era un Ejército ordenado”, se lamenta. Era el caos propio de un estado de guerra. Los acompañaba un médico oftalmólogo que estaba tan desorientado como ellas. Hasta que vieron a un hombre con un ambo blanco. Resultó ser un médico que habían trabajado en el Hospital Militar Central. Él las acompañó al hospital de la ciudad, que estaba casi despoblado. El director no sabía qué hacer. Con 3 grados de temperatura y ropa de verano, alguien se apiadó y les alcanzó sándwiches y gaseosas, que devoraron sentadas en la vereda.

En el Irízar

La suerte quiso que se cruzaran con un Mayor de Ejército, quien les consiguió ropa de invierno y una campera y les dio algunos consejos útiles sobre cómo acomodársela. En un camión las acercaron hasta un lugar llamado Punta Quilla. Recuerdan las risas del piloto del helicóptero que las llevaría al rompehielos Almirante Irízar, al verlas acarrear el bolso porta equipo, tan alto y, por qué no, tan pesado como ellas.

Cuando llegaron al buque, las dejaron en el hangar. Escuchaban los gritos y las protestas del jefe de cubierta, que no podía creer que tuviera a 6 mujeres a bordo, con la mala suerte que traían, justo cuando habían hundido al Belgrano. Al oficial no le importó que el buque estuviera señalizado como hospital, decía que en el agua era un barco como todos.

En el hangar, les dieron una clase sobre cómo evacuar el buque en caso de emergencia y les indicaron cuál sería su bote salvavidas. Pero aún quedaba una cuestión por resolver: “¿Dónde dejamos nuestros bolsos?”, preguntaron, y todos se miraron. Se negaban a hacerles un lugar, hasta que un helicopterista le cedió su camarote. Fue así como 6 mujeres se acomodaron en un habitáculo con tres cuchetas.

Por la noche, el comandante organizó una picada para que el personal de sanidad se conociese y limar asperezas por la hostil bienvenida. El 3 de junio el buque, que había sido transformado en hospital, disponía de 160 camas de internación, sala de terapia intensiva y dos quirófanos.

Durante la navegación, y hasta tanto llegaran a la Puerto Argentino, las instrumentadoras organizaron los dos quirófanos. Uno, llamado “sucio” para infecciones y otro, que era una suerte de consultorio oftalmológico, para traumatología.

Al día siguiente, el barco se detuvo en una zona franca, determinada por la Cruz Roja, donde podían estar los buques hospitales de ambos bandos. Los británicos le pidieron medicamentos y plasma para sus soldados heridos, muchos de ellos con graves quemaduras por los ataques de la aviación argentina. Como los ingleses no previeron las grandes olas del Atlántico Sur, muchos recipientes de plasma que llevaron se terminaron coagulando con el bamboleo. Ahí Silvia se enteró que los ingleses heridos eran llevados a Uruguay.

La guerra en vivo y en directo

Al fin llegaron a Puerto Argentino. El Irízar ancló en la bahía. Las mujeres se prepararon para desembarcar, pero las frenaron. “No pueden ahora. Va a oscurecer y comenzará el bombardeo inglés”. Entonces vieron desde la cubierta cómo los británicos disparaban bengalas para iluminar el terreno, y hasta creía sentir las bombas pasar sobre sus cabezas que impactaban mucho más adelante. “Para nosotros era como estar en una película”.

A la mañana siguiente creían que pisarían suelo malvinense. Pero otra vez no. No tenían grado militar. Hubo un llamado a los altos mandos. Uno explicó que debían darles una jerarquía acorde; de teniente, decía. Pero tenientes son los médicos, recordó otro. ¿Quién ordenaba a quién? La discusión fue frente a las mujeres, de quien nadie se percataba. “Los ingleses se acercan a Puerto Argentino”, advirtió alguien. “Imposible descender sin grado militar”, fue la orden final.

Instrumentadoras, enfermeras, camilleras

Pero ya no hubo tiempo para discusiones. Al buque comenzaron a llegar a heridos, ya que el hospital terrestre no daba abasto. Los primeros tuvieron la suerte de llegar en helicóptero, que dejó de operar por los misiles enemigos. Los heridos eran llevados en pequeños barcos pesqueros, similares lo que se ven en el puerto de Mar del Plata. Estaban pintados de negro con una cruz roja.

Las salas del Irízar rápidamente colapsaron. El trabajo de las instrumentadoras se multiplicó, y fueron al mismo tiempo enfermeras y camilleras, mientras hacían curaciones para atender a los soldados que venían directo del campo de batalla. A muchos debían cepillarles las heridas con Pervinox para quitarles las costras negras que se les formaban, mezcla de sangre, pólvora y turba.

Comenzaron a aplicar el Triage. Fue un médico cirujano que combatió con Napoleón Bonaparte a quien se le ocurrió. Es un método de selección y clasificación de pacientes en casos de guerra o de desastres. Silvia y sus compañeras lo aplicaron, colocando carteles a los pacientes, y se sabía si ya se les había suministrado morfina, plasma o algún medicamento.

Barrera, con sus distinciones por su papel en la guerra de Malvinas.

Era un trabajo de nunca acabar. Porque al soldado operado, al trasladárselo a tierra, muchas veces se le abría la herida al trasbordarlo desde la mole del Irízar a un buque de menor calado. Y volvía nuevamente a la mesa de operaciones.

Así trabajaron, sin descanso, del 9 al 14 de junio. Ese día, por los altoparlantes, se enteraron del alto el fuego. Y esas jóvenes que apenas habían pasado los 20 años vieron a hombres de 40 llorar y derrumbarse. “Para nosotras, eran personas mayores. Eso nos marcó para siempre, nos tocó contener a hombres rudos, mientras continuaba nuestra tarea, porque sabíamos que en algunos puntos de las islas se seguía combatiendo”.

Al pandemonio que suponía atender a los heridos en las trincheras, se sumaron los civiles que fueron embarcados. Personal de Defensa Civil, de Correos, Vialidad, periodistas, curas también se despedían de las islas.

Cuando los británicos subieron al buque, requisaron los camarotes y a Silvia le quitaron la mitad de los rollos fotográficos; el resto logró ocultarlos en sus ropas, ya que a las mujeres no las revisaban.

Retuvieron al Irízar hasta el 18 de junio. Zarparon con más de 300 heridos, que acomodaron donde pudieron. Hasta en los pasillos. Así llegaron a Comodoro Rivadavia.

Seis mujeres solas

Antes de desembarcar, debieron firmar un documento de confidencialidad, por el que se comprometían a no hablar con nadie de lo que habían vivido en las islas.

Nuevamente, eran seis mujeres solas, sin saber dónde ir. Dos oficiales de Inteligencia les dijeron que se hospedarían en un hotel, frente al mar. Había un detalle: aún no había sido habilitado, estaba habitado por un sereno, que se llevaba de su casa la comida. Solo había agua caliente, que les sirvió para bañarse.

Silvia Barrera, el orgullo de ser veterana de guerra.

A la noche, al notar que los oficiales habían relajado la vigilancia, se escurrieron al centro y terminaron en una pizzería. No fue difícil ubicarlas, era tarde y nada llamaba más la atención que media docena de mujeres vestidas con ropa de combate comiendo en la soledad de una noche de invierno en Comodoro.

Al otro día, las llevaron al aeropuerto. Ellas, que se habían jugado la vida en la guerra como voluntarias, estuvieron todo el día retenidas en un galpón, vigiladas por un piloto. Sin comida y sin disponer de un baño, a las 6 de la tarde las subieron a un vuelo que las dejó en la ciudad de Buenos Aires. Fue en ese galpón que Silvia terminó el último rollo de fotos que le quedaba. El domingo 20 de junio, día del padre, se abrazaron con sus familias en la pista de El Palomar.

Una dura posguerra

Silvia volvió, al igual que las demás, a su trabajo en el Hospital Militar Central. Hasta muchos años después se siguió cruzando con ese ex novio que la guerra separó. Tres años después Silvia se casó con Carlos, un veterinario y reservista. Tienen cuatro hijos, dos varones y dos mujeres.

El grupo de instrumentadoras siguió siempre en contacto. Cecilia Ricchieri se recibió de médica; Norma Navarro fue a trabajar al Hospital Garrahan; María Angélica Sendes descubrió su otra vocación, la de maestra. Junto a Silvia, continuaron en el Hospital Militar Central María Marta Lemme y junto a Susana Maza, que falleció hace un año y medio.

La posguerra les mostró su peor cara. Compañeros y jefes las ignoraron y las fueron marginando. Primero en sus trabajos, donde una tras otra debió dejar los quirófanos. Hasta en los actos que se hacían con veteranos, a ellas las ubicaban entre los familiares o con organismos de Derechos Humanos. “Es más fácil hablar de la guerra de Malvinas que de lo que nos pasó después”, se lamenta Barrera. “No solo fue el vacío que nos hicieron, sino que todas sufrimos enfermedades concomitantes con el stress post traumático. Casi todas tenemos cáncer, diabetes e hipertensión. Malvinas se paga.

En 1983 el Ministerio de Defensa las había reconocido como veteranas de guerra y en el 2012 lograron el reconocimiento presidencial.

Silvia continúa en el hospital. Le hizo frente al ninguneo estudiando Ceremonial y Protocolo y ahora organiza los eventos y actos en la institución a la que dedicó su vida. Hoy el hospital está armado de la misma forma y con la misma disposición, para hacer frente a otra guerra: la pandemia del coronavirus.

