miércoles, 28 de junio de 2017

Un mapa de operaciones navales del HMS Invincible oculto por 20 años sale a la luz

Este mapa fascinante de la guerra de Malvinas fue ocultado dentro de un bolso del kit de marinero por 20 años
Andrew Read sirvió a bordo de HMS Invincible cuando tenía 19 años
Wales Online


Un mapa militar de la Guerra de las Malvinas que permaneció escondido dentro de la bolsa de un kit marinero de Gales durante 20 años ha revelado una perspectiva única sobre el conflicto.

El ex ingeniero marino mecánico Andrew Read de Merthyr Tydfil sirvió a bordo de HMS Invincible durante la guerra cuando tenía 19 años de edad y reclamó el mapa grande en su último día a bordo.

El mapa de 4 pies por 3 pies es un registro de las ubicaciones de los barcos hundidos, de los aviones de combate derribados y de las posiciones de los prisioneros de guerra y de las tropas argentinas durante el conflicto de diez semanas.

Usted puede ver cómo los barcos de la Armada se han dibujado en el mapa:

(Foto: Richard Swingler)

Andrew Read, de 53 años, originario de Cwmbran, dijo: "Me gustaba tomar un recuerdo de la nave. Pensé en tomar la campana de la nave - pero era demasiado grande para caber en mi bolsa de kit!

"Parte de mis deberes era sellar las habitaciones que podrían estar fuera de límites para ciertas personas.

"Fui a esta sala de operaciones a las 3 de la mañana y el gran mapa estaba extendido sobre la mesa.

"Después de que lo tomé estaba en mi kit mal por más de 20 años. Luego de vuelta hace unos 10 años lo saqué y lo enmarcó.

Esta sección se refiere a la "inserción del SAS" del 26 de mayo:


(Foto: Richard Swingler)

Esto parece mostrar la ubicación de los buques Navales justo al lado de Cabo Dolphin:

(Foto: Richard Swingler)

Las banderas de la unión se han dibujado en el mapa aquí en Goose Green:

(Foto: Andrew Read)

El mapa a escala completa:

(Foto: Richard Swingler)

Las fechas del conflicto se han grabado en su memoria

La Guerra de las Malvinas fue una guerra de 10 semanas entre el Reino Unido y la Argentina sobre dos territorios británicos de ultramar, las Islas Malvinas y Georgia del Sur y las Islas Sandwich del Sur, ubicadas en el Atlántico Sur.

Durando entre el 2 de abril de 1982 y el 14 de junio de 1982, 255 británicos y 649 militares argentinos y 16 marineros civiles murieron con miles de heridos en total en ambos lados durante el conflicto.

Como mecánico de ingeniería naval, también conocido como 'fogonero' dentro de la marina de guerra, el Sr. Read fue encargado principalmente de cuidar de los motores de la nave.


Andrew Read como un marinero de 19 años cuando sirvió en HMS Invincible (Foto: Andrew Read)

El Sr. Read dijo: "Navegamos el 6 de abril y volvimos el 28 de septiembre, y ya estaba a bordo del buque un año antes. Todavía puedo recordar esas fechas. Sin embargo, si me preguntaste qué eran mis cumpleaños de las hijas, probablemente no podría decirte.

"Cuando volví al Reino Unido, usted acaba de ir a casa - Yo estaba viviendo en Portsmouth en el momento. Eso es.

"Me uní a otra nave, el HMS Argonaut, y yo quería un barco que no iba a ninguna parte. No quería más conflictos, eso solo jugó en mi mente ".

Otro de los papeles del Sr. Read a bordo del buque era como bombero, y después de dejar la marina sirvió como bombero civil por más de 10 años.


Andrew Read en la foto ahora (Foto: Richard Swingler)

Nunca ha olvidado lo que pasó


El Sr. Read fue diagnosticado con trastorno de estrés postraumático (TEPT) hace dos años y tuvo un consejero de trauma que vio dos veces por semana durante varios meses.

El Sr. Read dijo: "Yo no diría que lo he superado, pero [el diagnóstico] me ayudó a lidiar con mis demonios.

"El color gris me sacaba bastante lloroso. Nunca supe por qué. Pero entonces me di cuenta de que era por el color de la nave.

"Cuando solían jugar el Último Mensaje el domingo, también me pondría muy lloroso.

"No me uní a la armada para luchar. Me uní a la marina para beber y viajar el mundo tanto como pude, realmente.


(Foto: Andrew Read)

Añadió: "Creo que alguien de mi edad no debería haber pasado por eso.

"Yo podría haber sido 19, pero yo era todavía un niño de Cwmbran en mi mente. Debería haber estado jugando con mis compañeros en casa ".

Aunque el territorio había sido discutido durante mucho tiempo, la guerra era relativamente inesperada, y muchos británicos no habían oído hablar de las islas conocidas como las Malvinas en Argentina.


HMS Invincible regresando de las Malvinas en 1982

"Sólo quería volver a Gales"


El Sr. Read dijo: "Mucha gente en el camino allá abajo dijo que todo terminará pronto. Estábamos todos muy felices realmente.

"Pero cuando el primer barco se hundió y la gente murió, todo cambió.

"Pasé unos cuatro años basado en Portsmouth después. Me tomó tanto tiempo para salir, tienes que dar un par de años de aviso ver.

"Simplemente pensé, esto no es para mí. Sólo quería volver a Gales.


Explosión de una bomba argentina a bordo del HMS Antelope frente a las Malvinas

El mapa detalla dónde el SAS fue "insertado" el 26 de mayo y la ruta tomada por un regimiento de paracaidistas el 11 de junio a través de las islas desafiando el terreno y muchas montañas.

El Sr. Read dijo: "A bordo del buque había un equipo de SAS. No sabíamos quiénes eran en realidad.

-Con mi deber de encerrar ciertas habitaciones, el capitán SAS me dijo que no dejara entrar a nadie en su cuarto de armas.

"Esto significaba que podían mezclarse con los soldados argentinos. Todos estaban bien curtidos y muy desaliñados.


(Foto: Richard Swingler)

Algunos recuerdos difíciles


Aunque principalmente un ingeniero, el Sr. Read llevó a cabo una serie de tareas a bordo del buque - algunos de los cuales tomó años para hundirse completamente.

Sr. Read dijo: "Yo también era parte del equipo de entierro. Otras personas que fueron heridas serían traídas encendido, y por supuesto a veces no lo harían.

Lo hice seis veces. En ese momento era como, pobre mocoso - nada realmente hundido en porque sólo estábamos haciendo un trabajo y eso fue todo. "

El Sr. Read añadió: "Tuve que vigilar tres cadáveres argentinos una noche. Había un arrastrero que viene muy cerca de nosotros, y tenía demasiadas antenas y resultó que era un barco de espionaje.

"Fue destruido, trajeron los cuerpos a bordo y tuve que vigilarlos".

El hijo de la reina, el príncipe Andrew duque de York, también sirvió en el HMS Invincible como un copiloto de helicóptero.

Después de la victoria británica en la guerra, las relaciones entre los dos países permanecieron cortadas hasta 1989 y la soberanía británica de las islas sigue siendo disputada.


domingo, 25 de junio de 2017

Identificando al soldado argentino solo conocido por Dios

La misión de la Cruz Roja, por dentro: tensión, lágrimas y el compromiso con los familiares
La dura tarea del equipo que debe tomar muestras de ADN de los 123 cuerpos no identificados
Alan Soria Guadalupe | LA NACION



El equipo de la Cruz Roja, en el cementerio de Darwin, en un alto de sus tareas


PUERTO ARGENTINO.- Después de despedirse, los ojos del jefe de los forenses se humedecieron hasta que un pestañeo parecía bastar para que cayera la primera lágrima. Pero esa lágrima resistió y nunca apareció. Morris Tidball-Binz acaba de explicar, en un tono solemne, la carga emocional que la tarea de exhumación de los 123 cuerpos de soldados argentinos enterrados sin nombre le imprime al equipo del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), que trabaja en las islas Malvinas. Todos tienen décadas de experiencia en tareas similares, pero conocer lo que pasa en el detrás de escena de la misión humanitaria muestra con claridad que, para ellos, esta tarea no es una más.

LA NACION tuvo acceso a los alrededores del cementerio de Darwin, que por los próximos dos meses permanecerá cercado a un kilómetro a la redonda y acordonado por un laboratorio, una morgue, contenedores, camiones y más de una decena de especialistas que caminan por el lugar vestidos con mameluco blanco y barbijo.

Son jornadas intensas que empiezan antes de que salga el sol y terminan bien entrada la noche, cuando llega el tiempo de la camaradería en el Darwin Lodge, donde se hospeda la comitiva.

En el equipo cuentan, sin embargo, que durante el día hay un ambiente especial que les recuerda dónde están y el compromiso que asumieron con las familias de los caídos en combate, que esperan respuestas. Y eso los aflojó. Al final de la primera jornada de exhumaciones, el martes último, los forenses se reunieron en el laboratorio que se instaló en el terreno y se fundieron en un abrazo. "No faltaron lágrimas", cuenta Morris, que hace su primer silencio después de unos diez minutos de hablar sin parar. "Fue un día agotador y ése fue el momento de soltar las tensiones que fuimos juntando", agrega.

El protocolo de ese primer día, en el que se exhumó sólo uno de los cuerpos, se repetirá todas las jornadas hasta fines de agosto si el clima lo permite. Se espera que incluso sean más trabajosas, pues el objetivo es tomar las muestras de hasta tres cuerpos por día.

Según un plan de acción elaborado antes de llegar a las islas, el trabajo en el terreno debe comenzar poco antes de las nueve de la mañana y debe terminar a las 16, poco antes del anochecer.

La excavación y la exhumación del cuerpo demora entre tres horas y cuatro. La remoción de la tierra con una excavadora es lo que demanda más tiempo. Una vez que se encuentra al cuerpo dentro de las bolsas mortuorias -que según Morris casi no se deterioraron en estos años-, se avanza con la extracción y posterior traslado a la morgue, donde los forenses le toman las muestras. Eso demora otras dos horas.

El ADN de los soldados será cotejado con el de las familias que dieron su consentimiento. De todas maneras, explicaron en el CICR, si alguna familia cambia de opinión y accede a proveer una muestra lo podrá hacer. Los datos genéticos serán conservados para ello.

