Misiles sobre el Sheffield: la misión aérea argentina que estremeció a la flota británica y pudo cambiar el curso de la guerra
El 4 de mayo de 1982, dos pilotos de la Aviación Naval golpearon sobre el destructor con el misil Exocet, lanzados desde aviones Super Étendard. En el libro “La Guerra Invisible”, se revela la alucinante travesía del avión explorador que, durante siete horas y sin sistema de defensa, se introdujo “en la boca del lobo” del enemigo para detectar y transmitir a los aviadores la posición del buque inglés que luego sería hundidoPor Marcelo Larraquy ||
Infobae
Hundimiento del Sheffield Guerra de Malvinas 4 de mayo 1982 Luego
de detectar la posición de los náufragos del Crucero General Belgrano y
en medio de las tareas de rescate, le ordenaron al avión explorador Neptune que volara hacia el sudeste de las Malvinas. Se había detectado una señal, un “ruido”, no identificado.
El comando de Fuerza Aérea Sur (FAS), en Comodoro Rivadavia, quería
precisar de qué se trataba.En la tarde del 3 de mayo, el Neptune voló al
límite del combustible hacia la zona y confirmó el “ruido” en su radar,
una posible emisión electrónica de un buque enemigo.
Hasta ese momento, la escuadrilla de aviones Super Étendard liderada por el capitán Jorge Luis Colombo era
la única que no había realizado sus misiones aéreas al tercer día de
combate. Y además no sabían si el sistema de armas del avión funcionaba.
Gran Bretaña suponía que los técnicos argentinos no habían establecido el “diálogo electrónico” entre el avión y el misil o no sabían hacer el traspaso de combustible en el aire, en condiciones meteorológicas de viento y lluvia.
En el hangar de la base de Río Grande, los pilotos Augusto Bedacarratz y Armando Mayora esperaban la llegada de la posición de un objetivo enemigo. En La Guerra Invisible, Marcelo Larraquy revela detalles desconocidos de las misiones aéreas del avión explorador Neptune y los Super Étendard, que, tras el impacto sobre el Sheffield, convirtieron al continente en el centro de gravedad de la guerra.
Aquí,
un extracto del libro sobre el ataque al buque inglés, el primero de la
flota real en hundirse en una batalla desde la Segunda Guerra Mundial.
EXTRACTO
(…)
En la noche del 3 de mayo, con la verificación del ruido percibido en
el sudeste de las islas Malvinas por la tripulación 2 del Neptune, se
le ordenó a la tripulación 3 su despegue en la madrugada siguiente.
Debían explorar la zona y también detectar posibles barcos enemigos alrededor de las islas
para dar seguridad al posterior vuelo de un Hércules C-130 que, sin
armamento ni defensas, volaba con las luces apagadas a pocos metros del
mar para no ser detectado por los radares británicos. El Hércules —o
La Chancha, como lo apodaban— podía transportar hasta 70 toneladas de
peso para abastecer la logística de las tropas.
El comandante del Neptune, Proni Leston,
se acercó a la sala del hangar para establecer con los pilotos la
frecuencia de comunicación en caso de que verificaran la presencia de
un buque. Augusto Bedacarratz le pidió que transmitiera la
posición en forma directa. Existía una tabla de autenticación de
latitud y longitud, coordenadas valiosas para ejercicios de la flota en
tiempos de paz —FI, 28, 20—, pero podría ser comprendida y alertaría a
la flota británica. Por ese motivo él prefería que les pasase los
números de corrido, “44.25.5 38.24.12”, sin diferenciarlos por latitud y
longitud, grados, minutos ni décimas de segundos.
El
Neptune despegó a las cinco de la madrugada del 4 de mayo. Volaría
con rumbo al sudeste de la isla Soledad. Si lograba darle la posición,
el SUE se ahorraría la necesidad de volar emitiendo radar. Lo haría en
la zona del lanzamiento y solo alcanzaría a ser detectado a último
momento. El SUE emitiría radar cuando tuviera la certeza de que el blanco estuviera en su pantalla.
Augusto Bedacarratz desciende de su Super Étendard tras cumplir con éxito la misión El
avión explorador buscaría y precisaría la posición, y el SUE
volaría hacia ella, verificaría el blanco y lanzaría el misil. Sería
la primera vez que la Aviación Naval estableciera esta fórmula en un
combate real, la primera vez que se probaría el lanzamiento del misil
Exocet AM-39.
La tripulación 3 voló en
búsqueda aleatoria. Tenía el indicio reportado en la noche anterior.