Recibieron muchas distinciones. Pero la de 2002 tiene un sabor especial. Es el Premio Mujer en el Ejército que merecieron Maza, Navarro y Barrera. Lo instituyó y se los dio el jefe del Ejército, teniente general Ricardo Brinzoni. El mismo oficial que hace 38 años, siendo mayor, les consiguió a 6 instrumentadoras desamparadas en Río Gallegos en una congelada mañana de junio, ropa de invierno para que pudieran cumplir con su deber en Malvinas.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Los prisioneros que se quedaron un mes más en Malvinas

Los 12 del Patíbulo en Malvinas





𝗘𝘀𝘁𝘂𝘃𝗶𝗲𝗿𝗼𝗻 𝘂𝗻 𝗺𝗲𝘀 𝗰𝗼𝗺𝗼 𝗽𝗿𝗶𝘀𝗶𝗼𝗻𝗲𝗿𝗼𝘀 𝗲𝗻 𝗠𝗮𝗹𝘃𝗶𝗻𝗮𝘀: 𝗹𝗮 𝗵𝗶𝘀𝘁𝗼𝗿𝗶𝗮 𝗱𝗲 "𝗹𝗼𝘀 𝟭𝟮 𝗱𝗲𝗹 𝗽𝗮𝘁í𝗯𝘂𝗹𝗼”
𝘗𝘢𝘴𝘢𝘳𝘰𝘯 𝘢 𝘭𝘢 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘶𝘯 𝘨𝘳𝘶𝘱𝘰 𝘥𝘦 𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘺 𝘴𝘶𝘣𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘪𝘯𝘰𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘨𝘭𝘦𝘴𝘦𝘴 𝘮𝘢𝘯𝘵𝘶𝘷𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘩𝘢𝘴𝘵𝘢 𝘶𝘯 𝘮𝘦𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴 𝘥𝘦 𝘧𝘪𝘯𝘢𝘭𝘪𝘻𝘢𝘥𝘢 𝘭𝘢 𝘨𝘶𝘦𝘳𝘳𝘢. 𝘚𝘦 𝘣𝘢𝘶𝘵𝘪𝘻𝘢𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘰𝘮𝘰 "𝘓𝘰𝘴 12 𝘥𝘦𝘭 𝘗𝘢𝘵í𝘣𝘶𝘭𝘰”. 𝘖𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘺 𝘴𝘶𝘣𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘳𝘦𝘴 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘻𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘣𝘢𝘵𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘦𝘯 𝘔𝘢𝘭𝘷𝘪𝘯𝘢𝘴 𝘺 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘴𝘵𝘢 𝘦𝘭 14 𝘥𝘦 𝘫𝘶𝘭𝘪𝘰 𝘥𝘦 1982 -𝘶𝘯 𝘮𝘦𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘳𝘦𝘯𝘥𝘪𝘤𝘪ó𝘯- 𝘱𝘦𝘳𝘮𝘢𝘯𝘦𝘤𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘨𝘭𝘦𝘴𝘦𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘪𝘴𝘭𝘢𝘴.
𝘋𝘦 𝘌𝘫é𝘳𝘤𝘪𝘵𝘰: 𝘦𝘭 𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘊𝘢𝘳𝘭𝘰𝘴 𝘊𝘩𝘢𝘯𝘢𝘮𝘱𝘢, 𝘭𝘰𝘴 𝘴𝘶𝘣𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦𝘴 𝘑𝘰𝘴é 𝘌𝘥𝘶𝘢𝘳𝘥𝘰 𝘕𝘢𝘷𝘢𝘳𝘳𝘰 𝘺 𝘑𝘰𝘳𝘨𝘦 𝘡𝘢𝘯𝘦𝘭𝘢, 𝘭𝘰𝘴 𝘴𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘎𝘶𝘪𝘭𝘭𝘦𝘳𝘮𝘰 𝘗𝘰𝘵𝘰𝘤𝘴𝘯𝘺𝘢𝘬, 𝘝𝘪𝘤𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘈𝘭𝘧𝘳𝘦𝘥𝘰 𝘍𝘭𝘰𝘳𝘦𝘴 𝘺 𝘑𝘰𝘴é 𝘉𝘢𝘴𝘪𝘭𝘪𝘰 𝘙𝘪𝘷𝘢𝘴 𝘺 𝘦𝘭 𝘴𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘰 𝘔𝘪𝘨𝘶𝘦𝘭 𝘔𝘰𝘳𝘦𝘯𝘰. 𝘋𝘦 𝘭𝘢 𝘍𝘶𝘦𝘳𝘻𝘢 𝘈é𝘳𝘦𝘢: 𝘦𝘭 𝘮𝘢𝘺𝘰𝘳 𝘊𝘢𝘳𝘭𝘰𝘴 𝘈𝘯𝘵𝘰𝘯𝘪𝘰 𝘛𝘰𝘮𝘣𝘢, 𝘦𝘭 𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘏𝘦𝘳𝘯á𝘯 𝘊𝘢𝘭𝘥𝘦𝘳ó𝘯 𝘺 𝘦𝘭 𝘢𝘭𝘧é𝘳𝘦𝘻 𝘎𝘶𝘴𝘵𝘢𝘷𝘰 𝘌𝘯𝘳𝘪𝘲𝘶𝘦 𝘓𝘦𝘮𝘢. 𝘋𝘦 𝘭𝘢 𝘈𝘳𝘮𝘢𝘥𝘢: 𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘱𝘪𝘵á𝘯 𝘥𝘦 𝘊𝘰𝘳𝘣𝘦𝘵𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘔𝘢𝘯𝘶𝘦𝘭 𝘊𝘢𝘮𝘪𝘭𝘦𝘵𝘵𝘪 𝘺 𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘣𝘰 𝘱𝘳𝘪𝘯𝘤𝘪𝘱𝘢𝘭 𝘤𝘰𝘮𝘢𝘯𝘥𝘰 𝘈𝘯𝘧𝘪𝘣𝘪𝘰 ( 𝘪𝘯𝘧𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘮𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢) 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘛𝘰𝘮á𝘴 𝘊𝘢𝘳𝘳𝘢𝘴𝘤𝘰. 𝘋𝘪𝘦𝘻 𝘥𝘦 𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘤𝘢𝘦𝘳í𝘢𝘯 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘭𝘶𝘦𝘨𝘰 𝘥𝘦𝘭 𝘤𝘰𝘮𝘣𝘢𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘗𝘳𝘢𝘥𝘦𝘳𝘢 𝘥𝘦𝘭 𝘎𝘢𝘯𝘴𝘰 -𝘦𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘦𝘭 27 𝘺 𝘦𝘭 29 𝘥𝘦 𝘮𝘢𝘺𝘰- 𝘭𝘰𝘴 𝘰𝘵𝘳𝘰𝘴 𝘥𝘰𝘴, 𝘊𝘢𝘮𝘪𝘭𝘦𝘵𝘵𝘪 𝘺 𝘊𝘢𝘳𝘳𝘢𝘴𝘤𝘰 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘢𝘱𝘵𝘶𝘳𝘢𝘥𝘰𝘴 𝘥í𝘢𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴, 𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘫𝘶𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘢 𝘶𝘯𝘢 𝘱𝘢𝘵𝘳𝘶𝘭𝘭𝘢 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘢𝘯𝘥𝘰𝘴 𝘢𝘯𝘧𝘪𝘣𝘪𝘰𝘴 𝘴𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢𝘯 𝘪𝘯𝘧𝘪𝘭𝘵𝘳𝘢𝘥𝘰 𝘵𝘳𝘢𝘴 𝘭𝘢𝘴 𝘭í𝘯𝘦𝘢𝘴 𝘦𝘯𝘦𝘮𝘪𝘨𝘢𝘴.
𝑬𝒍 𝒗𝒊𝒆𝒋𝒐 𝒇𝒓𝒊𝒈𝒐𝒓í𝒇𝒊𝒄𝒐
“Me acuerdo del día de la rendición. Fue en un descampado. El momento más triste de mi vida”, contó José Navarro, por entonces un joven subteniente de 21 años, correntino, hoy general, que había ido a la guerra con el Grupo de Artillería Aerotransportado 4. “Recuerdo el silencio increíble de 600 hombres formados en una especie de cuadro”. Esas primeras amargas horas se empañaron aún más cuando, estando alojados en un galpón de esquila de ovejas, escucharon una explosión. Vieron a un inglés que, “por cuestiones humanitarias”, como se excusó, remataba a un soldado argentino herido al estallarle una munición que había sido obligado a trasladar. “Fue en ese momento que dijimos que no trabajaríamos más, creo que fuimos nosotros los que inauguramos los piquetes en el país”. La guerra había terminado, pero de alguna manera continuaba. Ya en San Carlos, los encerraron en una pieza de tres por dos del viejo frigorífico, que tenía incrustada en una de sus paredes una bomba argentina de 250 kilos, sin explotar. Aún conservaba su paracaídas. Por las mañanas, hacían cola para retirar un termo con te y galletitas y como no disponían de jarros, debieron ir a un basural cercano a buscar latas, que lavaban con el agua de mar. Dormían en el piso, vestidos, acurrucados, con la boina puesta. Pero lo problemático fue el baño. En uno de los rincones de ese reducido espacio, había un tacho de 200 litros cortado al medio. Cuando alguien lo usaba, el resto debía darse vuelta, hasta que pudieron conseguir una manta con la que improvisaron un biombo. Cada tanto, debían llevar el tacho a desagotar su contenido a orillas del mar. En el tiempo que permaneció prisionero, fueron llevados de un lado para el otro. Un día los embarcaron en el Sir Edmund. “Vuelven a la Argentina”, les anunciaron. Pero no era verdad. Como en las películas, Navarro fue interrogado en un camarote, encandilado por una potente luz. Un interrogador inglés, que hablaba un español muy castizo, lo ametralló a preguntas: ¿Cómo había llegado a las islas? ¿De dónde provenía la artillería de Darwin?. Y la cuestión que desvelaba a los británicos: “¿Usted sabe que hubo crímenes de guerra en San Carlos?”. Los ingleses buscaban al teniente Carlos Daniel Esteban, quien habría derribado un helicóptero que los británicos sostenían que transportaba heridos. Lo que ellos nunca se percataron era que Esteban estaba alojado en el mismo buque. Nunca lo ubicarían. A Navarro lo llevaron nuevamente al frigorífico y lo encerraron en una cámara frigorífica de seis por cinco, con paredes de corcho. Tenía una sola puerta, con una ventana a la que le habían roto el vidrio para que pudiese entrar el aire. Una lamparita que colgaba del techo era la única iluminación. 
 