Una vez que termina el trabajo en la morgue, el equipo se encarga de acondicionar el cuerpo para inhumarlo otra vez en un ataúd y en el mismo lugar, una tarea que sale del esquema convencional del trabajo forense, explicó Morris.

En medio de todo el proceso, coordinado por un patólogo, los arqueólogos forenses preparan en el laboratorio informes que ingresan en un sistema cerrado que se conecta con un servidor "la base", ubicada en Darwin, el pequeño pueblo cercano. Al final de cada jornada se escriben nuevos informes y se preparan los equipamientos para el día siguiente.

Morris despoja el gesto adusto cuando cuenta que antes de dormir recuerdan todo lo que pasó en el día. Destaca que el operativo es un tema "muy fuerte" tanto en lo profesional como en lo personal, como cuando uno de los especialistas rompió en llanto al llegar por primera vez al cementerio y ver las cruces blancas. Para el forense no fue algo tan inusual: "Dicen que nosotros tenemos piel dura, pero uno es científico de día y llora de noche. Esta vez también toca llorar de día".

sábado, 24 de junio de 2017

Histeria kelper en la ONU: Levantando el muerto de Malcorra

Malvinas: Faurie debutó en la ONU con un tenso cruce con los kelpers
El canciller renovó el reclamo de soberanía, pero se encontró con una postura rígida de los isleños, que se consideran "un país" y cuestionan la falta de avances con la gestión de Macri
Rafael Mathus Ruiz | LA NACION



Foto: LA NACION

NUEVA YORK.- Los kelpers llevaron ayer a las Naciones Unidas una dura crítica al gobierno de Mauricio Macri, que renovó el reclamo sobre las islas Malvinas con gestos conciliadores para el Reino Unido y los isleños.


El ministro de Relaciones Exteriores, Jorge Faurie, cumplió por primera vez con el ritual anual de defender los argumentos argentinos para demandar la soberanía de las Malvinas y los espacios marítimos circundantes en la reunión anual del Comité de Descolonización de la ONU. Faurie abogó, una vez más, por zanjar la disputa con el Reino Unido en una negociación.

Mike Summers, miembro de la Asamblea Legislativa de las "Falkland", defendió la postura de los kelpers por última vez: se retirará este año. Summers insistió en que su "país" no era una colonia del Reino Unido, sino una economía exitosa y autosuficiente, y que los isleños tienen derecho a la "autodeterminación", un principio respaldado por Londres que Naciones Unidas nunca les ha reconocido.


El histórico contrapunto surgió, esta vez, en un nuevo contexto: el acercamiento entre Buenos Aires y Londres trazado por Macri, que llevó a la firma del comunicado conjunto entre ambos gobiernos que le valió críticas a la ex canciller, Susana Malcorra. Ese acuerdo ha abierto una nueva etapa de diálogo y cooperación que ya ha dejado un resultado concreto: la misión actual de la Cruz Roja que trabaja para identificar los cuerpos de 123 soldados argentinos enterrados en 1982 en el cementerio Darwin.

Summers dijo que hubo un "muy bienvenido progreso" con la Argentina, y recordó que, entre otros temas, se había comenzado a discutir la restitución de los vuelos comerciales entre las islas y el continente. Pero advirtió que, tras esos primeros avances, ahora todo ha quedado parado. Además, acusó a la Argentina de ejercer "colonialismo económico" y socavar la economía de los isleños y presionarlos con sanciones.

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"La Argentina ha fallado en honrar los acuerdos vigentes", disparó en su discurso Summers, quien culpó a la oposición en el Congreso y al Gobierno por el impasse.

Faurie optó por un tono conciliador. Reiteró que el Gobierno está convencido de que la relación con el Reino Unido "debe ser recuperada" y que quieren una "agenda amplia" con Londres; habló de un "nuevo marco", y de "avances" en comercio, inversiones, ciencia y tecnología, educación y cultura, seguridad y derechos humanos, y afirmó: "Creemos firmemente en el valor de sentarse a la mesa a discutir cualquier tema".

El canciller también brindó una señal a los kelpers: "La Argentina tiene la firme determinación de respetar y defender el modo de vida de quienes viven en Malvinas. Es un compromisos que ha sido asumido por todos los gobiernos democráticos". Luego, señaló que la resolución de la disputa deberá tener en cuenta como requisito indispensable los "intereses de la población de las islas". Al final de la sesión, Faurie se acercó hasta donde estaba sentado Summers y le estrechó la mano.

Como ocurre cada año, el Comité aprobó por unanimidad una resolución que reitera el llamado a buscar una "solución pacífica y negociada de la controversia sobre soberanía" que existe entre la Argentina y el Reino Unido. La resolución fue presentada por Bolivia, Chile, Cuba, Ecuador, Nicaragua y Venezuela.

Summers destacó el tono "discreto" y "conciliador" del canciller. Sin embargo, criticó la tarea del Comité de Descolonización, que siempre ha respaldado por unanimidad el reclamo argentino y ha abogado por una negociación con el Reino Unido, y lo acusó de desconocer el desarrollo en las islas y los derechos de los isleños. Le exigió que se "pusiera al día con la realidad", y en una de sus frases filosas, preguntó: "¿Quiénes son para decirnos que estamos equivocados?".

Rafael Darío Ramírez Carreño, embajador de Venezuela, presidente del comité y uno de los funcionarios más antiguos del chavismo, le respondió: "Es un ejercicio diplomático escucharlo".

Al finalizar la sesión Summers dijo a LA NACION que dudaba mucho que la disputa pudiera ser resuelta porque la Argentina y los isleños "vienen de direcciones muy distintas". Y afirmó: "Nada ha cambiado en todo el tiempo que he estado aquí, o en los diez años antes de que yo empezara a venir".

Fucking Kelpers piden que se cumplan acuerdos que les conviene a ellos

Malvinas: advertencias y nuevos reclamos de los kelpers a la Argentina
Un día antes de la reunión en Naciones Unidas el legislador isleño Mike Summers dijo que "la Argentina debe cumplir todo lo acordado con Londres" y evaluó caminos alternativos si no se cumple con ello

Por Martín Dinatale | Infobae
mdinatale@infobae.com



Mike Summers (Foto: AFP)

El gobierno de las Islas Malvinas planteará mañana en el Comité de Descolonización de Naciones Unidas que la Argentina "cumpla con todo lo acordado con Londres" el año pasado y advirtió que si no hay una solución inmediata por la restitución de los vuelos de las Islas al continente con el gobierno de Mauricio Macri "se buscarán acuerdos alternativos" con otros países.

Los legisladores representantes de los kelpers estarán mañana en Naciones Unidas ante la delegación argentina encabezada por el canciller Jorge Faurie del lado argentino. De esta manera, Mike Summers, uno de los delegados de los kelpers que estará en Nueva York, adelantó a Infobae que el gobierno de las islas Malvinas "no presentarán nuevas propuestas al Gobierno de la Argentina, pero les pediremos que cumplan con los compromisos relativos a las Falklands (Malvinas) firmados en la Declaración Conjunta". Se refería de esta manera al comunicado conjunto que el año pasado firmaron las cancillerías de Gran Bretaña y la Argentina que contempla la intención de ampliar las negociaciones comerciales, económicas y políticas entre ambos países a la vez que prevé un capítulo dedicado al restablecimiento de los vuelos de Malvinas al Continente, un avance en el proceso de identificación de los soldados NN argentinos enterrados en las islas que se está realizando en estos días y la eventual recomposición del comercio de pesca e hidrocarburos compartidos.

En este contexto, el legislador isleño que responde a la corona británica destacó: "Se requiere una acción positiva de la Argentina para generar confianza en el proceso de reestablecimiento" de las relaciones. Consultado por Infobae sobre el eventual restablecimiento de los vuelos de las islas al Continente que prevé el comunicado conjunto de Londres y Buenos Aires, Summers fue tajante: "El progreso en la cuestión de los vuelos requiere acción del gobierno de Argentina. Los esperamos llevando a cabo las acciones acordadas en Londres en diciembre de 2016. El gobierno de las Islas Falkland (Malvinas) tendrá que hacer arreglos alternativos si los acuerdos no pueden ser resueltos". No lo dijo abiertamente pero el legislador isleño dio a entender que podrían entablar negociaciones con Uruguay o Brasil si la Argentina se niega a que haya vuelos de Malvinas a Buenos Aires o Río Gallegos.

Por otra parte, Summers planteó que las islas Malvinas "trabajan en estrecha colaboración con el Gobierno del Reino Unido". Sin embargo, aclaró que las declaraciones de los isleños son asunto del Gobierno de Malvinas y no requieren la aprobación de Gran Bretaña.

Un día antes de la reunión en Naciones Unidas Summers adelantó que no se prevé invitar a Macri a las Islas Malvinas como ocurrió hace cuatro años con Cristina Kirchner cuando la entonces presidenta argentina se hizo presente en el Comité de Descolonización de Naciones Unidas. En ese momento Summers intentó entregarle a Cristina Kirchner una carta donde la invitaba a visitar las islas.

Al mencionar los eventuales acuerdos de pesca e hidrocarburo con la Argentina y el gobierno isleño que también están previstos en el comunicado conjunto Summers destacó que el gobierno de las islas Malvinas ha pedido regularmente a la Argentina que coopere en el intercambio de datos pesqueros para mejorar la gestión de las poblaciones de peces en el Atlántico Sur y nuestras respectivas zonas económicas. Inmediatamente adelantó una suerte de advertencia: "Esperamos una respuesta a estas propuestas. Hay muchas oportunidades para las empresas de América del Sur en una serie de áreas si se eliminan las sanciones económicas". De esta manera, el legislador kelper dejó a entrever que sólo habrá acuerdos conjuntos de pesca e hidrocarburos si la Argentina elimina la ley que contempla sanciones a empresas británicas que operan en la zona de litigio del Atlántico Sur y al mismo tiempo en el país.