Suponían que podría haber algo. Pero también ellos debían emitir
radar por apenas uno o dos segundos, el tiempo mínimo indispensable.
Dos o tres vueltas de antena y únicamente en el sector donde estarían
los buques.
Cuando se emite radar para buscar un
blanco, el equipo contramedidas “deja de escuchar”, se bloquea su
receptor, y no puede recibir la emisión del supuesto radar del enemigo.
Y si el enemigo logra interceptarlo en su pantalla y el equipo
contramedidas del Neptune no se entera, vuela con el riesgo de ser impactado. Por eso, trataban de emitir lo mínimo, para ocultar la presencia e intentar escuchar las emisiones del enemigo.
El Neptune trató de “disfrazar” su aproximación hacia el sudeste. Su
radar de búsqueda de superficie APS-2, Airborne Patrol System, al
ciento por ciento de su potencia, tenía un alcance de más de 200
millas. Pero, a medida que se iba acercando a la zona del “ruido”, del
blanco enemigo, emitía radar con menores decibeles para camuflar su
propia trayectoria. Se lo oía más lejos, para hacer creer a los que lo escuchaban que se estaba yendo.
Esta
fue la táctica de la tripulación 3: mayor acercamiento con emisión
de radar a menores decibeles. Y, cuando estuviera cerca de la zona de
búsqueda e intuyera que su radar podría detectar algo con mayor
precisión, volvería a emitir al ciento por ciento para reflejar la
intensidad de la onda en toda la superficie radar.
El
Neptune fue avanzando hacia el “ruido” a una altura de entre 1500 y
2000 pies, alrededor de 500 metros. Emitía y apagaba el radar. En un
momento, cuando estaban en silencio, sin emisión, percibieron una señal: algún buque los había “visto”, los había “escuchado”.
El operador del equipo de contramedidas percibió su origen en su
computadora: era una frecuencia de repetición de pulso del 965, un
radar de búsqueda de una nave tipo 42, que utilizan los destructores de
la clase Sheffield y también el portaviones Invincible. Estaba ubicado a 75 millas al sur de Puerto Argentino. Junto al portaviones Hermes, el Invincible era la frutilla del postre para los pilotos.
El numeral Armando Mayora al aterrizar en la Base de Río Grande tras cumplir con éxito la misión El
oficial control de operaciones (OCO) se lo informó por
intercomunicador a Proni Leston. El comandante recibía la información
gráfica del operador en el tablero. El OCO sugería qué debía
hacerse, y Proni Leston, asistido por el copiloto, tomaba la decisión.
Tenía el panorama total de lo que percibía cada uno de los miembros de
la tripulación. Así funcionaba el equipo.
Eran
las 7:10 de la mañana del 4 de mayo de 1982. La tripulación 3 había
recibido la información en determinado rumbo, con determinada
intensidad. Había detectado el origen del “ruido”. El Neptune voló
durante una hora y media en las inmediaciones del enemigo, alejado a
unas cien millas náuticas. Cada veinte o treinta minutos hacía una
aproximación hasta las 50 millas volando rasante, por debajo del
lóbulo del radar británico, para no ser detectado. En un momento, ascendieron el Neptune a mil metros y emitieron radar. Dos vueltas de antena en la pantalla. Y encontraron tres puntos. La
luminosidad en la pantalla traslucía la dimensión de cada uno. El
buque más grande reflejaba una luz más intensa. Ya estaban los
blancos. Tres blancos. Había tres ecos no identificados. Tres duendes.
Apagaron radar. Ahora, total discreción. Descendieron para asegurarse de que no los detectaran, muy abajo; volaron
a 150 pies, en dirección sur, para que los británicos supusieran que
se dirigían al área de búsqueda de los náufragos del Belgrano.
Ahora
ya estaban lejos del “ruido”, a 150 millas. Proni Leston comunicó la
novedad al búnker de (la base de) Río Grande y al Comando de Aviación
Naval, en la Base Espora. Informó que el Hércules no podría llegar a
las islas. En la madrugada, un avión Vulcan había descargado bombas
sobre Puerto Argentino, como lo había hecho el 1º de mayo. Proni
prosiguió. Había detectado tres blancos, uno posiblemente grande, radar 965, y dos medianos, dijo. Ese era el indicio. “Recibido. Mantengan exploración del contacto”, respondieron desde el canal de frecuencia.