𝑨𝒔í 𝒏𝒂𝒄𝒊ó 𝒆𝒍 𝒈𝒓𝒖𝒑𝒐 𝒅𝒆 “𝑳𝒐𝒔 12 𝒅𝒆𝒍 𝒑𝒂𝒕í𝒃𝒖𝒍𝒐”.
No les hablaron durante días ni fueron interrogados, lo que le hicieron perder la noción del día y la noche. Permanecían en ropa interior por el calor y volvieron a convivir con el inmundo tacho de 200 litros cortado al medio. Luego de un día y medio sin probar bocado, les llevaron algo de comida, que nunca supieron si era un guiso o una sopa de pollo. Tenían hambre, pero no cubiertos. Fue el mayor Carlos Tomba el que tomó la delantera: “Yo voy a comer con la mano”, y todos lo imitaron. En una nueva visita al basural, se hicieron de cucharas y de latas. Luego, fueron llevados a un buque. Cuando escucharon por los parlantes el himno inglés que se confundía con gritos de alegría, comprendieron que todo había terminado. Era el 14 de junio. El capitán inglés lo corroboró cuando se acercó para darles palabras de aliento. 
 
𝑳𝒂 𝒃𝒂𝒏𝒅𝒆𝒓𝒂, 𝒕𝒓𝒐𝒇𝒆𝒐 𝒅𝒆 𝒈𝒖𝒆𝒓𝒓𝒂”.
Navarro recordó que entonces la vigilancia se relajó, a tal punto que al capitán de corbeta Dante Camiletti se le había ocurrido la locura de tomar el control del barco. Pero a los ingleses no les preocupaban los prisioneros, pero sí se los veía temerosos de la aviación argentina y especialmente de los Exocet. En el Sir Edmund regresaron al continente. Fue cuando Navarro entró a un camarote cualquiera, y tomó una bandera inglesa. “¡Pedazo de boludo!”, le recriminaron sus compañeros. Alcanzaron a ocultarla dentro de un panel del techo del camarote antes que los ingleses, muy alterados y revisando cada rincón del barco, los descubriesen. Cuando Navarro pisó el muelle en Puerto Madryn, no tuvo mejor idea que mostrarles a los ingleses la bandera, que aún conserva enmarcada junto con copias de los famosos dibujos que hizo Potocsnyak, uno de sus compañeros de encierro. “¿Usted sabe lo que significa rendirse justo el Día del Ejército?”, preguntó sin esperar una respuesta el santafecino de raíces croatas Guillermo Potocsnyak, el del apellido difícil de pronunciar. Por algo le dicen “Poto” o “Coco” a este corpulento sargento ayudante, que fue a las islas como sargento primero en el Regimiento de Infantería 12.
 
𝑼𝒏 𝒂𝒓𝒕𝒊𝒔𝒕𝒂 𝒆𝒏 𝒆𝒍 𝒈𝒓𝒖𝒑𝒐
Luego de combatir en Pradera del Ganso y en la Bahía de San Carlos, fue hecho prisionero. Cuando ayudaba a recoger los cuerpos de los argentinos muertos, tropezó con un cuerpo congelado que, de pronto, movió los ojos. Lo puso arriba de un capot de un Carrier. Ese soldado, con quien se encontraría años después, perdería una pierna, pero le había salvado la vida. Potocsnyak fue un personaje popular entre sus pares y por sus carceleros: es que sabía dibujar. Cambiaba chocolates y cigarrillos por papel, lápices y biromes y así los dibujos comenzaron a circular, sin distinción de banderas. Dijo que muchos de ellos deben estar en Gran Bretaña. Es el autor del famoso dibujo de los 12 oficiales que estuvieron prisioneros hasta el 14 de julio. En un primer plano se ve a Tomba, y puede notarse claramente una especie de riñonera que todos llevan, que era el salvavidas. Aún después del 14 de junio, los británicos no descartaban ataques de la aviación argentina. Al ver el dibujo, sugirió alguien, que no recuerda quien. “Ponele los 12 del patíbulo…”. Refiere al título de una película bélica de 1967, en la que una docena de presos peligrosos debían cumplir con una arriesgada misión en territorio alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Potocsnyak rememora que cada tanto los ingleses, muñidos de bastones, los sometían a requisas, mientras debían pararse de cara a la pared. Cuando le dijo a un inglés “metete ese bastón en el c…”, el británico le respondió “no te hagas el vivo que hablo español mejor que ustedes”. En la posguerra, Potocsnyak enviudó y con los años, en un curso donde estaba estudiando croata -posee la doble nacionalidad- conoció a su segunda esposa. “La familia fue la que primero ayudó”, confesó. Tiene dos hijos y cuatro nietos. Estudió el profesorado de Historia, no para enseñar sino “para entender lo que vivimos allí, y también como una forma de sentirme útil”. Porque su vida como veterano no fue sencilla. De Córdoba, donde se había radicado, tuvo que irse ya que siempre le preguntaban por la guerra y sentía que no podía hacer ese click para dar vuelta la página. El tiempo ayudó a seguir con la vida. De ese famoso grupo de los “12”, remarca que el “mayor Tomba es un señor, una persona extraordinaria”. Luego del capitán de corbeta Dante Camiletti, el mayor Carlos Tomba -quien combatió pilotenado Pucará- era el oficial de mayor graduación. Este mendocino de 36 años, fue quien asumió el liderazgo de ese grupo tan heterogéneo. Hoy este brigadier retirado, que vive en Mendoza, donde su apellido tiene una rica trayectoria en la historia provincial. El primer tironeo con sus captores fue el de defender sus pertenencias, su casco y las perneras del asiento eyectable. Las lograría conservar junto a un pijama que le había dado su esposa. El casco y las perneras se exhiben en el museo de la Fuerza Aérea de Córdoba. Evoca que los primeros días fueron los peores. Cuarenta y ocho horas sin agua, y después una lata de paté. Como no sabían lo que pasaría al día siguiente, sólo comían la mitad de su contenido. Como hablaba inglés fue el interlocutor del grupo y el intérprete con el médico británico que atendió a los heridos argentinos. También negoció quitar de la diminuta habitación el tacho donde hacían sus necesidades y logró cambiar a la hora local el horario de la comida, y no a la inglesa. Fue Tomba el que vio cajas con misiles con las siglas “USAF”, del ejército norteamericano. Se preocupó por mantener la mente ocupada, ignoraban lo que ocurría en las islas, y no querían perder energía, ya que solían marearse por la falta de alimentación. Urdió un plan de escape. Creyó encontrar un punto débil en la seguridad y una noche trepó una pared con la intención de perderse en la oscuridad. Un culatazo en la boca lo regresó a la realidad. Recuerda haber vivido situaciones ruiseñas. Era el día 40 como prisionero, estaban en San Carlos y les habían permitido bañarse por primera vez. Los hicieron desnudar, le dieron a cada uno una toalla y les ordenaron correr 200 metros hasta una casilla. Allí, sobre el techo, un inglés les arrojaba agua caliente.
 
“𝑯𝒂𝒈𝒂 𝒍𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒑𝒖𝒆𝒅𝒂”
En 1982 Chanampa. era un teniente de 27 años. Desde Villa Dolores, donde está radicado, contó que cuando se rindieron, estaban exhaustos y así se lo hicieron saber a los ingleses cuando los pusieron a cavar pozos para letrinas y recoger municiones. Es crítico con la conducción de la guerra. No podía creer lo que le contestaron cuando solicitó vehículos para mover piezas de artillería para hostigar el avance inglés. “No tengo con qué remolcar los cañones”, informó. “No sé, consiga caballos, haga lo que pueda”, recibió como respuesta. Recibían órdenes que eran imposibles cumplir. En los primeros días como prisionero, dormía junto a otros argentinos en catres improvisados con cajas de municiones. Fue sometido a dos interrogatorios. El primero en el frigorífico de San Carlos y el segundo en un corral de ovejas, separado por un curso de agua, donde fueron llevados en un gomón una mañana muy desapacible. A la intemperie los hicieron desnudar y luego de interrogarlos, vueltos a vestir, los llevaron de regreso. De todas maneras, Chanampa aseguró que los ingleses conocían al dedillo las posiciones argentinas y su verdadera potencialidad. También le llamó la atención de que muchos de los soldados británicos eran muy jóvenes y que algunos oficiales con los que pudo hablar no demostraban mayor interés en la guerra. Dijo que cuando en el grupo había un bajón anímico, lo superaban leyendo, en voz alta, cartas que algunos compañeros conservaban de sus familiares. Chanampa fue uno de los tantos que debieron empezar de cero en varias oportunidades. Fue empleado de comercio, gerente de una empresa textil y directivo en una compañía de seguros. En Villa Allende parece haber encontrado su lugar en el mundo.
 
