El soldado de Malvinas que le rogó a Dios que no lo dejara morir “despacito” tras ser sepultado vivo por una bomba
Fue conscripto del Regimiento 25. Quedó atrapado bajo la turba en su pozo de zorro durante dos horas junto a un compañero. El milagroso rescate y su encuentro con el Papa. Hoy acompaña a los veteranos que no pasan por un buen momento y lucha para que la sociedad comprenda la pesada mochila que llevan los excombatientes
InfobaeLos que lo vieron jugar, decían que era un 10 habilidoso y talentoso, que prometía, un derecho que le pegaba con las dos piernas. Cuando imaginaba su futuro se veía en la primera del Jorge Newbery, el club donde se lucía y de ahí tal vez pasar a uno de Buenos Aires. Jorge Eduardo Palacios, que había nacido el 17 de octubre de 1963, vivía con su familia en el Ceferino, un barrio de casas bajas con un monoblock en su centro, en Comodoro Rivadavia. Su papá Juan Paulino trabajaba en el hospital Alvear, su mamá se llamaba Silvia y tiene tres hermanas y un hermano. El es el tercero.
Cuando en enero de 1982 le llegó el telegrama para incorporarse al servicio militar -en el sorteo le había tocado el 832- se ganaba la vida como ayudante de chapista y pintor. Su destino fue el regimiento 25 de Colonia Sarmiento.
El día que habló con Infobae, volvía de la plaza, donde todos los 2 se canta el himno. Lo primero que hizo notar fue que cumplía exactamente 40 años de su incorporación al servicio militar. De Malvinas, su primer recuerdo es la fotografía que le tomaron al momento de subir al avión. Instantes después, en la escalerilla del Hércules un subteniente les dijo que iban a ir “a un lugar donde desean estar todos los argentinos. Vamos a recuperar las Malvinas”.
Como no tenía reloj, no pudo precisar la hora de la madrugada en que pisó suelo malvinense el 2 de abril.
Recuerda que los primeros días estuvo en el pueblo, montando guardia y a partir del 21 de ese mes los trasladaron al aeropuerto. Tomó real conciencia de lo que era estar en una guerra cuando por primera vez soportaron un bombardeo británico. Sintió miedo a lo desconocido, a esa incertidumbre de lo que le podía ocurrir.
Se emociona cuando cuenta que el 24, cerca de la pista y con un barco abandonado como escenografía de fondo, juró la bandera con sus compañeros. Es que debían hacerlo antes de entrar en combate y los soldados del Regimiento 25 fueron los primeros en dar el si juro. Dicha unidad organizó otra ceremonia en Darwin el 25 de mayo.
Los malos presentimientos que sentía se hicieron realidad el 4 de mayo. Recuerda que el día anterior, con unos diez compañeros, rodilla en tierra, habían rezado el Rosario. Lo hacían habitualmente.
Esa madrugada estaba de guardia sobre un cerrito que miraba al mar, frente a la torre de control del aeropuerto.
Cerca de las tres lo sorprendió un ruido, al que confundió con el vuelo de un Hércules. En realidad, eran dos grandes bombas arrojadas por aviones Vulcan ingleses. Una estalló a unos 30 metros de su posición. La otra, que impactó a escasos seis, y que dejó un cráter descomunal, fue casi fatal para él.
En fracción de segundos, sintió que la onda expansiva le hundía la cara, le hizo dar vuelta la cabeza y lo arrojó violentamente en el pozo de zorro. Su brazo derecho le quedó apuntando hacia arriba y el izquierdo aprisionado por la turba y las piedras. La manta que llevaba sobre los hombros para abrigarse quedó inexplicablemente desplegada sobre su cuerpo. El está convencido que era el manto de la Virgen.
Debajo suyo quedó el soldado Raúl Ortiz, que en el momento de la explosión estaba durmiendo. Tenían encima cerca de dos metros de tierra y piedras.
“Che, Ortiz, hagamos fuerza”. Fue inútil porque los escombros no se movían.
Gritaron. Palacios cree que repitieron el pedido de auxilio unas diez mil veces. Pero nadie escuchaba.
Perdió la noción del tiempo. Intuyendo lo peor, se preparó a morir. Mentalmente se despidió de sus viejos, de su hermanos, de sus amigos. Como en una película en blanco y negro se vio con sus seres queridos en aquellos momentos de alegría que pasó junto a ellos.
De pronto sintió que hablaba con Dios. Se sorprendió de la paz que experimentaba, en esa oscuridad, atrapado. Remarca que esa paz no la volvió a sentir nunca más.
No estaba desesperado. Se preguntó por qué Dios lo hacía morir despacito. “No me haga morir así, Señor, por favor”, repetía. Percibía las lágrimas que corrían por sus mejillas.
Ortiz estaba inmóvil, pensó que había fallecido. Comenzó a notar que la tierra se hundía, alguien caminaba en la superficie, justo donde estaban enterrados. “¡Gritemos!”, casi le ordenó a su compañero. Lo hicieron con las últimas fuerzas que les quedaban, no entendían cómo aún podían respirar.
Los soldados los escucharon y excavaron con lo que tenían a mano, hasta con sus propias manos. De pronto alguien cortó la manta con un cuchillo, y apareció la cara de Palacios.