Por último, Summers descartó que el Brexit sea un escollo en el camino de los isleños para seguir bajo la protección británica. "Hay oportunidades y desafíos resultantes del proceso de Brexit. Trabajaremos con el Gobierno del Reino Unido y la Unión Europea para asegurar un resultado exitoso", dijo.

viernes, 23 de junio de 2017

Libro: Malvinas 1833. Antes y después de la agresión inglesa

¿Cuánto sabemos realmente sobre la historia de las Malvinas?
En 1833, un diario británico llamaba giro “inesperado” (sic) a la ocupación de las islas por su propio gobierno. Ese detalle y muchos más en un libro que reconstruye la situación previa y los primeros años tras la usurpación
Infobae
Por Claudia Peiró
cpeiro@infobae.com


Un libro para conocer en detalle la historia de las Malvinas

The Times (Londres), 23 de abril de 1833:
"Ha llegado un correo del Brasil con cartas desde el 17 de febrero. (…) Según ese correo, tenemos informes desde Buenos Aires del 19 de enero. La disputa, pendiente desde hace mucho, entre esa república (Argentina) y los Estados Unidos relativa a las islas Malvinas ha sido llevada a un punto inesperado al haber sido tomadas en posesión por el HMS Clio con el capitán Onslow en nombre del gobierno británico. Las circunstancias, de las que no se ha dado noticia o explicación previa, parecen haber causado un sentimiento muy airado en Buenos Aires".


Plano de las islas Malvinas. Real Escuela de Navegación de Cádiz, c. 1770

 La única deuda internacional que los argentinos no han perdonado (Canclini)
La cita pertenece al libro del especialista Arnoldo Canclini (1926-2014), Malvinas 1833. Antes y después de la agresión inglesa, que la Editorial Claridad ha relanzado este año. Los argentinos estamos convencidos de nuestro derecho sobre esas islas y tal vez no haya causa que suscite más unanimidad entre nosotros. En palabras de Canclini, "la única deuda internacional que los argentinos no han perdonado". Pero casi dos siglos de ocupación hacen que Malvinas sea una realidad lejana histórica y geográficamente.

El libro de Canclini contribuye a llenar las lagunas sobre la historia de las Malvinas a través de un detallado estudio de la situación previa a la usurpación y de los primeros años de la ocupación inglesa.


Costa norte de Gran Malvina

Un relato pormenorizado de los días de la llegada de la Clio, de cómo se decidió ese desembarco, de las (escasas) instrucciones dadas a su capitán, de las ambigüedades -muy inglesas- en las comunicaciones posteriores y de la reacción en Buenos Aires y en Londres; de esta última en particular surge la evidencia, por los comentarios en la prensa, de que Malvinas estaba muy lejos de ser un tema instalado o una aspiración general de los británicos.


Iglesia católica Santa María, inaugurada en 1875 por los salesianos

El contexto histórico es el de "la pujanza imperialista de Gran Bretaña en contraste con la debilidad de la nueva Nación argentina", disparidad aprovechada por la primera para, además, ganarle de mano a otras potencias -Estados Unidos en particular- que también estaban a la búsqueda de un punto de apoyo en el Atlántico Sur.

 Para nuestra sorpresa, encontramos izada la bandera inglesa (Charles Darwin)
La Argentina no existía aún "como nación unificada" y no disponía de una marina de guerra permanente; ésta se formaba sólo cuando una situación bélica lo requería.

Billete de 10 pesos de curso legal en las islas. Gobernación de Luis Vernet
Billete de 10 pesos de curso legal en las islas. Gobernación de Luis Vernet
En este contexto, dice Canclini, "lo que sucedió en las Malvinas en 1833" debe entenderse como "el enfrentamiento (de) una hormiga y un elefante".

A la sorpresa del Times le sigue cierta indiferencia.de Londres que hasta 1842 no produce ningún acto parlamentario o de gobierno sobre Malvinas.

Paisaje rural. Isla Soledad
Paisaje rural. Isla Soledad
El joven Charles Darwin, que pasa por el archipiélago en el viaje que realiza junto al capitán Robert Fitz Roy en la Beagle, dice al llegar a las islas: "Para nuestra sorpresa, encontramos izada la bandera inglesa. Supongo que la ocupación de este lugar apenas si ha sido informada en los diarios ingleses, pero hemos oído que toda la parte austral de América está en fermento por ello. Según el terrible lenguaje de Buenos Aires, uno podría suponer que esta gran república ¡pretende declarar la guerra a Inglaterra! Estas islas tienen  una apariencia miserable: no tienen un solo árbol. Pero por su ubicación serán de gran importancia para la navegación; por esta causa el capitán [Fitz Roy] planea hacer una revelación detallada".

Puerto Argentino, isla Soledad. Postal de 1970
Puerto Argentino, isla Soledad. Postal de 1970
 De cómo lo que había sido un próspero establecimiento argentino se fue transformando en una colonia inglesa
De estos datos muy significativos está lleno el libro que, luego del relato de la ocupación, pasa a la descripción de cómo "lo que había sido un próspero establecimiento argentino se fue transformando en una colonia inglesa"; un relato que incluye hast al detallada biografía de algunos de los primeros habitantes de la isla, mayormente llevados allí por el gobernador Luis Vernet (designado comandante político y militar de Malvinas por Martín Rodríguez en 1829).

Texto presentado por Luis Vernet en el marco del conflicto con los norteamericanos
Texto presentado por Luis Vernet en el marco del conflicto con los norteamericanos
El libro incluye varios apéndices de interés, como el informe de (1829) de William Langdon al Almirantazgo con los motivos por los cuales recomienda ocupar Malvinas, las instrucciones del gobierno bonaerense al Capitán Pinedo (1832) -de triste actuación como "defensor" de la plaza-, las instrucciones al capitán Onslow, que condujo el desembarco (2 y 3 de enero de 1833), las observaciones del propio Onslow sobre las islas, así como los de otros funcionarios británicos sobre el mismo asunto, y los artículos publicados en la prensa porteña, entre otros documentos.

Casa del comandante político y militar de Malvinas, Luis Vernet. Puerto Luis, isla Soledad
Casa del comandante político y militar de Malvinas, Luis Vernet. Puerto Luis, isla Soledad
 Canclini trabajó toda su vida para que no se olvide a quienes hicieron Tierra del Fuego; que Tierra del Fuego no lo olvide a él
Fallecido en 2014, Arnoldo Canclini fue uno de los mayores especialistas en historia de Tierra del Fuego. Como pastor protestante que era, puso especial atención a la actividad de los primeros misioneros anglicanos en el Canal Beagle, aunque sin descuidar ningún aspecto de la historia regional.

Nacido en La Plata, cursó el secundario en el Nacional Buenos Aires. Su primer viaje a Tierra del Fuego lo hizo en 1947. Desde entonces, quedó atrapado por la región y su historia.

Arnoldo Canclini y la portada de uno de los muchos libros que dedicó a la historia de la parte más austral de la Argentina
Arnoldo Canclini y la portada de uno de los muchos libros que dedicó a la historia de la parte más austral de la Argentina
Se doctoró en Filosofía y Letras en la UBA y luego se ordenó pastor en la Iglesia Bautista. Fue profesor del Seminario Internacional Teológico Bautista y, en paralelo con las ocupaciones del pastorado, se dedicó a la investigación histórica y publicó varios libros sobre los pioneros de la colonización de la provincia austral, así como una "Historia de Tierra del Fuego" (Plus Ultra, 1980) y "Así nació Ushuaia" (1992), entre otros muchos ensayos y artículos. También dirigió la obra colectiva "Ushuaia 1884–1984" o "Libro del Centenario".

Acantilado del archipiélago malvinero frente al Mar Argentino
Acantilado del archipiélago malvinero frente al Mar Argentino
Viajó a Malvinas tanto antes como después de la guerra y el resultado de esas visitas y de sus investigaciones fueron los libros Malvinas 1833. Antes y después de la agresión inglesa y Malvinas, su historia en historias.

Escribió también una biografía del aborigen Jemmy Button que Fitz Roy llevó a Inglaterra en 1830.


Sellos postales referidos a Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur

En un artículo publicado en el Diario del Fin del Mundo, el historiador Lucas Potenze, recordó de este modo al autor de Malvinas 1833: "Tierra del Fuego le debe mucho a Canclini; (quien), a pesar de no ser historiador de profesión, ha colaborado como nadie para recuperar nuestro riquísimo y singular patrimonio histórico; sin ser fueguino amó a nuestra tierra y nuestra gente (…), fue uno de los mayores y más documentados defensores de nuestros derechos sobre las Islas Malvinas. Sería un acto de estricta justicia que alguna calle de esa Ushuaia a la que tanto quiso llevara su nombre (…). Él trabajó toda su vida para que no se olvide a quienes hicieron la Tierra del Fuego; a nosotros nos toca que Tierra del Fuego no se olvide de él".

La bandera argentina flameando frente a Puerto Argentino
La bandera argentina flameando frente a Puerto Argentino
NOTA: Las imágenes que ilustran esta nota fueron tomadas del libro "Islas Malvinas. Visiones del patrimonio argentino", editado por MASA Argentina S.A. (2011).