¿𝑷𝒓𝒊𝒔𝒊𝒐𝒏𝒆𝒓𝒐𝒔 𝒆𝒏 𝒍𝒂 𝑰𝒔𝒍𝒂 𝑨𝒔𝒄𝒆𝒏𝒄𝒊ó𝒏?
A 500 kilómetros de Villa Allende, está el pueblo de O’Brien, que recuerda a un irlandés que se jugó la vida para nuestro país en las guerras de la independencia. Allí nació Jorge Gustavo Zanela, quien a sus 23 años y su jerarquía de subteniente partió a la guerra con el Grupo de Artillería 4, integrando la Fuerza de Tareas Mercedes. Cuando cayó prisionero, fue llevado como tantos otros en un helicóptero Chinook a San Carlos. Estando en el frigorífico se entusiasmó cuando les dijeron que los llevarían al Uruguay, pero a último momento lo bajaron del barco junto a otros oficiales, seleccionados según su antigüedad y especialidad. Es más: aún Zanela conserva debajo del vidrio de su escritorio un certificado de la Cruz Roja con su traslado a la isla Ascención, cosa que nunca se concretó. Fue interrogado por un inglés y oficiaba de intérprete un militar que vivía en el Peñón de Gibraltar. Insistían en conocer sobre las posiciones argentinas y por hacerse de los mapas.
 
𝑶𝒄𝒉𝒐 𝒍𝒊𝒃𝒓𝒂𝒔 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒈𝒂𝒔𝒕𝒐𝒔
Zanela tiene la imagen vívida de los heridos ingleses por el ataque aéreo argentino sobre Bahía Agradable, muchos de ellos con graves quemaduras. Era el 8 de junio y fue considerado como el día más negro de la flota: los aviones argentinos hundieron tres buques, dañaron una fragata, y los ingleses tuvieron 56 muertos y 200 heridos. Recuerda que "los 12 del patíbulo” estuvieron en un barco que cubría el cruce del Canal de la Mancha. Cada tanto, eran visitados por representantes de la Cruz Roja, en su mayoría uruguayos y españoles. A veces hasta discutiendo con los propios ingleses, estos funcionarios les tomaban sus datos como prisioneros de guerra y se llevaban cartas para sus familiares, que se despachaban vía Suiza. Así como al resto de los prisioneros, le dieron 8 libras para gastos. Y como hicieron sus compañeros, gastaron lo mínimo y conservaron el resto como un recuerdo de la guerra. Los últimos días habían conseguido una radio, y el grupo se enteró de la visita de Juan Pablo II. De la eliminación argentina del Mundial de fútbol los mismos ingleses se ocuparon en contarles. Los gritos de júbilo de los ingleses indicaron la rendición argentina. Zanela no integró la gran masa de prisioneros que fueron llevados a Puerto Madryn. El permanecería con otros oficiales en San Carlos, mientras persistiese la amenaza de la Fuerza Aérea argentina, que en un primer momento no quiso acatar la orden de alto el fuego. Finalmente, el 14 de julio los trasladaron a Puerto Argentino, donde embarcaron en el Norland. Una vez en el continente, se le prohibió hablar; en Trelew le dieron ropa limpia y luego de varias escalas, un avión del Ejército lo llevó a su unidad en Córdoba. Actualmente, el coronel Jorge Zanela está al frente de la Oficina de Coordinación de Veteranos de Guerra de Malvinas. Su despacho en Palermo, es una suerte de pequeño museo de su paso por el conflicto del Atlántico Sur. Por supuesto, en una de las paredes cuelga el cuadro con una copia amarillenta del dibujo de “los 12 del Patíbulo”. En el 2015, regresó a las islas. Volvió al frigorífico, abandonado y destruido. Aún estaba el agujero de la bomba argentina que no detonó. No lo dejaron entrar por el peligro de derrumbe. En todos estos años, el grupo nunca pudo reunirse. Además, el teniente Hernán Calderón, falleció el 24 de marzo de 1983 en un vuelo de instrucción junto a un aspirante, y el sargento primero José Basilio Rivas murió el 22 de diciembre del 2001 en un accidente automovilístico. Algunos se retiraron al poco tiempo, otros continuaron con sus carreras militares. Pero lo que nunca dejaron de pertenecer al grupo de “los 12 del Patíbulo”.𝗘𝘀𝘁𝘂𝘃𝗶𝗲𝗿𝗼𝗻 𝘂𝗻 𝗺𝗲𝘀 𝗰𝗼𝗺𝗼 𝗽𝗿𝗶𝘀𝗶𝗼𝗻𝗲𝗿𝗼𝘀 𝗲𝗻 𝗠𝗮𝗹𝘃𝗶𝗻𝗮𝘀: 𝗹𝗮 𝗵𝗶𝘀𝘁𝗼𝗿𝗶𝗮 𝗱𝗲 "𝗹𝗼𝘀 𝟭𝟮 𝗱𝗲𝗹 𝗽𝗮𝘁í𝗯𝘂𝗹𝗼”
𝘗𝘢𝘴𝘢𝘳𝘰𝘯 𝘢 𝘭𝘢 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘶𝘯 𝘨𝘳𝘶𝘱𝘰 𝘥𝘦 𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘺 𝘴𝘶𝘣𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘪𝘯𝘰𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘨𝘭𝘦𝘴𝘦𝘴 𝘮𝘢𝘯𝘵𝘶𝘷𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘩𝘢𝘴𝘵𝘢 𝘶𝘯 𝘮𝘦𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴 𝘥𝘦 𝘧𝘪𝘯𝘢𝘭𝘪𝘻𝘢𝘥𝘢 𝘭𝘢 𝘨𝘶𝘦𝘳𝘳𝘢. 𝘚𝘦 𝘣𝘢𝘶𝘵𝘪𝘻𝘢𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘰𝘮𝘰 "𝘓𝘰𝘴 12 𝘥𝘦𝘭 𝘗𝘢𝘵í𝘣𝘶𝘭𝘰”. 𝘖𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘺 𝘴𝘶𝘣𝘰𝘧𝘪𝘤𝘪𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘳𝘦𝘴 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘻𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘣𝘢𝘵𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘦𝘯 𝘔𝘢𝘭𝘷𝘪𝘯𝘢𝘴 𝘺 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘴𝘵𝘢 𝘦𝘭 14 𝘥𝘦 𝘫𝘶𝘭𝘪𝘰 𝘥𝘦 1982 -𝘶𝘯 𝘮𝘦𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘳𝘦𝘯𝘥𝘪𝘤𝘪ó𝘯- 𝘱𝘦𝘳𝘮𝘢𝘯𝘦𝘤𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘨𝘭𝘦𝘴𝘦𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘪𝘴𝘭𝘢𝘴.
𝘋𝘦 𝘌𝘫é𝘳𝘤𝘪𝘵𝘰: 𝘦𝘭 𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘊𝘢𝘳𝘭𝘰𝘴 𝘊𝘩𝘢𝘯𝘢𝘮𝘱𝘢, 𝘭𝘰𝘴 𝘴𝘶𝘣𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦𝘴 𝘑𝘰𝘴é 𝘌𝘥𝘶𝘢𝘳𝘥𝘰 𝘕𝘢𝘷𝘢𝘳𝘳𝘰 𝘺 𝘑𝘰𝘳𝘨𝘦 𝘡𝘢𝘯𝘦𝘭𝘢, 𝘭𝘰𝘴 𝘴𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘎𝘶𝘪𝘭𝘭𝘦𝘳𝘮𝘰 𝘗𝘰𝘵𝘰𝘤𝘴𝘯𝘺𝘢𝘬, 𝘝𝘪𝘤𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘈𝘭𝘧𝘳𝘦𝘥𝘰 𝘍𝘭𝘰𝘳𝘦𝘴 𝘺 𝘑𝘰𝘴é 𝘉𝘢𝘴𝘪𝘭𝘪𝘰 𝘙𝘪𝘷𝘢𝘴 𝘺 𝘦𝘭 𝘴𝘢𝘳𝘨𝘦𝘯𝘵𝘰 𝘔𝘪𝘨𝘶𝘦𝘭 𝘔𝘰𝘳𝘦𝘯𝘰. 𝘋𝘦 𝘭𝘢 𝘍𝘶𝘦𝘳𝘻𝘢 𝘈é𝘳𝘦𝘢: 𝘦𝘭 𝘮𝘢𝘺𝘰𝘳 𝘊𝘢𝘳𝘭𝘰𝘴 𝘈𝘯𝘵𝘰𝘯𝘪𝘰 𝘛𝘰𝘮𝘣𝘢, 𝘦𝘭 𝘵𝘦𝘯𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘏𝘦𝘳𝘯á𝘯 𝘊𝘢𝘭𝘥𝘦𝘳ó𝘯 𝘺 𝘦𝘭 𝘢𝘭𝘧é𝘳𝘦𝘻 𝘎𝘶𝘴𝘵𝘢𝘷𝘰 𝘌𝘯𝘳𝘪𝘲𝘶𝘦 𝘓𝘦𝘮𝘢. 𝘋𝘦 𝘭𝘢 𝘈𝘳𝘮𝘢𝘥𝘢: 𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘱𝘪𝘵á𝘯 𝘥𝘦 𝘊𝘰𝘳𝘣𝘦𝘵𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘔𝘢𝘯𝘶𝘦𝘭 𝘊𝘢𝘮𝘪𝘭𝘦𝘵𝘵𝘪 𝘺 𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘣𝘰 𝘱𝘳𝘪𝘯𝘤𝘪𝘱𝘢𝘭 𝘤𝘰𝘮𝘢𝘯𝘥𝘰 𝘈𝘯𝘧𝘪𝘣𝘪𝘰 ( 𝘪𝘯𝘧𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘮𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢) 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘛𝘰𝘮á𝘴 𝘊𝘢𝘳𝘳𝘢𝘴𝘤𝘰. 𝘋𝘪𝘦𝘻 𝘥𝘦 𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘤𝘢𝘦𝘳í𝘢𝘯 𝘱𝘳𝘪𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘳𝘰𝘴 𝘭𝘶𝘦𝘨𝘰 𝘥𝘦𝘭 𝘤𝘰𝘮𝘣𝘢𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘗𝘳𝘢𝘥𝘦𝘳𝘢 𝘥𝘦𝘭 𝘎𝘢𝘯𝘴𝘰 -𝘦𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘦𝘭 27 𝘺 𝘦𝘭 29 𝘥𝘦 𝘮𝘢𝘺𝘰- 𝘭𝘰𝘴 𝘰𝘵𝘳𝘰𝘴 𝘥𝘰𝘴, 𝘊𝘢𝘮𝘪𝘭𝘦𝘵𝘵𝘪 𝘺 𝘊𝘢𝘳𝘳𝘢𝘴𝘤𝘰 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘤𝘢𝘱𝘵𝘶𝘳𝘢𝘥𝘰𝘴 𝘥í𝘢𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘶é𝘴, 𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘫𝘶𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘢 𝘶𝘯𝘢 𝘱𝘢𝘵𝘳𝘶𝘭𝘭𝘢 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘢𝘯𝘥𝘰𝘴 𝘢𝘯𝘧𝘪𝘣𝘪𝘰𝘴 𝘴𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢𝘯 𝘪𝘯𝘧𝘪𝘭𝘵𝘳𝘢𝘥𝘰 𝘵𝘳𝘢𝘴 𝘭𝘢𝘴 𝘭í𝘯𝘦𝘢𝘴 𝘦𝘯𝘦𝘮𝘪𝘨𝘢𝘴.
 