Debían
enfocarse allí, en ese punto dato. Volverían a comunicarse en dos
horas, cuando identificaran otra vez al blanco y transmitieran la
última posición. Era una acción de riesgo, porque se debía exponer
otra vez al Neptune, que no tenía capacidad de defensa, a 50 millas del
buque enemigo.
El capitán Colombo entró a la habitación de Bedacarratz y Mayora y los despertó.
Había un blanco determinado, un radar de- terminado, un 965, y una
posición determinada, 75 millas al sur de Puerto Argentino. Todo el
mundo saltó de la cama. La escuadrilla se alistó. Los
mecánicos y los técnicos fueron a preparar los aviones. Cada uno a su
tarea. La dupla de pilotos se instaló en la sala del hangar para
diseñar el prevuelo. Llegó el meteorólogo y le dio la condición
climática de la zona donde debían operar. Todo lo que sucedería en
vuelo debía ser resuelto en la sala. Bedacarratz y Mayora definieron
que no habría comunicación entre ellos hasta la localización del
blanco.
Ahora solo debían despegar y esperar que el Neptune informara la nueva posición.
Super Etendard en 1982 Guerra de Malvinas Mientras
tanto, la tripulación 3 se mantenía en el aire. Era un tiempo de
espera. La distancia del blanco los protegía. Ya tenían experiencia
con las prácticas de vuelo sobre el destructor tipo 42 Santísima
Trinidad de la Armada. Fuera del radio de las 120 o 150 millas, no
habría riesgos. Como suponían que el blanco era un portaviones,
podría tener embarcados a los Sea Harrier, con una autonomía de
operatividad de 70 millas, 130 kilómetros. Y el misil del portaviones, el Sea Dart, solo tenía un alcance de 25 o 30 millas para un blanco en altura.
Bedacarratz y Mayora despegaron de la base de Río Grande a las 8:45 de la mañana.
Volaron hasta 250 millas del blanco, donde realizaron el primer
reabastecimiento con el avión tanque Hércules KC-130 y comenzaron a
desarrollar el perfil de ataque acordado. Eligieron la ruta del sur. Debían hacer una aproximación indirecta para evitar que un “piquete radar” —un barco enemigo— pudiera interceptar el vuelo.
(…) El Neptune siguió acercándose al blanco. Volando bajo, a cien pies. Ya
sabían que los Super Étendard habían despegado, ya sabían dónde
harían la recarga de combustible, ya sabían a qué hora llegarían a
la zona de lanzamiento. Quince o veinte minutos antes, Proni Leston
debía comunicar las nuevas coordenadas. Seguían con el radar apagado,
avanzando a modo discreto. El OCO informaba a qué distancia estaban del
blanco. A las 70 u 80 millas podían tener un Sea Harrier encima.
Existía una preocupación adicional: ya habían quemado los cristales del radar
que determinaba la frecuencia de la emisión. Al colocarlo al ciento
por ciento de potencia, los cristales se habían quemado. El radar era
frágil cuando se lo exigía. En los ejercicios, lo usaban al 80 por
ciento. Ya habían roto dos juegos de cristales durante la aproximación al área crítica
y el radarista los había ido cambiando. Era una tarea delicada cuando
se hacía en vuelo. Ahora quedaba uno solo y estaba puesto en el radar.
El Neptune continuó vuelo. A medida que se acercaba para dar la última posición, el peligro crecía. Lo iba advirtiendo el operador del equipo de contramedidas, que recepcionaba las emisiones electrónicas.
El equipo contramedidas permitía captar una emisión con una frecuencia y una pulsación de onda determinadas. Al acercarse al blanco, los decibeles subían, notificaban
el riesgo. Por eso, el radarista avisó al comandante Proni que estaba
recibiendo una señal de intensidad de 15 decibeles. A mayor cantidad de
decibeles, mayor exposición. “Ahora 18”, avisó. La señal ya hacía un ruido intenso. Se suponía que a partir de los 20 el Neptune ya estaba en la pantalla radar del enemigo. Y la distancia no lo protegía. Se encontraban a 60 millas; podían convertirse en blanco del misil de un Sea Harrier.
Desde
la cabina, Proni iba monitoreando las dos informaciones. Decía
“contramedida” y el radarista informaba. Ahora recibía una señal de 25
decibeles de intensidad y el equipo de contramedidas bramaba. Era
alarmante. Estaban muy metidos dentro del lóbulo de la señal. Los había detectado el radar 965. Podía ser el Invincible, el Sheffield, el Hermes. Y
el OCO tripulante le iba informando la distancia. Estaban a 50 millas
del blanco. Mayor acercamiento, más intensidad de decibeles, más
luminoso aparecía el Neptune en la pantalla de radar del enemigo. Ya estaban en zona de impacto. Podrían ser atacados. Y el Neptune no tenía protección aérea, no tenía forma de defenderse.