Los habían dado por muertos. Nadie lo podía creer. Todos lloraban mientras los abrazaban.
En el hospital, el doctor capitán José Luis Corominas se sorprendió al comprobar que no tenían ninguna herida. Este médico también es de Comodoro y cuando se encuentran por la calle, en el centro, siempre se saludan.
Al volver a sus posiciones, el coronel Seineldín los arengó. Le dijo que estuvo casi dos horas bajo tierra. El día 8 unos doscientos soldados rezaron la misa y llevó junto con Ortiz la imagen de la Virgen en procesión por los alrededores del aeropuerto. Años después le alcanzaron una fotografía de ese momento, que el capellán Padre Vicente Martínez Torrens se la dedicó en 2008. El salesiano entonces le advirtió que tenía una misión, y que solo él tenía que descubrirla.
Lo último que imaginó cuando la dejó en un jeep es que volvería a ver esa imagen 37 años después.
En los últimos días del combate, le tocó ir a reforzar el frente de batalla. Nuevamente se encomendó a Dios porque estaba seguro que no volvería vivo al continente.
Se entristece hasta las lágrimas cuando menciona el momento en que arriaron la bandera en Puerto Argentino. “La derrota fue muy dura”. Nuevamente menciona a Dios para agradecer que no regresó con secuelas físicas.
Cuando regresó al continente, lo primero que deseó hacer es ver a sus padres. Cuando ingresaron al cuartel de madrugada, había gente esperándolos. Estaban ellos, con los que se abrazó y lloraron.
Aunque estuvieron solo unos pequeños momentos, pudieron tomarse una fotografía. Al verla, aún hoy se sorprende de su rostro flaco y demacrado.
Una vez de regreso a la vida civil, a su mamá le contó lo de la bomba muy por arriba, para no preocuparla. Le dolió que cuando relató el episodio, por lo general la gente no le creyera, que no podía ser.
En los primeros meses le costó salir a la calle, y menos ir a jugar al fútbol, su pasión. Sus amigos lo iban a buscar, y él se hacía negar mientras espiaba a través de la cortina de la ventana. Quería estar con su mamá, que le preparaba la comida, le hacía un té, lo atendía y lo contenía.
Demoró unos seis meses en soltarse.
Fue duro cuando salió a buscar trabajo. En 1984 entró junto a otros compañeros en la municipalidad y hoy está jubilado gracias a una ley especial para veteranos, según explica.
En ese año, junto a Mónica formó una familia. Tuvo 6 hijos y soportó el dolor de perder a uno cuando contaba con un año y ocho meses. Fue un 20 de junio, el día del Padre y el de la Bandera. Es otro de esos dolores que no se van.
Sus hijos le dieron cinco nietos y una lección de vida. Cuando la mayor comenzó a ir a la escuela, fue la que le insistió en que contase su experiencia en la guerra.
Fue sanador el poder hablar, y ahí todos creyeron el terrible episodio que vivió en ese pozo de zorro. Con la misma elocuencia que evoca sus días en Malvinas, subraya el dolor que siente cuando hablan mal de los veteranos o cuando se refieren a ellos como “los chicos de la guerra”. Del 2005 al 2015 fue el presidente del centro de veteranos de guerra local.
Advierte que llegar a los 40 años de aquel 1982 representó transitar un camino muy duro. Acompaña al veterano que está mal y se lamenta cuando cuenta que en noviembre pasado, uno falleció, no muy bien atendido. “Se nos fue un hermano”, dice. “Porque aunque no lo haya conocido, es mi hermano”.
En esa misma mañana que atendió a Infobae, lloró por la noticia que acaba de recibir: la muerte de su amigo Juan Carlos González, integrante del Escuadrón Alacrán en Malvinas. “La partida de cada veterano es muy dura. Yo se que no somos eternos, solo espero que la gente entienda que la mochila que cargamos en la espalda es difícil de llevar”.
A Ortiz, su compañero de infortunio, lo vio recién después de 27 años. Dice que vive en Trelew, que le cuesta hablar de la guerra y que no siempre le responde los whatsapps que le envía, que lo entiende.
En 2018 lo contactó La Fe del Centurión. Le comentaron que la imagen de la Virgen que él había llevado en procesión estaba en poder de los ingleses, y que se estaba programando un intercambio en El Vaticano y que él podría ser uno de los que la fueran a buscar. Para él, era la misión mencionada por el padre Martínez Torrens.
Creía estar soñando ese 30 de octubre de 2019 cuando Francisco lo abrazó en la Plaza San Pedro. El Papa no podía creer que el de la foto de la procesión, fuera él. “Este soy yo”, le indicó. “¿Sos vos?”, preguntaba. Lo miraba una y otra vez. También compartió la instantánea con veteranos ingleses presentes en el lugar, les explicó que en la guerra fue un soldado infante, y que tenía entonces 18 años.
Desde 1989 vive en una casa de un plan de vivienda en el Barrio Isidro Quiroga e integra el equipo de fútbol de veteranos del club Jorge Newbery, donde un año antes de la guerra ya le decían que era un chico que prometía y que su único sueño era el de jugar en primera.
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