𝑬𝒍 𝒗𝒊𝒆𝒋𝒐 𝒇𝒓𝒊𝒈𝒐𝒓í𝒇𝒊𝒄𝒐
“Me acuerdo del día de la rendición. Fue en un descampado. El momento más triste de mi vida”, contó José Navarro, por entonces un joven subteniente de 21 años, correntino, hoy general, que había ido a la guerra con el Grupo de Artillería Aerotransportado 4. “Recuerdo el silencio increíble de 600 hombres formados en una especie de cuadro”. Esas primeras amargas horas se empañaron aún más cuando, estando alojados en un galpón de esquila de ovejas, escucharon una explosión. Vieron a un inglés que, “por cuestiones humanitarias”, como se excusó, remataba a un soldado argentino herido al estallarle una munición que había sido obligado a trasladar. “Fue en ese momento que dijimos que no trabajaríamos más, creo que fuimos nosotros los que inauguramos los piquetes en el país”. La guerra había terminado, pero de alguna manera continuaba. Ya en San Carlos, los encerraron en una pieza de tres por dos del viejo frigorífico, que tenía incrustada en una de sus paredes una bomba argentina de 250 kilos, sin explotar. Aún conservaba su paracaídas. Por las mañanas, hacían cola para retirar un termo con te y galletitas y como no disponían de jarros, debieron ir a un basural cercano a buscar latas, que lavaban con el agua de mar. Dormían en el piso, vestidos, acurrucados, con la boina puesta. Pero lo problemático fue el baño. En uno de los rincones de ese reducido espacio, había un tacho de 200 litros cortado al medio. Cuando alguien lo usaba, el resto debía darse vuelta, hasta que pudieron conseguir una manta con la que improvisaron un biombo. Cada tanto, debían llevar el tacho a desagotar su contenido a orillas del mar. En el tiempo que permaneció prisionero, fueron llevados de un lado para el otro. Un día los embarcaron en el Sir Edmund. “Vuelven a la Argentina”, les anunciaron. Pero no era verdad. Como en las películas, Navarro fue interrogado en un camarote, encandilado por una potente luz. Un interrogador inglés, que hablaba un español muy castizo, lo ametralló a preguntas: ¿Cómo había llegado a las islas? ¿De dónde provenía la artillería de Darwin?. Y la cuestión que desvelaba a los británicos: “¿Usted sabe que hubo crímenes de guerra en San Carlos?”. Los ingleses buscaban al teniente Carlos Daniel Esteban, quien habría derribado un helicóptero que los británicos sostenían que transportaba heridos. Lo que ellos nunca se percataron era que Esteban estaba alojado en el mismo buque. Nunca lo ubicarían. A Navarro lo llevaron nuevamente al frigorífico y lo encerraron en una cámara frigorífica de seis por cinco, con paredes de corcho. Tenía una sola puerta, con una ventana a la que le habían roto el vidrio para que pudiese entrar el aire. Una lamparita que colgaba del techo era la única iluminación.
 
𝑨𝒔í 𝒏𝒂𝒄𝒊ó 𝒆𝒍 𝒈𝒓𝒖𝒑𝒐 𝒅𝒆 “𝑳𝒐𝒔 12 𝒅𝒆𝒍 𝒑𝒂𝒕í𝒃𝒖𝒍𝒐”.
No les hablaron durante días ni fueron interrogados, lo que le hicieron perder la noción del día y la noche. Permanecían en ropa interior por el calor y volvieron a convivir con el inmundo tacho de 200 litros cortado al medio. Luego de un día y medio sin probar bocado, les llevaron algo de comida, que nunca supieron si era un guiso o una sopa de pollo. Tenían hambre, pero no cubiertos. Fue el mayor Carlos Tomba el que tomó la delantera: “Yo voy a comer con la mano”, y todos lo imitaron. En una nueva visita al basural, se hicieron de cucharas y de latas. Luego, fueron llevados a un buque. Cuando escucharon por los parlantes el himno inglés que se confundía con gritos de alegría, comprendieron que todo había terminado. Era el 14 de junio. El capitán inglés lo corroboró cuando se acercó para darles palabras de aliento. 
 
𝑳𝒂 𝒃𝒂𝒏𝒅𝒆𝒓𝒂, 𝒕𝒓𝒐𝒇𝒆𝒐 𝒅𝒆 𝒈𝒖𝒆𝒓𝒓𝒂”.
Navarro recordó que entonces la vigilancia se relajó, a tal punto que al capitán de corbeta Dante Camiletti se le había ocurrido la locura de tomar el control del barco. Pero a los ingleses no les preocupaban los prisioneros, pero sí se los veía temerosos de la aviación argentina y especialmente de los Exocet. En el Sir Edmund regresaron al continente. Fue cuando Navarro entró a un camarote cualquiera, y tomó una bandera inglesa. “¡Pedazo de boludo!”, le recriminaron sus compañeros. Alcanzaron a ocultarla dentro de un panel del techo del camarote antes que los ingleses, muy alterados y revisando cada rincón del barco, los descubriesen. Cuando Navarro pisó el muelle en Puerto Madryn, no tuvo mejor idea que mostrarles a los ingleses la bandera, que aún conserva enmarcada junto con copias de los famosos dibujos que hizo Potocsnyak, uno de sus compañeros de encierro. “¿Usted sabe lo que significa rendirse justo el Día del Ejército?”, preguntó sin esperar una respuesta el santafecino de raíces croatas Guillermo Potocsnyak, el del apellido difícil de pronunciar. Por algo le dicen “Poto” o “Coco” a este corpulento sargento ayudante, que fue a las islas como sargento primero en el Regimiento de Infantería 12.
 