El 4 de mayo de 1982 dos aviones Super Étendard hundieron al destructor HMS Sheffield flota britanica En
este punto, a las 10:35 de la mañana del 4 de mayo, debajo de las
Malvinas, a 250 nudos de velocidad, con el radarista listo, el operador
de control de operaciones listo, toda la tripulación 3 lista, Proni
Leston decidió subir a 2500 pies de altura y emitir radar por cuarta vez, con el último cristal. Una barrida, nada más. El radarista informó: los tengo situados.
Se veían otra vez los tres blancos en navegación normal. Un buque
grande junto a dos medianos. No se habían dispersado. Estaban juntos.
Ahí cortaron motor, sacaron el pie del acelerador y volvieron a bajar,
bien abajo, para esconderse rumbo al sur. Y luego, con una emisión de
decibeles muy tenue, pusieron rumbo norte, para encubrir su posición.
Cuando
se alejó del área de riesgo, el Neptune buscó la frecuencia de radio
de los Super Étendard para dar la última información del blanco
enemigo. Los interceptó justo cuando estaban haciendo el traspaso de
combustible. Aprovecharon que todavía estaban en altura. Habló el capitán Sergio Sepetich, copiloto. “Vasco, aquí Ruso”, dijo Sepetich. “Ruso, aquí Vasco”, respondió Bedacarratz. Le
dio los números, latitud y longitud, de corrido, como habían
acordado. Las naves británicas, en dos horas, se habían desplazado.
Ahora estaban a 60 millas al sureste de la isla Soledad.
Los
SUE recibieron combustible de la sonda y bajaron para no ser
interceptados. Bedacarratz descartó emitir radar a las 55 millas.
Decidió volar hasta la milla 40, como le marcaba la pantalla. En tiempo
de vuelo, la diferencia podía ser de cuarenta o cincuenta segundos, un
tiempo valioso para quitarle reacción al enemigo.
Nada sucedió como preveían.
Cuando en la milla 40 subieron a 2500 pies y emitieron por primera vez con tres barridos de radar, no vieron nada. Ninguno de los dos pilotos, Bedacarratz ni Mayora, observaron absolutamente nada en sus pantallas. Nada. Y, si ninguno de los dos había visto nada en el callejón en el que habían emitido, no había error de parte de ellos. Los blancos detectados por el Neptune no estaban.
Fueron segundos de incertidumbre, pero entre los pilotos no hubo comunicación.
Continuaron el perfil de vuelo. Siguieron rumbo al supuesto blanco.
Había mucho feeling entre ellos. No hacía falta que Bedacarratz, que
estaba mil metros adelante de Mayora, le dijera qué debía hacer.
Mayora lo sabía.
A partir de ahora, el vuelo era “indiscreto”. El radar enemigo ya estaba en condiciones de localizarlos.
Parte
de la tripulación que localizó al Sheffield. De izq. a der: los
entonces capitanes de fragata Sergio Sepetich y Ernesto Proni Leston, el
Teniente de Fragata José Pernuzzi y los suboficiales Luis Del Negro y
Hugo Saavedra En la milla 40
bajaron, volvieron a volar rasante, debajo de los cien pies, 30 metros
por encima del mar, paseando combustible, derrochando, y aceleraron
más. Volaban a casi mil kilómetros por hora y todavía no habían detectado el blanco. Ya estaban en la milla 25. En no más de treinta segundos debían disparar dos misiles Exocet, los primeros dos misiles del Super Étendard. El bautismo de fuego. Pero todavía no sabían contra qué. No habían visto nada.
Bedacarrtaz
dio dos golpecitos en la radio y Mayora escuchó “clic-clic” en su
cabina. Era una pulsación que usaban cuando querían decirse algo sin
hablar. La habían practicado decenas de veces. El enemigo no lograría
detectarlo. El “clic-clic” era la señal de que debían subir otra vez.
En
la milla 25 el techo de nubes estaba a 600 pies. Bedacarratz no quiso
atravesarlo porque pensaba que perdería contacto visual con Mayora.
Entre las nubes lo perdería. Emitieron con el radar y vieron los tres ecos que les había transmitido el Neptune. Allí estaban.