martes, 20 de junio de 2017

Rescatando al sargento Villegas

Rescatando al Sargento Villegas
Jorge Fernández Díaz


Los aviones ingleses bombardeaban a toda hora o pasaban a baja altura y ametrallaban las posiciones. Los combates cuerpo a cuerpo se habían desatado a pocos kilómetros del vivac y llegaban noticias de que las refriegas eran sangrientas en San Carlos y en Darwin.
Todos los días había “alerta roja”, explotaban los misiles tierra-aire y la lluvia constante inundaba los pozos de zorro y los obligaba a levantar chozas con palos y chapas enmascaradas con pasto. Así y todo, hasta al horror de la guerra se acostumbra el hombre: la Compañía “A” dejó al soldado Esteban Tríes de cuartelero y marchó alegremente a bañarse. Tríes recorría el campamento vacío cuando de repente escuchó que alguien tiraba de la corredera de una 9 milímetros reglamentaria. Dentro de un pozo de zorro un compañero tenía apoyado el cañón de su pistola en la sien.
Tríes había cumplido el servicio militar obligatorio en esa compañía del Regimiento de Infantería Mecanizado 3 de la Tablada: antiguamente sus oficiales y suboficiales llevaban una pechera amarilla, es por eso que algunos todavía lo llamaban con orgullo “El 3 de Oro”. Y cuando Tríes ya estaba trabajando afuera y estudiando ingeniería, había recibido el 8 de abril de 1982 en su casa de Villa Ballester un aviso de reincorporación. Un negrazo valiente que vivía en González Catán y que había instruido a Tríes lo quería a su lado en la guerra: el sargento Manuel Villegas, conocido por su extrema dureza y a la vez por su extraña sensibilidad de hombre bueno.
Sesenta días después, Tríes ya no era un simple conscripto intentando disuadir a un soldado de que no se volara la tapa de los sesos. Era un guerrero de Villegas con la responsabilidad de que no se perdiera ni un hombre ni una bala. Estuvo una hora entera tratando de que el soldado superara la depresión, creyera que saldrían vivos de aquella guerra, soltara la pistola y abandonara el pozo de zorro. Al final lo logró, y cuando Villegas regresó con el resto de la compañía no se dio cuenta de lo que había ocurrido. El soldado que había querido suicidarse en Malvinas entró luego en combate y fue herido, pero regresó entero a su casa.Y Tríes calló aquel pequeño pero grave incidente a pesar de que le debía lealtad total a su jefe, a quien había insultado por lo bajo durante la instrucción a raíz del rigor y fiereza con que Villegas los preparaba para la lucha. Pero con quien luego estableció una relación de respeto y cariño, y con el tiempo de amistad profunda. Villegas era duro pero jamás cruel ni arbitrario. Un líder nato seguido por una soldadesca capaz de acompañarlo hasta el mismísimo infierno. La Compañía “A” acampaba en medio de la nada, a varios kilómetros de Puerto Argentino. Nevisca, frío, hambre y tristeza. Y las detonaciones de las baterías enemigas cada vez más cerca.
Villegas se parecía a aquellos sargentos de los westerns de John Ford: hombres con más corazón que odio. Su debilidad era otro soldado débil a quien todos llamaban Lupin, un huérfano total apellidado Serrezuela, que desde los siete años había vivido en el campo sin familia y sin destino, y a quien nadie jamás le había enviado una carta. A Villegas le daba lástima esa carencia. Así que le ordenó a un conscripto del grupo que le pidiera a su novia un favor: debía buscar a una amiga para que ésta escribiera de su puño letra una misiva dirigida a Lupin. Cuando se hacían los corros para recibir la correspondencia, Lupin se quedaba atrás descansando o cumpliendo tareas. Sabía que en ese rito deseado no había nada para él. Pero un día el encargado del correo voceó por primera vez su apellido: ¡Serrezuela! Y entonces Villegas vio que Lupin ni siquiera se mosqueaba. Como si no lo hubiera oído. ¡Serrezuela!, repitieron varias veces. Y nada. Lupin miraba distraídamente el horizonte. Villegas lo enfrentó: Che, boludo, ¿usted no es Serrezuela?
Lupin pareció regresar del más allá: Sí, pero yo no recibo cartas, mi sargento. Debe ser un Serrezuela de otra compañía. Villegas tomó el sobre y se lo entregó. La cara de Lupin se transformó como si hubiera descubierto un tesoro. Abrió lenta y cuidadosamente el sobre, leyó esas pocas líneas dirigidas a él y a nadie más, y después arrugó la carta contra el pecho y caminó mirando al cielo: Gracias, Dios mío, gracias, gracias. Eso no impidió que el sargento lo castigara con dureza por maltratar a su fusil, un pecado mortal en tiempos de batalla.
El fusil es como la novia, soldado: se lo cuida, se lo mima y se lo lleva siempre consigo. No hacerlo equivale a poner en peligro a todos. Y Serrezuela no lo limpiaba y se lo olvidaba en cualquier rincón. Villegas no tenía forma de saber que Serrezuela le salvaría la vida cuando le impuso una tarea extenuante: vaciar de agua aquellos pozos de zorro durante todos los días de la semana. Una noche Lupin se acercó a la tienda de su jefe y pidió cruzar unas palabras con el sargento. Villegas salió al frío de mala gana, y entonces Serrezuela le dijo, en voz muy baja: Máteme, mi sargento, yo no sirvo para esto, soy un estorbo. Pégueme un tiro; acá nadie se va a enterar que fue usted y nadie me va a extrañar. Villegas le pegó un abrazo de oso y le soltó: Pedazo de hijo de puta, no digas eso. Se lo dijo con los dientes apretados y conteniendo las lágrimas.
No le gustaba a Villegas mostrar los sentimientos. Ni las flaquezas. A nadie había contado que cuando eran atacados el 1º de mayo por las ráfagas inglesas el sargento más bravo había empezado a temblar como una hoja. Por suerte, su tropa no lo había visto en esos renuncios, pero a partir de esa vergüenza íntima el sargento cargaba su propio calvario. Le rezaba todas las noches a Dios para que le diera temple en el combate y para que pudiera llevarse de este mundo a cuatro o cinco enemigos antes de morir. No rezaba para salvarse. Rezaba para irse al otro barrio con los honores que siempre había soñado.
A las dos de la madrugada del 14 de junio, el regimiento recibió la orden de cargar armamento y municiones y avanzar sobre el cerro Tumbledown, vadeando el arroyo de Moody Brook. Se combatía en todas partes, y ese riacho no era muy ancho pero resultaba profundo y traicionero. Había luna llena y el cielo estaba plagado de rumores, bengalas, luces de misiles y toda clase de fuegos artificiales cuando Villegas y sus hombres se metieron en el agua y cruzaron dificultosamente con los fusiles en alto. Llegaron con frío y sin fuerzas a la otra orilla, pero escucharon la orden: ¡A lo gaucho, carrera, march! ¡Viva la Patria, carajo! Y se pusieron de pie y empezaron a escalar el monte lleno de rocas. Villegas, contra lo aconsejable, iba delante de todos trepando por esa ladera escarpada, cuando desde arriba los haces de luz de dos fusiles M16 con mira infrarroja le resbalaron por el cuerpo. Saltó en un segundo hacia el costado y evitó un proyectil, pero el segundo le entró por el abdomen y le estalló en el hueso de la cadera.
Villegas se tomó la panza y vio que le salía sangre a borbotones y que comenzaba a arderle como si le hubieran arrojado encima dos paladas de brasas de carbón. Tiren —les gritó a sus soldados—. Tiren, que están escondidos detrás de esas rocas.
Tríes no podía disparar sin correr el riesgo de balear a su propio sargento.Apártese, que le voy a pegar, le gritó entre las piedras. Tire igual que yo ya estoy listo. Como Tríes y Serrezuela no le hacían caso, Villegas se estiró para agarrar el fusil y entonces el francotirador le atravesó una mano de otro balazo.
El inglés podía eliminarlo, pero prefería dejarlo fuera de combate. No tanto quizás por razones humanitarias sino por cuestiones estrictamente operativas: el manual indica que un herido ocupa a dos o tres soldados, y que hace más daño eso que matar lisa y llanamente a un enemigo.
Tríes le dijo a Serrezuela: Vamos a buscarlo. El sargento se empezó a sacar el correaje y le gritó: Tríes, quedate porque te va a matar. Tríes y Serrezuela se miraron en la oscuridad. Luego se incorporaron, arrojaron ostensiblemente los fusiles al suelo y levantaron las manos. Subieron en esa posición audaz quince metros hasta su jefe, lo tomaron de los brazos y lo bajaron hasta el lugar donde se habían parapetado. El inglés que los tenía en la mira dejó que hicieran todo eso sin apretar el gatillo.
Villegas pedía desesperadamente agua. Tríes le dio una botellita de whisky y le llenó la boca con trozos de nieve. Había que retroceder ya mismo. Tríes —lo llamó Villegas—. No creas que me pongo en héroe, pero quiero que le avises a mi familia que me quedo acá. Contales de la forma que les duela lo menos posible, ¿sabés? A mi mujer decile que lamento no haberme casado con ella y a mi nena de tres años decile que, decile. En ese momento se fue en llanto. Pero se contuvo. Lo agarró a Tríes de la solapa y le dijo, en un hilo de voz: Meteme un tiro. Son ocho kilómetros hasta el pueblo. Yo ya estoy listo. Meteme un tiro, no me dejés sufriendo.
El soldado parpadeaba, anonadado por la orden. De pronto se rehízo y le dijo: De ninguna manera, usted me debe un asado. Y entonces Lupin y Tríes agarraron al sargento, que pegaba alaridos de bronca y se resistía, le hicieron sillita de oro y lo pasaron por un pequeño puente sin que ningún inglés les disparara, mientras el combate seguía atrás y se tornaba cada vez más virulento. La marcha de esos dos soldados llevando al sargento herido en la noche de luna llena fue penosa. Caminaron y caminaron, y Villegas perdió sangre y conciencia, y al final lograron encontrar una ambulancia. Subieron los tres y el chofer trató de llevarlos hasta el hospital de campaña, pero había demasiado hielo, resbalaron y volcaron en una cuneta. Salieron como pudieron de entre los hierros y siguieron adelante.
Llegaron con el último aliento a ese hospital lleno de amputados y heridos, y le entregaron el cuerpo maltrecho de Villegas a los cirujanos. El sargento escuchó a uno de ellos que decía: Le queda poco. Villegas alcanzó a decirles que no lo amputaran, que lo durmieran para siempre. Al despertarse, varias horas después, vio a varios ingleses con fusiles en la mano. No entiendo nada, susurró. Un enfermero le respondió: No te preocupes, ya se arregló todo. Villegas seguía sin comprender. Nos rendimos, macho —le aclararon—. Nos rendimos.
Y Villegas se echó a llorar.
Tríes y Serrezuela ayudaron a los heridos y se acoplaron a otras tropas. Tríes recuerda que iban corriendo por Puerto Argentino y que las casas explotaban a su lado. También que algunos soldados comentaban los maltratos y las defecciones y cobardías de ciertos jefes. Regresaron a casa en el Camberra y se separaron para siempre en El Palomar. Eran fruto de una causa amada y luego aborrecida, venían derrotados y su karma era la marginalidad y el olvido.
El sargento regresó en un buque hospital. Tríes hizo lo que los superiores de su sargento no hicieron: lo visitó en el hospital de Campo de Mayo, donde Villegas estuvo un año y medio internado. Pero lo vio tan amargado y tan mal, que no quiso volver. Tampoco quiso hablar de Malvinas. Estuvo veinte años vendiendo autos, haciendo negocios en el nefasto sube y baja económico del país y eludiendo prolijamente las anécdotas del pasado. Un día hizo un clic y lloró por primera vez, y comenzó a contactarse con los veteranos y a buscar a Villegas, a quien después de la kinesiología y de años y años de asistencia psiquiátrica, le decretaron un 45% de incapacidad y lo borraron de la carrera. El viejo sargento estaba resentido con el ejército: se fue a trabajar de chofer de colectivos y de remisero. Tuvo hijos y nietos. Y ya de grande quiso reencontrarse con Tríes. Lo buscó por Castelar y finalmente lo encontró. Poco después los sacaron a los dos por la radio y hablaron por primera vez de lo que habían vivido en el cerro Tumbledown, en el arroyo de Moody Brook y luego en aquel monte siniestro donde los francotiradores ingleses estuvieron a punto de borrarlos del mapa.
Desde ese cruce se hicieron íntimos amigos. Asistieron juntos a escuelas a dar charlas, ayudaron a los veteranos más desvalidos, presentaron a sus familias, y comieron muchos asados.Hay un afecto especial entre ellos. Esa clase de sentimiento entre hermanos que florece solamente en la trinchera y en la solidaridad del dolor.
Un día, sin embargo, Villegas le dijo a Tríes que tenía una asignatura pendiente: encontrar a Serrezuela y explicarle por qué lo había castigado tan duramente en aquellas vísperas. Le debía esa explicación además de deberle la vida. Lo rastrearon a Lupin por toda la provincia de Buenos Aires, y sólo tuvieron una pista firme en el velatorio de un ex soldado.Tenemos a un Serrezuela en Olivos —les dijo un veterano—.Pero apúrense porque tiene cáncer de pulmón y se está muriendo.
Hacía quince días que no se levantaba de la cama ni se afeitaba. Tríes le avisó a su esposa que él y Villegas lo visitarían esa tarde. La cita era a las dos, y Lupin hizo un terrible esfuerzo para levantarse, bañarse y pegarse una afeitada. Estuvo sentado en una silla esperándolos a los dos, que se atrasaron y recién pudieron llegar a las cuatro de la tarde. Les caían las lágrimas a los tres. Lupin lo llamaba “mi sargento”, a pesar de que Villegas ya no tenía cargos ni ganas de tenerlos. Usted va a ser siempre mi sargento —le dijo aquel huérfano congénito—. Usted ha sido mi papá. Villegas tragó saliva y le respondió: Yo vengo a pedirte disculpas, Lupin, y a explicarte por qué te castigué aquella vez. No hacía ninguna falta, pero se quedaron hablando horas y horas de aquellos tiempos en los que fueron gloriosamente vencidos.
El viernes de la semana siguiente repitieron la visita, pero esa vez Lupin no pudo levantarse de la cama. Esta noche me voy, les dijo, y lo mandaron afectuosamente a la mierda. Al día siguiente, cuando Villegas cruzaba un peaje, sonó su celular. Era la mujer de Serrezuela: su esposo acababa de morir. Dio la vuelta, llamó a Tríes y llegaron cuando el cadáver todavía estaba tibio. En el velorio, los veteranos de la zona pedían hablar con Villegas y abrazarlo como si fuera el sargento Cabral. Lupin les había hablado durante veinte años de aquel héroe personal que los había guiado durante sesenta días de sangre y fuego. Muchos años después Acaban filmaron un documental con las odiseas calladas de este puñado de hombres. Su título es significativo: “14 de junio: lo que nunca se perdió”.
En noviembre la esposa de Villegas lo llamó a Tríes para decirle que el viejo sargento había sufrido un golpe de presión y que no podía hablar bien. El viejo soldado sacó el auto y condujo a gran velocidad por el conurbano hasta encontrar a Villegas. Lo subió de apuro y apretó el acelerador por la autopista en busca del Hospital Militar. Otra vez llevándote a un hospital, sargento —le dijo Tríes—. La puta madre, ya me estoy cansando de andar salvándote la vida. Comenzaron a reírse.
Todavía se están riendo.