𝑼𝒏 𝒂𝒓𝒕𝒊𝒔𝒕𝒂 𝒆𝒏 𝒆𝒍 𝒈𝒓𝒖𝒑𝒐
Luego de combatir en Pradera del Ganso y en la Bahía de San Carlos, fue hecho prisionero. Cuando ayudaba a recoger los cuerpos de los argentinos muertos, tropezó con un cuerpo congelado que, de pronto, movió los ojos. Lo puso arriba de un capot de un Carrier. Ese soldado, con quien se encontraría años después, perdería una pierna, pero le había salvado la vida. Potocsnyak fue un personaje popular entre sus pares y por sus carceleros: es que sabía dibujar. Cambiaba chocolates y cigarrillos por papel, lápices y biromes y así los dibujos comenzaron a circular, sin distinción de banderas. Dijo que muchos de ellos deben estar en Gran Bretaña. Es el autor del famoso dibujo de los 12 oficiales que estuvieron prisioneros hasta el 14 de julio. En un primer plano se ve a Tomba, y puede notarse claramente una especie de riñonera que todos llevan, que era el salvavidas. Aún después del 14 de junio, los británicos no descartaban ataques de la aviación argentina. Al ver el dibujo, sugirió alguien, que no recuerda quien. “Ponele los 12 del patíbulo…”. Refiere al título de una película bélica de 1967, en la que una docena de presos peligrosos debían cumplir con una arriesgada misión en territorio alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Potocsnyak rememora que cada tanto los ingleses, muñidos de bastones, los sometían a requisas, mientras debían pararse de cara a la pared. Cuando le dijo a un inglés “metete ese bastón en el c…”, el británico le respondió “no te hagas el vivo que hablo español mejor que ustedes”. En la posguerra, Potocsnyak enviudó y con los años, en un curso donde estaba estudiando croata -posee la doble nacionalidad- conoció a su segunda esposa. “La familia fue la que primero ayudó”, confesó. Tiene dos hijos y cuatro nietos. Estudió el profesorado de Historia, no para enseñar sino “para entender lo que vivimos allí, y también como una forma de sentirme útil”. Porque su vida como veterano no fue sencilla. De Córdoba, donde se había radicado, tuvo que irse ya que siempre le preguntaban por la guerra y sentía que no podía hacer ese click para dar vuelta la página. El tiempo ayudó a seguir con la vida. De ese famoso grupo de los “12”, remarca que el “mayor Tomba es un señor, una persona extraordinaria”. Luego del capitán de corbeta Dante Camiletti, el mayor Carlos Tomba -quien combatió pilotenado Pucará- era el oficial de mayor graduación. Este mendocino de 36 años, fue quien asumió el liderazgo de ese grupo tan heterogéneo. Hoy este brigadier retirado, que vive en Mendoza, donde su apellido tiene una rica trayectoria en la historia provincial. El primer tironeo con sus captores fue el de defender sus pertenencias, su casco y las perneras del asiento eyectable. Las lograría conservar junto a un pijama que le había dado su esposa. El casco y las perneras se exhiben en el museo de la Fuerza Aérea de Córdoba. Evoca que los primeros días fueron los peores. Cuarenta y ocho horas sin agua, y después una lata de paté. Como no sabían lo que pasaría al día siguiente, sólo comían la mitad de su contenido. Como hablaba inglés fue el interlocutor del grupo y el intérprete con el médico británico que atendió a los heridos argentinos. También negoció quitar de la diminuta habitación el tacho donde hacían sus necesidades y logró cambiar a la hora local el horario de la comida, y no a la inglesa. Fue Tomba el que vio cajas con misiles con las siglas “USAF”, del ejército norteamericano. Se preocupó por mantener la mente ocupada, ignoraban lo que ocurría en las islas, y no querían perder energía, ya que solían marearse por la falta de alimentación. Urdió un plan de escape. Creyó encontrar un punto débil en la seguridad y una noche trepó una pared con la intención de perderse en la oscuridad. Un culatazo en la boca lo regresó a la realidad. Recuerda haber vivido situaciones ruiseñas. Era el día 40 como prisionero, estaban en San Carlos y les habían permitido bañarse por primera vez. Los hicieron desnudar, le dieron a cada uno una toalla y les ordenaron correr 200 metros hasta una casilla. Allí, sobre el techo, un inglés les arrojaba agua caliente.
 
“𝑯𝒂𝒈𝒂 𝒍𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒑𝒖𝒆𝒅𝒂”
En 1982 Chanampa. era un teniente de 27 años. Desde Villa Dolores, donde está radicado, contó que cuando se rindieron, estaban exhaustos y así se lo hicieron saber a los ingleses cuando los pusieron a cavar pozos para letrinas y recoger municiones. Es crítico con la conducción de la guerra. No podía creer lo que le contestaron cuando solicitó vehículos para mover piezas de artillería para hostigar el avance inglés. “No tengo con qué remolcar los cañones”, informó. “No sé, consiga caballos, haga lo que pueda”, recibió como respuesta. Recibían órdenes que eran imposibles cumplir. En los primeros días como prisionero, dormía junto a otros argentinos en catres improvisados con cajas de municiones. Fue sometido a dos interrogatorios. El primero en el frigorífico de San Carlos y el segundo en un corral de ovejas, separado por un curso de agua, donde fueron llevados en un gomón una mañana muy desapacible. A la intemperie los hicieron desnudar y luego de interrogarlos, vueltos a vestir, los llevaron de regreso. De todas maneras, Chanampa aseguró que los ingleses conocían al dedillo las posiciones argentinas y su verdadera potencialidad. También le llamó la atención de que muchos de los soldados británicos eran muy jóvenes y que algunos oficiales con los que pudo hablar no demostraban mayor interés en la guerra. Dijo que cuando en el grupo había un bajón anímico, lo superaban leyendo, en voz alta, cartas que algunos compañeros conservaban de sus familiares. Chanampa fue uno de los tantos que debieron empezar de cero en varias oportunidades. Fue empleado de comercio, gerente de una empresa textil y directivo en una compañía de seguros. En Villa Allende parece haber encontrado su lugar en el mundo.
 
¿𝑷𝒓𝒊𝒔𝒊𝒐𝒏𝒆𝒓𝒐𝒔 𝒆𝒏 𝒍𝒂 𝑰𝒔𝒍𝒂 𝑨𝒔𝒄𝒆𝒏𝒄𝒊ó𝒏?
A 500 kilómetros de Villa Allende, está el pueblo de O’Brien, que recuerda a un irlandés que se jugó la vida para nuestro país en las guerras de la independencia. Allí nació Jorge Gustavo Zanela, quien a sus 23 años y su jerarquía de subteniente partió a la guerra con el Grupo de Artillería 4, integrando la Fuerza de Tareas Mercedes. Cuando cayó prisionero, fue llevado como tantos otros en un helicóptero Chinook a San Carlos. Estando en el frigorífico se entusiasmó cuando les dijeron que los llevarían al Uruguay, pero a último momento lo bajaron del barco junto a otros oficiales, seleccionados según su antigüedad y especialidad. Es más: aún Zanela conserva debajo del vidrio de su escritorio un certificado de la Cruz Roja con su traslado a la isla Ascención, cosa que nunca se concretó. Fue interrogado por un inglés y oficiaba de intérprete un militar que vivía en el Peñón de Gibraltar. Insistían en conocer sobre las posiciones argentinas y por hacerse de los mapas.
 
𝑶𝒄𝒉𝒐 𝒍𝒊𝒃𝒓𝒂𝒔 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒈𝒂𝒔𝒕𝒐𝒔
Zanela tiene la imagen vívida de los heridos ingleses por el ataque aéreo argentino sobre Bahía Agradable, muchos de ellos con graves quemaduras. Era el 8 de junio y fue considerado como el día más negro de la flota: los aviones argentinos hundieron tres buques, dañaron una fragata, y los ingleses tuvieron 56 muertos y 200 heridos. Recuerda que "los 12 del patíbulo” estuvieron en un barco que cubría el cruce del Canal de la Mancha. Cada tanto, eran visitados por representantes de la Cruz Roja, en su mayoría uruguayos y españoles. A veces hasta discutiendo con los propios ingleses, estos funcionarios les tomaban sus datos como prisioneros de guerra y se llevaban cartas para sus familiares, que se despachaban vía Suiza. Así como al resto de los prisioneros, le dieron 8 libras para gastos. Y como hicieron sus compañeros, gastaron lo mínimo y conservaron el resto como un recuerdo de la guerra. Los últimos días habían conseguido una radio, y el grupo se enteró de la visita de Juan Pablo II. De la eliminación argentina del Mundial de fútbol los mismos ingleses se ocuparon en contarles. Los gritos de júbilo de los ingleses indicaron la rendición argentina. Zanela no integró la gran masa de prisioneros que fueron llevados a Puerto Madryn. El permanecería con otros oficiales en San Carlos, mientras persistiese la amenaza de la Fuerza Aérea argentina, que en un primer momento no quiso acatar la orden de alto el fuego. Finalmente, el 14 de julio los trasladaron a Puerto Argentino, donde embarcaron en el Norland. Una vez en el continente, se le prohibió hablar; en Trelew le dieron ropa limpia y luego de varias escalas, un avión del Ejército lo llevó a su unidad en Córdoba. Actualmente, el coronel Jorge Zanela está al frente de la Oficina de Coordinación de Veteranos de Guerra de Malvinas. Su despacho en Palermo, es una suerte de pequeño museo de su paso por el conflicto del Atlántico Sur. Por supuesto, en una de las paredes cuelga el cuadro con una copia amarillenta del dibujo de “los 12 del Patíbulo”. En el 2015, regresó a las islas. Volvió al frigorífico, abandonado y destruido. Aún estaba el agujero de la bomba argentina que no detonó. No lo dejaron entrar por el peligro de derrumbe. En todos estos años, el grupo nunca pudo reunirse. Además, el teniente Hernán Calderón, falleció el 24 de marzo de 1983 en un vuelo de instrucción junto a un aspirante, y el sargento primero José Basilio Rivas murió el 22 de diciembre del 2001 en un accidente automovilístico. Algunos se retiraron al poco tiempo, otros continuaron con sus carreras militares. Pero lo que nunca dejaron de pertenecer al grupo de “los 12 del Patíbulo”.

sábado, 10 de mayo de 2025

El Himno que sonó en el Canberra

"¡De pie soldados, están tocando el Himno!": el héroe y pianista de Malvinas que, prisionero de los ingleses, ejecutó la canción patria para sus compañeros

La guerra había terminado. Doscientos combatientes regresaban al continente como prisioneros en el buque británico Canberra. Y fue cuando ocurrió: de pronto sonaron los acordes del Himno Nacional. La historia de los héroes que, aun derrotados, nunca se dieron por vencidos

Por Adrián Pignatelli || Infobae



La capitulación: luego de 74 días, llegó el final de la guerra de 1982. Los soldados argentinos fueron tomados como prisioneros y enviados al continente en buques de la Armada Real británica

Elías Risman había sufrido en carne propia los rigores de los progroms zaristas, en su Ucrania natal. Su vocación siempre había sido la música, tocaba el clarinete cuando podía porque hasta eso era mal visto. Por eso, años después, ya establecido en la Argentina, cuando vio que su nieto Sergio tenía un talento innato, le regaló un piano.