Un eco grande y otros dos medianos. Los tres duendes. Y otro buque
aislado, más al norte. Debían enfocarse en el grupo de tres. Estaban
60 millas al sureste de la isla Soledad.
La información que había dado el Neptune era correcta.
La diferencia consistía en que, a 40 millas del blanco, no habían
podido ver los ecos en el radar porque los buques se habían corrido 11
millas. Y cuando los pilotos ascendieron en la milla 25 para emitir con
el radar, en realidad, estaban a 36 millas reales del blanco.
Bedacarratz tomó la decisión de lanzar sobre el buque de la derecha.
Giró y subieron al mínimo de altura posible de lanzamiento, 250 pies,
75 metros, para que no los impactara el enemigo, si es que los había
detectado.
Al llegar a la milla 22 que marcaba
su visor, entendió que estaba a la distancia correcta. Solo tenían que
enganchar el misil en el eco más grande del radar y que el avión lo
comunicara al misil. En el visor se veía el buque iluminado en forma constante, hacía como una viborita con la letra A: accroché. Objetivo enganchado. Estaban volando a 480 nudos, casi 900 kilómetros por hora, la máxima velocidad posible con el misil bajo el ala.
El
“diálogo electrónico” que habían testeado en el hangar de la Base
Espora ahora se probaría por primera vez en un combate real.
Bedacarratz
lanzó en la milla 22. El misil tarda un segundo en desprenderse. Y ese
movimiento se siente en el ala: son 660 kilos que bajan del avión.
Mayora no escuchó la orden de Bedacarratz. Había mucho ruido en la
cabina y no se veía bien. Lo que vio fue el fuego debajo del ala del
Super Étendard de su capitán. Le preguntó si había lanzado.
Bedacarratz, que ya veía la estela del misil en dirección al blanco,
dijo que sí. Entonces Mayora lanzó el suyo.
Una fragata se acerca al dañado HMS Sheffield, rociando agua de sus mangueras mientras un helicóptero Sea King sobrevuela las Islas Malvinas, el 28 de mayo de 1982. Dos cazas de ataque argentinos Super Etendard atacaron el barco con misiles, iniciando incendios que ardieron durante días, antes de que el Sheffield finalmente se hundiera. Se perdieron veinte vidas. (AP) A
partir de ese momento la mayor amenaza era que los impactara un misil
Sea Dart del buque que habían atacado o que los persiguiera una
patrulla aérea de combate. Escaparon al máximo, ahora sí, a más
de mil kilómetros por hora. No pensaron si el misil había golpeado o
no en el blanco. Pensaron en no tragarse el agua, en huir a 50
millas todavía más hacia el sur, como lo habían planificado, un vuelo
hacia la Antártida, que fuese difícil de rastrear por aviones
enemigos o por un “piquete radar”, en la ruta de regreso. Volver a la
base en línea recta supondría más riesgos.
El lanzamiento se realizó a las 11:04 del 4 de mayo de 1982. El
Neptune estaba a la espera. Se habían quedado dando vueltas por el
aire, calculando el tiempo de aproximación al blanco y el lanzamiento.
Hasta que Ruso llamó a Vasco. “Lanzamiento exitoso, estamos volviendo”,
respondió Vasco. Si había pegado o no, todavía no lo sabía nadie.
Desde el Neptune retransmitieron el mensaje al búnker. En ese momento
se aflojaron. Se acordaron de que en el avión había café,
sándwiches. Tomaron mate. Ya llevaban más de siete horas de vuelo.
Una hora más tarde, Bedacarratz y Mayora aterrizaron en la base de Río Grande.
Cuando descendieron no había novedades, pero se sentían seguros. En
el ambiente también había confianza. Todas las escuadrillas fueron a
recibirlos. Un rato después, aterrizó el Neptune. La diferencia de
velocidad entre los dos aviones era sustancial. El avión explorador
volaba a 300 kilómetros por hora. El Super Étendard, a 900.
Bedacarratz
y Mayora comenzaron a relatar la misión en un papel en la sala del
hangar y luego la pasaron en limpio en el casino de oficiales.
Bedacarratz recordaba los detalles de la acción, Mayora aportaba los
suyos y los escribía. Fue en ese momento que en la sala se interceptó la radio BBC y escucharon la novedad.
El gobierno británico reconocía, a las cinco de la tarde hora
británica, que el Sheffield había sido atacado por un misil y la
acción había provocado veintidós muertos y una cantidad indeterminada
de heridos. El destructor todavía se estaba incendiando. (…)