domingo, 18 de junio de 2017

Madryn y la recepción de los ex-combatientes

El día en que Madryn se quedó sin pan
Federico Lorenz, historiador, escritor, y actual director del Museo Malvinas, escribió este conmovedor cuento basado en un hecho real: el día en que 4.100 soldados volvieron al continente después de haber combatido. A través de los ojos de un niño de once años describe el drama de la guerra



Pan y brazos extendidos: los soldados argentinos llegan a Puerto Madryn y la ciudad entera los recibe con emoción. Fue el 18 de junio de 1982

El 19 de junio de 1982, el buque británico Canberra arribó al muelle de Puerto Madryn con más de 4.100 soldados que volvían de la guerra.
Fue "el día en que Madryn se quedó sin pan": los jóvenes combatientes llegaron a la ciudad pidiendo un trozo de pan, el alimento básico que no habían podido consumir durante todo el conflicto armado. La gente, emocionada, se acercó a los camiones del Ejército, rompió el cerco militar y extendió sus brazos ofreciendo pan y comida.

Federico Lorenz, historiador, investigador, escritor, experto en el conflicto del Atlántico Sur y actual director del Museo Malvinas, escribió este maravilloso cuento -que integra el libro, "La historia se hace ficción I – Para pensar las efemérides en el aula", con relatos de Hinde Pomeraniec, Liliana Bodoc, María Inés Falconi, Mario Méndez y Ana María Shua – donde se recuerda el histórico hecho de solidaridad y la movilización de todo un pueblo que no quiso darle la espalda a los héroes.
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Hay cosas que uno termina de entender recién cuando crece. A veces, simplemente porque madurás; otras, porque tenés hijos y comprendés cómo piensa un chico. O porque en el momento en el que ocurrieron no estabas preparado para lo que alguien te dijo. Hay cosas que no se entienden hasta que pasa el tiempo. Hasta que un día, como en un rompecabezas enorme que es tu propia vida, la pieza que no encajaba calza perfecto. Entonces, lo que pensabas que era de una manera resulta ser de otra. O por fin podés poner en su sitio una imagen, o recibir una
respuesta que esperabas y que en su momento nadie te dio.



Yo, por ejemplo, tardé muchos años en entender por qué, durante la guerra de Malvinas, mi mamá lloraba pegada a la radio cada vez que salía un comunicado del gobierno militar e informaba sobre cómo iba la guerra. Y ella tampoco me lo podía explicar, solamente le corrían las lágrimas mientras alisaba en silencio el mantel de hule de la cocina de casa. Es más, ahora escribo "gobierno militar", pero entonces, para mí, como para muchas personas, era solo "el gobierno". Yo era chico y no sabía que para elegir presidente se vota. Para mí ser general y ser presidente era más o menos lo mismo.

Tardé mucho tiempo, también, en entender por qué un soldado no me quiso contar lo que había hecho en la guerra. ¡Lo tuve ahí, sentado conmigo toda una tarde en la cocina de casa, recién llegado de las Malvinas, y no me contó nada de lo que yo quería saber! Pero claro, eso es lo que pasa: que a veces lo que querés que te cuenten no es lo que las personas quieren contarte. O porque no pueden, o porque prefieren cuidarte.



El buque británico Canberra: llevó más de 4.100 soldados al continente

Ahora soy grande y puedo recordar muchas cosas de manera distinta. En realidad, recién ahora las entiendo. Pero en 1982 yo tenía once años, vivía en Puerto Madryn, la ciudad de las ballenas, y cuando el 2 de abril anunciaron por radio que los soldados argentinos habían recuperado las Islas Malvinas, me puse muy contento. En la escuela nos pusimos escarapelas y cantamos la marcha en el patio.

Y cuando supimos que los ingleses habían mandado una flota para echar a los argentinos, no me dio ni un poquito de miedo, no. Hasta diría que me entusiasmé, porque a mí me gustaba jugar a los soldaditos. Tenía muchos, de plástico, en una lata de dulce de batata. Y cuando comenzó la guerra, empecé a jugar a argentinos contra ingleses. Antes, en 1978, el año del Mundial, había jugado a argentinos contra chilenos. Y siempre, siempre, ganábamos. Yo ponía las filas de tiradores bien parejitas y les tiraba con bolitas, hasta que no quedaba ni uno solo de los enemigos.

Nosotros, en la Patagonia, estábamos más cerca de nuestros soldados. Corríamos nuestros riesgos también. En la escuela nos enseñaron a meternos debajo de los bancos en caso de un bombardeo. Como si la madera de los pupitres pudiera hacer algo contra las bombas. Pero me doy cuenta de que era una forma de estar organizados, de participar de la guerra nosotros también. Había que hacerle caso a la gente de Defensa Civil. Teníamos sitios asignados a los que había que ir si la ciudad era atacada. Y también nos enseñaron a colaborar en los oscurecimientos: tapar con una frazada las ventanas de la casa… Para mí todo era como una aventura.


Los soldados heridos en el Canberra

En la escuela, también armamos encomiendas y escribimos cartas para los soldados. A ninguno en particular. Eran las cartas "a un soldado argentino", que escribíamos para darles aliento. Pero como mucha gente de Madryn tenía familia en Malvinas, por ser de la Marina, o del Regimiento 25, en Sarmiento, a unas horas de Madryn, también les escribíamos directamente a ellos. Llegaban muy pocas respuestas, pero a nadie le llamaba mucho la atención.

Las noticias eran escasas. Más que nada la radio y "60 minutos", el noticiero de Argentina Televisora Color. Me acuerdo del locutor que decía muy serio: "Nosotros le damos la información, usted la recibe, la analiza, y saca sus propias conclusiones". También leíamos los diarios y las revistas de Buenos Aires, que convencí a mi mamá de comprar porque estaban llenas de fotos y de dibujos de aviones y barcos.

Toda la ciudad era un gigantesco rumor. Mi papá llegaba de la calle y comentaba lo que decía la gente. Madryn era una ciudad chica, no como ahora. Mis papás tenían una tintorería y mi mamá también cosía. Trabajaban para la gente de YPF y para Aluar, la empresa de aluminio que tenía el muelle más grande del mundo. "Es un puerto de aguas profundas", me explicó entonces mi papá, en el que podían atracar barcos grandes. Así que hablaban con muchas personas. Comentaban de los barcos que habíamos hundido, de los aviones que nos habían derribado, de lo difícil que se hacía llegar a Comodoro, que era la principal base para pasar a Malvinas. Al final, a principios de junio, todos esperaban que viniera el papa Juan Pablo II y arreglara las cosas.

La guerra terminó un lunes. Pasó toda esa semana y nadie sabía nada. Recuerdo que, mientras guardaba mis soldaditos en la lata, pensé que no sabía adónde van los soldados cuando la guerra termina.