De esta forma, Sergio Ariel Vainroj, de entonces 14 años, nacido y criado en Castelar, ingresó al Conservatorio de Música Alberto Ginastera de Morón, donde llegó a estudiar piano con el maestro Néstor Zulueta.

Tenía un instrumento con el que practicar: era un Crown, un modelo fabricado en Estados Unidos, pero no muy popular en nuestro país, al que habían llegado muy pocos. Deseaba ser pianista y organista.

Nunca imaginó que una guerra iba a transformar esa vocación en un momento único, en la emoción de 200 soldados que regresaban como prisioneros en un buque enemigo.

Con la música a la guerra

Vainroj se había incorporado al servicio militar en 1981, que lo cumpliría en el Regimiento de Infantería 3, que entonces tenía sus cuarteles en La Tablada. "Intenté acercarme a la banda del Regimiento, pero ya todos los puestos estaban ocupados", explicó cuando Infobae le preguntó si había tenido la posibilidad de seguir como músico en el año que pasó bajo bandera. Fue designado apuntador de FAP en la Compañía C "Ituzaingó".

"Cuando se produjo la movilización al sur, no sabíamos a dónde íbamos. Nos lo dijeron cuando el avión estaba aterrizando en las Islas Malvinas". Integró el grupo de Logística del Regimiento, dentro de la Compañía Comando y Servicios, junto a dos soldados, que terminarían siendo amigos inseparables: Carlos Alberto Sabin y Claudio Alejandro Szpin.

Sergio estuvo en las islas cerca de Puerto Argentino. Primero, en las inmediaciones del aeropuerto -blanco de los bombardeos británicos- y luego a escasos metros de donde funcionaba un radar de la Fuerza Aérea, pieza muy buscada por los ingleses

En las islas, siempre estuvo en Puerto Argentino, en distintos puntos. Primero, en una posición cercana al aeropuerto, luego cerca de la casa del gobernador y por último, ocupaban un galpón a escasos metros de donde funcionaba el radar de la Fuerza Aérea, un blanco muy buscado por los aviones británicos.

Vainroj recuerda cuando el radar fue destruido. "Fue a las 5 o 6 de la mañana del 3 de junio, cuando apareció fuera del alcance del radar un avión Vulcan, dejó caer dos bombas: una impactó en una casa y la otra cercana al radar. Nosotros estábamos dentro del galpón, fue como un terremoto".

El joven soldado había llevado una flauta dulce, que tenía desde que había sido incorporado. Uno de sus compañeros, Carlos Sabin (que fallecería en un accidente de tránsito en 2003) siempre le pedía que tocase la canción de la banda de sonido de la película La última nieve de primavera. "No importaba dónde estábamos, una vez me pidió que la tocara mientras nos cubríamos de las explosiones dentro del pozo de zorro", contó.

La partitura

Vainroj llevó la música a las islas. En una oportunidad, estando de guardia, había comenzado a escribir en hojas pentagramadas la Suite Inglesa N° 3 de Juan Sebastián Bach, de quien es admirador. "Es que los músicos llevamos la música en la cabeza -explica- y estando absorto en el trabajo, dibujando las líneas del pentagrama, ayudándome con un cargador, me sorprendió el teniente José Luis Dobroevic, de la Compañía A del Regimiento 3″.

-¿Qué tiene ahí, soldado? -preguntó el oficial.

-Hojas de música, mi teniente -respondió Vainroj.

La partitura que Sergio Ariel Vainroj dibujó en Malvinas

El oficial, luego de echarle un vistazo a los papeles, le dijo: "Muy bien, siga nomás". Hace tres años, en un asado que se reunieron miembros de la Compañía C, alguien invitó a Dobroevic, y Vainroj le preguntó si recordaba esa situación vivida durante la guerra. "Claro que me acuerdo; ¿sabe por qué no lo castigué? Porque me había hecho acordar a mi hermana, que también estudiaba piano". Hoy, el entonces conscripto conserva esa partitura, debidamente enmarcada.

"¡De pie! ¡Están tocando el himno!"

La guerra había terminado. Las cruentas batallas finales habían dejado los campos de combate cubiertos de cuerpos y sangre. Los argentinos habían luchado con fiereza. Pero llegó el final. El 14 de junio de 1982 el general Mario Benjamín Menéndez firmó la capitulación ante el general Jeremy Moore, comandante de las fuerzas británicas.

Imagen de la rendición de Malvinas: los soldados fueron despojados de sus armas y sus pertenencias. la guerra dejó 649 muertos argentinos, 255 soldados británicos y 3 isleños

Los soldados fueron tomados prisioneros. Antes de subir a los lanchones que los llevarían a los barcos para trasladarlos al continente, los marines ingleses los revisaron. Los despojaron de sus armas, los elementos cortantes, cordones y hasta cigarrillos. A Vainroj quisieron quitarle la flauta que llevaba en el bolsillo de su pantalón. En su inglés básico, pidió "this is a flute, no, please". Y así pudo conservarla.

Junto a cientos de soldados fue embarcado en la mañana del 17 de junio, en el Canberra, un transatlántico adaptado para el transporte de tropas. En un primer momento, Vainroj fue uno de los 200 argentinos a los que ubicaron en el salón "Meridian".

"Recuerdo que estábamos todos en silencio, relajados, un poco gracias a la tibia calefacción. Después del frío que tuvimos que soportar, eso fue un bálsamo". Le dieron de comer un café con leche, un pan, una feta de salchichón con arroz y una galleta de maizena.

El buque Canberra, un trasatlántico acondicionado para llevar tropas durante la guerra de Malvinas

En un momento, uno de sus compañeros le advirtió. "Che, mirá, ahí hay un piano". Estaba contra la pared del salón, Vainroj no puede recordar la marca.

"Andá a tocarlo", lo alentaron. "Imposible, somos prisioneros de los ingleses. Pero qué ganas que tengo…". "Dale, andá, andá", le insistieron.

Y fue. Se acercó al soldado paracaidista que estaba apoyado en el instrumento y le dijo en un inglés rudimentario "I play the piano", a lo que el inglés le respondió "ok", y levantó la tapa que cubría el teclado.

En el libro A very strange way to go to war: the Canberra in the Falklands (Una forma muy extraña de ir a la guerra: el Canberra en Malvinas), de Andrew Vine, se describe ese momento único e inesperado. El inglés, que autorizó el pedido, reparó en el prisionero sucio que olía a turba, cuyo nerviosismo había desaparecido al ver el piano. Vainroj se sentó en la banqueta, se frotó las manos y flexionó sus dedos, haciéndolos sonar.

Vainroj interpretando la canción patria para un grupo de veteranos de guerra

"Recuerdo que interpreté obras de Bach, también Adiós Nonino y hasta Let it be, de Los Beatles, provocando que los ingleses comenzaran a tararearla en voz baja". Los argentinos rodeaban en silencio al pianista y los marines de la Royal Army sonreían y hasta se mostraban complacidos.

Hasta que su amigo Claudio Szpin le sugirió: "¡Tocate el Himno!". Enseguida otros se sumaron con el mismo pedido.

Cuando había comenzado a ejecutar la introducción de la canción patria, un oficial argentino gritó:

-Soldados, de pie, ¿no escuchan el Himno?

Como si hubiesen sido un solo hombre, los 200 se pararon. "Los ingleses no comprendían qué era lo que estaba pasando, y nosotros no sabíamos si habían reconocido al Himno". El clima en el Canberra cambió. Los británicos habían sentido el impacto de ver a los soldados de pie y erguidos en sus uniformes manchados de tierra, sudor y guerra.

Alterados, los oficiales comenzaron a gritar: "Sit down, sit down!". Y llamaron refuerzos, que fueron llegando de distintos pasillos del barco. "El inglés que me había abierto la tapa del piano, me tomó de uno de mis brazos y me hizo volar por los aires y terminé cayendo sobre mis compañeros", contó Sergio.

"Luego, nos distribuyeron en distintos camarotes. Sólo salíamos una vez por día a caminar por cubierta y así se repitió la rutina hasta llegar a Puerto Madryn. Durante el viaje, no volví a cruzarme con el piano".

El veterano se emociona, 37 años después de aquel instante único: "Nunca olvidaré la emoción que sentí al tocar el Himno como prisionero en el buque inglés".

Un piano para los veteranos

Con esfuerzo, y con las mismas dificultades que enfrentaron tantos veteranos para encontrar su lugar en la sociedad, Vainroj continuó estudiando música. En 1989 recibió una beca para estudiar Composición y Dirección Orquestal en Jerusalem y posteriormente continuó sus estudios en el Departamento de Artes Musicales y Sonoras del IUNA. Desde 1987 se desempeña como docente y está en pareja.

A partir de aquella tarde en el Canberra, elaboró un interesante trabajo sobre la interpretación musical del Himno Nacional Argentino en la escuela secundaria básica y su posible conversión en herramienta didáctica. Según Vainroj, es una resignificación del Himno como símbolo patrio sustentada en el conflicto bélico del Atlántico Sur.