En la escuela era como si no hubiera sucedido nada, pero algo flotaba en el aire que te obligaba a estar triste. Ya casi no se hablaba de las noticias. No se sabía qué iba a pasar con los chicos argentinos en las islas. La señorita estaba seria y callada, como si hubiera olvidado todo lo entusiasmada que había estado antes. La gran novedad de la semana fue que nevó, lo que en Madryn no pasa casi nunca. Como si el cielo se hubiera puesto triste también.


La llegada de los combatientes a Puerto Madryn

Los ingleses reunieron a casi todos los prisioneros argentinos en un gran campamento en el aeropuerto de Malvinas. Pero eran muchos miles de hombres con poca comida, frío y en malas condiciones de higiene. Así que decidieron devolverlos. Los chicos volvieron a casa en barcos ingleses. Llegaron un sábado a media tarde. La noche anterior, algunas personas decían que a lo mejor los mandaban directamente a Bahía Blanca, que era la principal base naval argentina. Pero otras contestaban que no, que seguro los iban a traer en un barco grande, y entonces iban a venir a Madryn, al muelle de Aluar.

A la mañana siguiente, cuando la gente salió temprano para hacer las compras y vio que la ciudad estaba llena de militares, ya nadie tuvo dudas. ¡Los iban a traer a Madryn! Había un cordón del Ejército, la Marina y la Prefectura a lo largo de la costanera, mientras una columna de camiones verdes y micros subían al Norte, para el lado de Aluar. Había que prepararse para recibir a los soldados.

Yo no sé si alguien dio la idea, pero muchas familias se pusieron algo celeste y blanco. Papá agarró la bandera del Mundial, mamá casi me estranguló con una bufanda celeste y armó una canasta con comida y termos de café y mate. Para el mediodía, las familias, como en un picnic gigantesco, se habían ido a la orilla del Golfo Nuevo, como cuando llegaban las primeras ballenas. Hasta reposeras se llevaron. Y mate, y facturas, y algún sándwich. Al mediodía, sobre el horizonte, apareció un barco inmenso. Era un transatlántico inglés, el Canberra, la gigantesca ballena blanca en la que llegaron los soldados argentinos desde las islas.

Era la primera vez en mi vida que veía un barco de lujo, y justo era ese. Vimos cómo se acercaba a la costa, escoltado por un destructor de los nuestros que, junto a la mole blanca, parecía uno de esos delfines que juegan con los navegantes. Los rumores iban y venían a un millón de kilómetros por hora. En Madryn vive mucha gente que sabe de cosas de mar:

—Tiene que subir el práctico para atracar.
—¿El "práctico"?
—Hijo, ya te conté, es un marinero que ayuda al capitán a entrar a puerto. Conoce las profundidades, las corrientes…
—Ah.
—Van a bajar primero a los heridos.
—Fíjense, el barco inglés tiene la bandera argentina.
—Es lo que hay que hacer, es de procedimiento —explicó un jubilado de Prefectura.

Familias enteras esperaron el paso de los soldados a la vera de las rutas
Familias enteras esperaron el paso de los soldados a la vera de las rutas
Para las tres de la tarde, según supimos, ya habían desembarcado los soldados en el muelle. Pero no dejaban acercarse a nadie, ni a los periodistas. Parece que querían llevarlos directamente al Norte: a sus provincias, a sus regimientos, a sus casas.

Nadie, a orillas de la ruta, frente al mar, se había movido de su sitio. Los guardias, a ambos lados del camino, parecían cansados y, algunos, tan ansiosos como nosotros. La mayoría eran soldados que solo por una cuestión de tiempo o de suerte no estaban volviendo ahora en ese barco. Soldados que también habían sido movilizados al Sur, pero a quienes el final de la guerra, tan de repente, no les había permitido hacer el cruce a las islas. Ellos, ahora, estaban entre los soldados que volvían y nosotros, que queríamos recibirlos. Me pregunto hoy qué pasaría por la cabeza de los que se habían salvado de ir.

Y de repente, apareció la cabeza de la columna de camiones que traían a los soldados desde el muelle. Los vehículos avanzaron por la ruta y luego enfilaron por la costanera hacia el centro de la ciudad. El cordón compacto de militares se mantenía a lo largo de la avenida. Uniformes verdes, azules, blancos, una barrera de caras asustadas de soldados limpitos para que los camiones cargados de soldados de Malvinas se dirigieran sin ser molestados hasta los galpones que habían preparado para recibirlos. Enseguida se supo. Los llevaban a las barracas Lahusen, donde ahora está el bingo. Los camiones verdes traían las lonas bajas.

—Les van a dar de comer, van a pasar lista, y los van a mandar a Trelew y de ahí de vuelta a sus casas.
—¿Por qué los traen así, como delincuentes? —preguntó alguien de repente, a nuestro lado.
—No quieren que veamos cómo están —dijo mi mamá, y se puso a llorar.
—¡Los esconden, habrase visto!

Sí, los escondían. Pero algo, y eso es lo que tardé tiempo en entender, había cambiado. O empezaba a cambiar, que es lo mismo, porque ya de grande comprendí que las cosas no cambian de golpe. Es que cuando asomó el primero de los camiones militares, un vecino empezó a aplaudir, y el aplauso se extendió como una ola que acompañaba a los chicos que volvían. La gente, de a poco, fue avanzando sobre los cordones de soldados plantados sobre la calle. Después, a los aplausos que no cesaban, siguieron los gritos.

—¡Bienvenidos! ¡Vivan los chicos! ¡Bienvenidos!
—¡Dios los bendiga!
—¡Argentina! ¡Argentina!
—¡Chicos! ¡Chicos! ¿Están bien?


La gente saluda a los soldados. Los camiones llevaban  las lonas  bajas hasta que el grito de la población hizo que los jóvenes combatientes asomaran sus rostros

A medida que la punta de la columna se acercaba a los galpones, aminoraba la marcha. Y entonces, de pronto, alguien pasó entre el cordón de seguridad, o lo dejaron pasar. Se paró al lado de los camiones, o empezó a saltar al paso cada vez más lento de la columna. Mabel, la fotógrafa del diario, se animó a pararse en medio de la calle y a sacar unas fotos. Otros la siguieron. Un grupo de vecinos se plantó frente a uno de los camiones. Y al final, tuvieron que parar.

—¡Chicos! ¿Cómo están? ¿Están heridos? ¿Necesitan algo?

Y entonces apareció una mano que levantó la lona, y de la oscuridad de la caja del camión asomaron caras pálidas y sonrientes. Aparecieron y junto con ellas llegó un vaho, un olor a un mundo desconocido y sucio del que ellos regresaban. Sonreían: se habían salvado. En ese momento yo ni podía imaginar lo que habían pasado.

—¡Hola! ¡Gracias, gracias!
—Sí, sí, estamos bien.

Eran caras muy jóvenes, cansadas. La gente al lado de los camiones ya era mucha. Corrían, y les alcanzaban un termo, una factura o un pan. Los corrían con jarros de mate cocido que les llegaban casi vacíos porque, a los saltos, el contenido se les había derramado en el camino.
—¡Gracias, señora!

Los soldados, en los camiones, con medio cuerpo afuera, tenían sus uniformes sucios y grasientos. Parecían topos salidos de algún pozo. Se escuchaban tonadas de todas las provincias. Yo vi cómo muchos lloraban: los que los veían pasar y también ellos, los que regresaban.
—¡Perdón, señora, perdón!
—¿Pero de qué hay que perdonarte, hermoso?

El vecino que tenía, les daba algo. Y el que no tenía, se iba corriendo a su casa a buscar comida. Hasta cajas de pizza les llevaron. Y los chicos, que no tenían nada para ofrecer a cambio, empezaron a tirar desde los camiones partes de su uniforme, y la gente se zambullía en la calle para agarrar una campera, un gorro, un guante roñoso, capotes que volaban como pájaros verdes. Tiraban, en agradecimiento, recuerdos de la guerra.


Desde los camiones tiraban “recuerdos de la guerra” (guantes, bufandas, cascos) en señal de agradecimiento por el pan recibido

Pan por unas medias verdes sucias. Una medialuna por una bufanda rotosa. Una estampita, que revoloteó hasta que alguien la atrapó como a una mariposa. Un casco, que quedó girando como una tortuga dada vuelta en medio de la calle, hasta que Carmine, nuestro vecino, lo levantó y se lo guardó en la bolsa de las compras con un gesto de triunfo. Me había ganado por un segundo.

Yo estaba superemocionado. ¡Había visto a los soldados! Por eso no escuché entonces las frases sueltas que también volaban con el viento:

— … frío terrible, sí…
— … poca comida…
— … solo, siempre solo…
— … las bombas reventaban muy cerca…
— … a la noche, el miedo…
— … mis compañeros, allá…
— … atacaron de noche…

Las palabras gritadas sobre el ruido de los motores eran como los jirones de uniforme que los chicos arrojaban a la gente desde los camiones. La columna era una gran serpiente que cambiaba la piel.

Hoy me doy cuenta de que todavía no terminaban de volver y ya empezaban a armar una historia de la guerra. Nos contaban lo que habían vivido, lo que habían sufrido y enfrentado, y comenzaban a
dibujar la cara de los compañeros que se les habían muerto allá.

Los camiones pararon en un playón, frente a la barraca Lahusen. Los vecinos se amontonaron delante de los galpones y de la escuela donde estaban concentrados los soldados.

—¿Y qué les van a dar de comer acá?
—Las raciones de combate —contestó un oficial.
—Pero ¿vienen de la guerra y les van a dar nada más que eso?
—Ah, no. Les traemos —dijeron varios de los vecinos.

Y todo Madryn, que entonces no era tan grande, fue y vino, fue con cosas para los chicos y vino con mensajes de los soldados para sus pueblos, para sus casas en todos los rincones de la Argentina. Anotaban teléfonos para avisar a las familias que los soldados —hijos, hermanos, nietos— estaban bien. Porque no es como ahora, que todos tienen celular. Antes ni siquiera había teléfonos en todas las casas. Así que había que llamar a un vecino, o a la farmacia, o a la escuela de un pueblo muy chiquito con una lista de nombres. Esa tarde los vecinos trabajaron como hormigas. Llevaron y trajeron, llevaron y trajeron. Hasta que alguien, de golpe, avisó:

—¡Ya no queda más pan!
—¡Las panaderías no tienen más pan!


La gente llevó a los soldados a sus casas. Les ofrecieron un baño caliente, una buena comida y el teléfono para que llamaran a sus familias a avisarles que habían regresado, que estaban vivos

Fue entonces que los vecinos se empezaron a llevar a los soldados a sus casas. ¡Había que darles de comer! Era la media tarde.
—Llamás a tu casa, te bañás, comés algo, cómo te vas a ir así.

Supongo que eso estaba prohibido, pero la verdad es que muchos de los oficiales dejaron hacer. Pero no todos tuvieron esa suerte. Se escuchaban gritos desde adentro:

—¡Por favor, avisen a casa! —y a continuación un número de teléfono larguísimo que alguien anotaba donde podía.
—¡Miren que a la noche nos vamos! —gruñó un oficial como si fuera en el patio de la escuela—. ¡El que no esté, se queda!

El soldado que vino a mi casa se llamaba Luis. Fue entonces cuando me pasó eso que decía al principio, que medio me enojé, o me sentí defraudado. Mi papá lo arrastró con suavidad, apoyándole la mano en el hombro, mientras que mamá y yo caminábamos unos pasos atrás y ella me retaba en voz baja:

—No lo vas a molestar, ¿eh? Mirá que tiene que estar tranquilo.
—¡Pero, mamá, yo quiero que me cuente!
—¡Shhh! No se discute.

Cuando llegamos a casa, Luis se sentó con timidez en una punta de la mesa. Parecía agazapado, como a punto de salir corriendo. Pero al mismo tiempo se lo notaba exhausto, sin fuerzas. Había apoyado una mano sobre el mantel con los dedos extendidos. El otro brazo sostenía el peso del cuerpo en la rodilla. La cabeza estaba hundida entre los hombros y tenía la vista clavada en el piso. Noté su pelo revuelto y la barba un poco crecida. El uniforme estaba manchado de carbón y grasa. La verdad es que costaba estar cerca de él: echaba un olor dulzón —mi papá me explicó en voz baja que seguro era de la turba, que es como un carbón que hay en Malvinas— mezclado con mugre. Por suerte, el aroma de la fritura lo tapó un poco. Mamá se puso a cocinar unas milanesas que parecían de dinosaurio.

—Ya estás acá, flaco, tranquilo —le dijo mi papá.
—Sí, señor, sí. Muchas gracias, señor.
—Comés bien, te bañás si querés. ¡Tenés un olor a linyera! Mirá que justo venirte así a una tintorería… —trató de sonar gracioso mi papá.

El chico reparó en las planchas que se veían al fondo de la casa, y sonrió por única vez.

—¡Linyeras! Sí, eso éramos.
—Te presto ropa, te va a ir un poco grande…
—No, no puedo dejar el uniforme, señor. Gracias.
—Bueno, como quieras.

En medio de ese diálogo Luis había levantado la cabeza, y pude verle los ojos. Me dieron miedo, parecían secos. Parecía no mirar a ninguna parte. No se detenían en ninguno de nosotros, como si no estuviéramos ahí, con él. Pero por un instante me miró desde muy lejos, como si me tuviera pena. Me sentí incómodo. Porque no me pareció, entonces, la cara de un soldado. Pero creo que es porque yo tenía once años y para mí él era enorme. Hoy pienso que él también era un chico, con cuerpo de chico, algo más bajo que mi papá, pero tenía una mirada de grande, porque había ido a la guerra. Se hizo un silencio molesto hasta que mi mamá sirvió la comida.

—Comé todo lo que quieras, hago más.
—Está bien, señora, gracias.

Durante unos minutos volvió el silencio. Se escuchaban conversaciones que venían de la calle. Pero en casa, lo único que sonaba era el ir y venir rítmico del cuchillo, interrumpido cada vez que Luis se llevaba el tenedor cargado a la boca. Comió mucho, mientras nosotros lo mirábamos sin probar bocado. Yo me moría de impaciencia. Quería saber de los aviones, de los barcos, de los cañones, quería saber qué había hecho.

—¿Vas a la escuela, vos? —me preguntó de pronto con la boca llena.
—Sí —contesté sacando pecho—, a sexto.
—Tengo una hermana que está en quinto —dijo con sencillez.

Era mi oportunidad. Sin mirar a mi mamá, que me iba a hacer algún gesto para que me callara, le disparé un montón de preguntas:

—Yo les escribí cartas. ¿Recibieron cartas? ¿Cómo son los aviones? ¿Viste a los ingleses? ¿Tenías un cañón?
Luis pareció no escucharme:
—Yo nunca había visto el mar. Lo vi desde el avión, cuando nos llevaron a la isla… Bueno, tampoco nunca había viajado en avión. Y después lo veía desde el cerro, todos los días. Pero en el viaje de vuelta, en el barco inglés…
—En el Canberra —interrumpí.
—Sí, ahí —continuó—. Dormí en una cucheta, con tres amigos. Y nos dieron un desayuno de esos que comen ellos, con jamón y huevos revueltos. Y después, en mitad del viaje, nos dejaron salir a la cubierta del barco a tomar aire, porque había mucho olor a encierro en la panza del barco.

Hizo una pausa y, con el tenedor en una mano y el cuchillo en la otra, abrió los brazos para darnos la idea de una gran llanura. Su plato estaba vacío.

—Es hermoso el mar. Estaba planchadito cuando nos dejaron salir; antes se había sacudido bastante, dicen, pero yo ni cuenta que me di porque dormí como un tronco. Y nunca vi tanta agua junta, y me sentí en paz.
—¿Y qué más? ¿Qué hiciste en la guerra?

Me miró con esos ojos que me habían asustado, y que se pusieron tristes, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una tira de cartón rojo:

—Cuando subimos al barco, nos dieron esto. Te lo regalo.
Mientras me la entregaba miró fijo a mis papás.
—¡Les agradezco tanto!

Mi mamá lloraba como cuando escuchaba la radio. Mi papá estaba serio y tenía los ojos brillantes. Miré lo que me había dado. El cartón decía:



Me quedé con la tira roja en la mano sin saber qué hacer. Yo era chico y me gustaba jugar a los soldaditos. Y ahora que tenía uno en casa, lo único que me había contado era sobre el desayuno que le habían dado en el barco de vuelta y cuánto le gustaba el mar. Después, alguien me explicó que esa tira era un ticket de equipaje que en el transatlántico les ponían a las valijas, y que le dieron a cada prisionero argentino para ubicarlo en alguna de las cubiertas, en camarotes. Cada soldado tenía un camarote asignado con un número escrito a mano en grandes caracteres. A Luis le tocó el "351". Al final del ticket había un espacio para llenar con este mismo número. Otros dicen que los ingleses se los dieron para burlarse de ellos, porque eran como paquetes que traían de vuelta.

Pero para ese entonces Luis ya se había ido. Porque después de que me dio esa cartulina yo lo miré algo enojado, y ni las gracias le di. Me sentía frustrado. ¿Un cartoncito? ¿Para qué me servía? Yo quería saber de la guerra. De los aviones, de los tanques, de lo que había hecho. Ya atardecía. Papá miró por la ventana y dijo:
—Me parece que deberías ir yendo…
—Sí, señor, sí. Eso es.

Se paró delante de mi mamá:
—Gracias, señora. Gracias de verdad. No sabe lo que vale para mí lo que me dieron hoy.
Mi mamá le pegó un abrazo como para partirlo al medio. Luis me miró y dijo:
—Guardá bien ese recuerdo, ¿eh? Mirá que es de la guerra.
—No es de la guerra… —le dije.
Me miró largamente:
—Vas a ver que sí.

Y me dio la mano. Me sorprendió su apretón firme, él que parecía tan chiquito. Pero sobre todo, su aspereza. Tardó en soltarme. Pude ver el negro de tierra y hollín en las estrías de las manos, debajo de las uñas. Me pareció que iba a pasar mucho tiempo antes de que se le fuera.
—Ya vuelvo —dijo papá.
—Pero vamos con vos…
—Ya vuelvo —insistió con firmeza.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro como cuando lo trajimos a casa, y se lo llevó.

Después, de regreso, nos contó que los soldados habían subido a los camiones, rumbo a Trelew. Yo me acosté con el cartoncito del Canberra arriba de mi mesita de luz. Estoy seguro de que me dormí enojado, pensando en la guerra que no me habían contado y en esa fila de camiones con las lonas bajas, marchando hasta perderse en el horizonte, hacia el aeropuerto, hacia este presente en que escribo porque recién ahora sé por qué esas manos estaban negras y sucias y por qué el chico que comió en casa tenía esa mirada que en aquel momento no entendí.

viernes, 16 de junio de 2017

Dos conscriptos del BIM 5 detienen el avance británico

Malvinas: la épica historia de los conscriptos que detuvieron durante horas el avance británico
Por Alicia Panero | Infobae



La rendición llegó el 14 de junio a las nueve de la noche. Los soldados combatieron hasta el minuto final entre bombardeos constantes de la flota británica

El monte Tumbledown fue el último punto estratégico defendido por los argentinos antes de la derrota en la Guerra de Malvinas. El combate que lleva su nombre, entre la noche del 13 de junio y las primeras horas del día siguiente, en 1982, depara historias inesperadas. Una de ellas, la de un grupo de soldados de servicios de la cuarta sección de la compañía Nácar, que sin ningún tipo de experiencia militar, detuvieron durante tres horas el avance británico.

Un grupo de soldados de servicios del Batallón de Infantería de Marina Número 5 de Río Grande cambió sus elementos de limpieza por fusiles y sus escobas y carritos por granadas, y resistieron los embates del Segundo Batallón de la Guardia Escocesa, solos, al oeste del monte, en la primera línea de fuego. Recién cuando llegó la luz del día dimensionaron la crudeza del combate. Los muertos y heridos daban cuenta de ello. Muchos británicos han definido a esa batalla en la que se peleó casi cuerpo a cuerpo como el mismísimo infierno, el peor de los lugares, la más oscura pesadilla.

De todo lo que se ha escrito en el Reino Unido y Argentina, casi nada rescata el valor de los soldados de servicios, que no eran otra cosa que civiles cumpliendo una carga pública, el servicio militar obligatorio. Sólo son mencionados en algunos libros que hablan de otros héroes.


Habían recibido sólo 45 días de instrucción militar. Barrían el BIM 5, lo mantenían limpio, juntaban los "puchos" del piso, y lo hacían bien, tanto, que el jefe de servicios, el suboficial Julio Saturnino Castillo, tras encomendarles que lo pinten, les dio una semana de franco. Volvieron a sus casas. Fue la última vez que algunos de ellos vieron a sus familias.