Vainroj en la actualidad: “Nunca olvidaré aquel día en que toqué unas estrofas del Himno Nacional como prisionero de los ingleses”, se emociona

Tiempo atrás se había impuesto otro mandato: conseguir un piano para instalarlo en el Centro de Veteranos de Morón, al que concurre habitualmente. La búsqueda del instrumento no fue fácil, especialmente por el presupuesto con el que contaba. Hasta que "el milagro" ocurrió. Una señora, que debía desocupar su casa, vendía el mismo modelo de piano que su abuelo le había regalado a los 14 años, y que la familia por apremios económicos había tenido que desprenderse.

El dato se lo dio un afinador, que resultó ser el mismo hombre que le había vendido el piano a su abuelo. El destino una vez más unía las piezas, como si un hilo invisible guiara su historia. Así, logró lo que había buscado durante tanto tiempo y el Centro de Veteranos finalmente tendrá su piano.

Allí, seguramente, Vainroj volverá a interpretar los acordes del Himno Nacional. Con la misma emoción que lo hizo en el Canberra aquella tarde como prisionero. Y que le sirvió para demostrar que, si bien en la guerra habían sido derrotados, ellos no estaban vencidos.




domingo, 4 de mayo de 2025

Kosovo se une a las fuerzas del Mal

Hora de empezar a pedir en la ONU que Kosovo vuelva a ser parte de Serbia

Kosovo enviará tropas a las Malvinas como parte de un acuerdo con el Reino Unido





📌 La Asamblea Legislativa de Kosovo aprobó por unanimidad un acuerdo de defensa que permitirá a su Fuerza de Seguridad (KSF) integrarse a la compañía de infantería británica desplegada en las Islas Malvinas.

🪖 Actualmente, las islas cuentan con presencia del 2° Regimiento de Fusileros Reales Gurkha, recientemente partícipes del ejercicio “Cabo Kukri”. Con este nuevo acuerdo, Londres incorpora personal kosovar a su rotación militar en el Atlántico Sur.

⚠️ El pacto refuerza la estrategia del Reino Unido de consolidar su ocupación en las Malvinas mediante alianzas militares con países alineados a la OTAN, en contradicción con el reclamo argentino de soberanía y las resoluciones de la ONU sobre descolonización.

✍️ Argentina continúa reclamando por vías diplomáticas la recuperación de las islas, en defensa de su integridad territorial.

viernes, 2 de mayo de 2025

Operación Fingent: Reino Unido "vende" radar a Chile para espiar los vuelos argentinos

Operación Fingent: el radar que los británicos vendieron a Chile para espiar los movimientos argentinos en la Guerra de Malvinas

Gran Bretaña, a las apuradas, diseñó planes para poder detectar a los aviones que despegaban de las bases aéreas continentales argentinas

Por Mariano P. Sciaroni || Infobae





Al partir la flota británica con rumbo a Malvinas, el alto mando británico sabía que tendría un grave problema si se enfrentaba con la Fuerza Aérea y la Aviación Naval de Argentina. La Marina Real estaba pensada, en ese momento, para operar en el Atlántico Norte bajo una cobertura aérea y de alerta temprana que sería proporcionada tanto por la fuerza aérea británica (la RAF, por sus siglas en inglés) como por la armada de los Estados Unidos.

Si operaba fuera de esa zona con un limitado número de aviones embarcados en los portaaviones Invincible y Hermes, carecería del preaviso necesario para poder preparar los misiles y ubicar a los interceptores que harían frente a la amenaza aérea.

Sin esa anticipación, cada ataque argentino sería entonces una sorpresa que sería detectado a escasas millas de su objetivo. Algo que los británicos no podían permitirse.
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Por tanto, a las apuradas, se diseñaron planes para poder detectar a los aviones que despegaban de las bases aéreas continentales argentinas. La idea detrás de esto era que ningún avión podría despegar desde Argentina sin que pudiera ser visto y, entonces, la flota británica tendría 45 minutos de preaviso de un ataque aéreo. Tiempo suficiente para dar la "Alerta Amarilla" de aviones en el aire y prepararse para las bombas o misiles.

En primer lugar, se desplegarían tropas especiales en el continente (posiblemente del afamado Special Air Service), para reportar movimientos en las bases de Río Grande, Río Gallegos y Comodoro Rivadavia (en el marco de la llamada "Operación Shutter"; los comandos estuvieron apenas desde fines de mayo a principios de junio y es una incógnita cómo llegaron hasta allí o cómo salieron, en tanto la información sobre el asunto sigue siendo secreta).



Base Aeronaval “Almirante Hermes Quijada” en Río Grande, Tierra del Fuego, durante la guerra

También, se pensó, submarinos nucleares se acercarían a las costas argentinas, para reportar movimientos aéreos, que detectarían con su periscopio o sus equipos de vigilancia electrónica.

Por último, se coordinó con la amigable Fuerza Aérea de Chile que su radar Thomson-CSF, que se encontraba ubicado en las cercanías de Punta Arenas, daría alertas por despegues desde Ushuaia, Río Grande y Río Gallegos.
Sin embargo, quedaba una gran zona sin poder ser vigilada por radar: toda la provincia de Chubut y la base de Comodoro Rivadavia. Eso era un problema.

Por suerte para los británicos, el Wing Commander Sidney Edwards, el delegado de la fuerza aérea británica en Chile, ya había obtenido del General Fernando Matthei, el comandante de la Fuerza Aérea de Chile, "carta blanca" para avanzar en la solución de ese tipo de inconvenientes.

Pero los chilenos no tenían un radar allí, ni disponían de un radar móvil.

Así que, para superar el problema los ingleses tenían que venderles un radar en forma urgente. Rápidamente se convino la operación: el precio fue inferior a una libra esterlina (y, por el mismo precio se llevaron también seis aviones de caza Hawker Hunter, tres bombarderos Canberra y misiles antiaéreos). Toda una fuerza aérea por menos de 60 pesos al cambio actual.

Con la autorización política, llegaron los movimientos militares. La llamada "Operación Fingent", entonces, se diseñaba y tomaba forma. Se decidió que el radar a transferir (o, mejor dicho, vender) sería un equipo transportable Marconi S259, que pertenecía a la Reserva Móvil de la fuerza aérea británica.


Un radar S259 operando en la base RAF Saxa Vord en los años 70 en las islas Shetland, al Norte de Escocia. Posiblemente este mismo radar haya sido el vendido a Chile en 1982

El mismo iría acompañado por un "equipo de ventas" que no sería otra cosa que militares británicos de la Real Fuerza Aérea vestidos de civil, los cuales operarían el radar y entrenarían a los supuestos nuevos "dueños".

Este "equipo de ventas" estaría compuesto de cuatro oficiales y siete suboficiales, los cuales no portarían armas y, formalmente, estarían trabajando para las fuerzas armadas chilenas. Se les recomendó que compraran ropa de calle abrigada y que tuvieran sus pasaportes en regla. Asimismo, se les informó que su misión era absolutamente secreta y que debían comportarse todo el tiempo como contratistas civiles.

No podían hablar de este tema con absolutamente nadie, ni en Gran Bretaña ni en Chile.

El lugar de emplazamiento, finalmente, lo decidió el General Matthei: estaría en Balmaceda, a la altura de Comodoro Rivadavia y sería protegido por el Ejército de Chile. Un buen lugar para poder controlar a los movimientos argentinos.

Con la misión en mente, partía el 5 de mayo de 1982, cargado con el radar y los hombres un avión Boeing 747 de la aerolínea Flying Tigers desde la base RAF Brize Norton (no tan lejos de Londres), hacia Santiago de Chile. El trayecto sería vía San Juan de Puerto Rico, por lo que fue un largo vuelo.

Apenas aterrizado, hizo su aparición un avión militar de transporte del modelo Hércules C-130, que los llevaría finalmente hasta su destino. El problema es que este avión llevaba un camuflaje muy parecido a los aviones británicos y en su fuselaje estaba pintado FUERZA AREA (no AÉREA) DE CHILE. Es decir, era un avión británico.

Un avión británico, llevando militares británicos y un radar británico a pocos kilómetros de la frontera argentina.


Un C-130 Hércules de Chile y otro de la fuerza aérea británica (la RAF, por sus siglas en inglés) esperan en plataforma, fotografiados desde un VC.10 también de la RAF. La foto fue tomada el 24 de abril de 1982 en la Isla de Pascua (Chile)

Poco después, el radar llegaba a su destino final y era rápidamente instalado. Los británicos le dieron buen uso, mientras que las tropas chilenas custodiaban la zona para evitar cualquier problema.

La información que obtenía el radar se enviaba por medios seguros al cuartel general del servicio de inteligencia de la Fuerza Aérea de Chile. Desde allí, un equipo especial británico que operaba un equipo de comunicación vía satélite lo enviaba a su flota.

Un sistema aceitado que terminó funcionando muy bien y que, como se explicó antes, también era integrado por reportes de comandos en tierra, otro radar y, por último, los submarinos nucleares cerca de la costa (por ejemplo, solo el submarino HMS Valiant, operando cerca de Río Grande, dio 300 alertas de aviones en el aire).

Cuando todo terminó, según explicaba el General Matthei, "nos quedamos con los radares, los misiles y los aviones, y ellos quedaron satisfechos por haber recibido a tiempo la información que necesitaban. Se acabó el negocio y a Sidney Edwards lo despidieron al día siguiente".

"Argentina tiene las espaldas bien cubiertas", decía poco tiempo antes Sergio Onofre Jarpa, embajador chileno en Buenos Aires. Una definición particular, teniendo en cuenta que, justamente en la mitad de la espalda argentina operaba un radar británico.