BIM 5, el batallón de Infantería que se llenó de gloria

El suboficial Castillo era un infante de marina destinado a servicios del BIM 5 por una diferencia con un oficial. Sus hombres rescatan su figura como la de un hombre que supo sacar lo mejor de ellos.

Cuando se desató la guerra, Castillo reunió a sus hombres. "¿Quién quiere ir a Malvinas?", les preguntó. Todos dieron un paso al frente. José Luis Galarza, Héctor Cerles, Ricardo Fernández, Jorge del Valle Palavecino, Juan Carlos González, Pablo Rodríguez, Ricardo Sánchez, Félix Aguirre, Carlos Villa, Carlos Ibalos, Juan Carlos Gonzáles y Daniel Zacarías llegaron a Tumbledown al mando del suboficial Julio Castillo y el cabo Amílcar Tejada. Ninguno de ellos tenía chapas o medallas identificatorias, por lo que les pidieron que llevaran sus cédulas militares y las tuvieran siempre encima.

Se ubicaron en el oeste del monte, en un espacio de 200 metros de largo por 50 de ancho, apoyados por algunos soldados de Ejército, que se ubicaron más atrás, en otras posiciones. Pero en su lugar, en ese extremo oeste de Tumbledown, estaban solos. Por allí los atacaron la noche del 13 de junio. Quedaron entre el fuego enemigo y el de la retaguardia.

Daniel Zacarías tenía 19 años cuando fue a la guerra. "Todos teníamos el mismo sueño: queríamos volver a nuestras casas y tomar un mate cocido con tortas fritas. Nos pensábamos con nuestros hermanos y deseábamos volver por un futuro. Pero también pensábamos en lo que habíamos dejado en la casita del grupo móvil, que era el lugar donde estábamos los de servicios en el BIM 5: el queso, el fiambre, los cigarrillos. Al volver a nuestras casas, todo fue distinto a como lo soñamos. Los sueños se fueron y salió a la luz ese animal que llevamos adentro y que estaba herido", rememora a la distancia. Cada soldado es una guerra, una historia, una vivencia, un regreso más o menos amargo. El de Zacarías tiene sus peculiaridades.

El 20 de mayo, Zacarías no estaba de guardia en Tumbledown, por lo que decidió dormir. Jura y perjura que lo despertaron tres veces, pero que al abrir los ojos, no encontraba a nadie. Cuando se despabiló por completo, recuerda que empezó a sentir olor a rosas y otras flores con un perfume intenso. Llamó a su compañero Carlos Villa y le preguntó si no olía lo mismo. Le contestó que no. Se angustió. Ese sentimiento lo acompañó hasta el final de la guerra. También empezó a sentir que alguien lo acompañaba. Tiempo después le daría un cierre a esa historia. Pero todavía faltaba el combate. En dos oportunidades los estallidos fueron cercanos a su posición. "Siempre digo que hubo milagros en Tumbledown. El grupo de Castillo, los que quedamos entre dos fuegos, pudimos morir todos y a la mayoría no nos pasó nada", evalúa a la distancia.

Zacarías fue finalmente herido en la cabeza por el roce de una bala. Salía mucha sangre. Eso no impidió que ayudara a un soldado del Ejército cuyo nombre no recuerda y que también estaba herido. Lo dejó a resguardo junto a su compañero Pablo Rodríguez, que había sido herido al principio de la batalla. Los abrigó y los tapó con una carpa.




Todavía no entiende cómo hizo para arrastrarse por las rocas con la herida en la cabeza y volver a su posición. Lo que vino después fue lo peor del combate, el avance británico. Cree que por cada seis, siete tiros que disparaba, le devolvían cincuenta. "Tiraban con todo", sintetiza.

En algún momento dejó de escuchar a Castillo, que murió en el combate. Y finalmente se rindió junto a su compañero Carlos Villa, con quien fueron tomados prisioneros. La guerra había terminado con una derrota. Zacarías volvió a Puerto Madryn en el Camberra, el 19 de junio de 1982. Ese día empezó otra guerra.

Desde Puerto Madryn llamó a su hermana al lugar donde trabajaba en Resistencia, Chaco, pero ella no lo quiso atender, porque su familia había recibido un informe que lo daba por muerto. Llamó a su padre a la ferretería donde él trabajaba desde que tenía 14 años, porque sabía que su madre siempre iba a atenderlo allí. Pero el que levantó el teléfono fue su papá. Le dijo, sin pelos en la lengua, que él no era su hijo, que su hijo había muerto. Llorando, Zacarías le preguntó por su madre. No le dijeron la verdad.

"En Puerto Madryn lloré, lloré y lloré en un hueco para que nadie me viera. No sabía a cuál de mis diez hermanos podía llamar. Cuando volví al BIM en Río Grande me enteré, porque pregunté, que mi madre había muerto", recuerda. Había sido el 20 de mayo, el mismo día que sintió que alguien lo despertaba, que recuerda un fuerte olor a flores.

Los tres días siguientes desapareció del batallón. "¿Qué hice? Lloré, como estoy llorando ahora", cuenta entre lágrimas.

Volvió a su Chaco natal. Tuvo varios trabajos. Sus hermanos le recuerdan que por aquellos días salía a correr en las noches alrededor de la casa y que gritaba. Ellos lo miraban en silencio. Él no se acuerda.

 La historia de Daniel Zacarías es la de un sobreviviente que nunca pudo atender su estrés postraumático, porque debió ocuparse de su padre y de sus hermanos, que a la vez fueron su apoyo. Durante 20 años no habló de la guerra, hasta que alguien le dijo que en Tumbledown, en ese lado oeste del monte, los británicos creían haberse enfrentado a un grupo comando.

"Ese día sentí un golpe como el de esa noche en la que murió mi madre. Nosotros no éramos comandos y fuimos parte de la primera línea. Ese día Malvinas volvió a mi cabeza y empecé a recordar todo", comenta.



El balance personal es negativo. "La guerra no me dejó nada. Perdí camaradas, a mi madre, y tuve que hacer de tripas, corazón; y decidir con qué problema me quedaba, si con la guerra o el drama de mi familia. Decidí ocuparme de mi familia", reflexiona.

De los "Valientes de Servicios" murieron  en el combate, además de Castillo, los soldados José Luis Galarza, Félix Aguirre y Héctor Cerles. Juan Carlos González falleció un día antes en una patrulla a la que llamaron "Chocolate", porque habían salido a buscar comida.

De los sobrevivientes, sólo algunos fueron condecorados. Todos son un ejemplo de coraje. Jóvenes de 19 y 20 años, sin instrucción militar, llenos de sueños rotos. A Daniel Zacarías, en tanto, no le resulta fácil contar su historia. Remover las cenizas de la guerra y la muerte es lo más doloroso en la posguerra. Pero eso hace de él un ejemplo de superación.

miércoles, 14 de junio de 2017

¡¡¡Hundan el Invincible!!!

Misión: "¡Ataquen al Invencible!"
El piloto argentino Gerardo Isaac relata el histórico ataque al buque insignia de la armada británica. Fue un coloso del mar, y lo abatieron con el último Exocet que quedaba, fuego de metralla y bombas lanzadas en vuelos rasantes
Por Alfredo Serra
Especial para Infobae




Producción y Entrevista: Fernando Morales

En la mañana del 2 de abril de 1982, Gerardo Isaac, un alférez de 23 años, estaba de guardia en la Cuarta Brigada Aérea de Mendoza.
Recuerda que "vi gente que entraba con banderas argentinas, pregunté qué pasaba, y me dijeron, eufóricos: '¡¡¡Recuperamos las Malvinas!!!'".

"Después de la emoción inicial, caí en la cuenta de que yo era un piloto en condiciones de combatir, y me enfrenté a la toma de conciencia… ¿cuál sería mi destino?"

"Me trasladaron con mi escuadrilla el 9 de abril, y el 1º de mayo ¡salimos todos a volar! Estábamos muy bien entrenados, pero aún así tuvimos que mejorar sobre la marcha… Por ejemplo, en comunicaciones".

Hasta entonces, la historia de la fuerza aérea había sido casi apacible. Sus alas y sus pilotos existían desde el 4 de enero de 1945. Pero cero hipótesis de conflicto. Y de pronto, guerra en la tierra y en el cielo.
Victorias y caídas. Héroes. Pero también muertes…

El bautismo del 1º de mayo fue inolvidable: ¡más de veinte misiones!


1° de mayo de 1982. Los ingleses buscaban el desembarco. Habían enviado buques anfibios a las costas. Los aviones argentinos cumplieron 57 misiones de cobertura y ataque a blancos navales británicos. Lanzaron 20 toneladas de bombas. Fue el bautismo de fuego.

El 29 de mayo, Isaac tenía franco: había volado el 28. "Pero cuando estaba por dormir una corta siesta matutina, mi jefe fue tajante: 'Isaac, ¡cámbiese! Vamos a volar'. Empezaba a decidirse mi destino".

Un poco antes de esa orden, la unidad recibió una noticia–estrella: era posible atacar al portaviones "Invencible". Y por primera vez se pidieron voluntarios.

La fuerza de ataque: dos Super Étendart comandados por el capitán de corbeta Alejandro Francisco –su avión llevaba el último misil Exocet AM–39 que tenían las fuerzas argentinas– y el teniente de navío Luis Collavino (apoyo de radar), y cuatro Skyhawk, grupo 4 de caza, comandados por los primeros tenientes José Daniel Vázquez y Ernesto Ureta, el teniente Omar Jesús Castillo, el alférez Gerardo Guillermo Isaac.

"Ureta y Vázquez se presentaron como voluntarios. Se les concedió el derecho de elegir a los pilotos. Vázquez eligió a Castillo, y Ureta, a mí. Un problema: teníamos sólo cinco Exocet para toda la guerra. Dos fueron lanzados sobre la fragata Sheffield, dos sobre el mercante Atlantic Conveyor… y el Invencible no podía ser hundido ni quedar fuera de servicio con menos poder de fuego".


Gerardo Isaac, tenía 23 años y era alférez de la Cuarta Brigada Aérea de Mendoza

"Con los dos Súper Étendard navales y los cuatro Skyhawk de la Fuerza Aérea teníamos que ir a la caza de un blanco a 80 millas náuticas (150 kilómetros) al oeste de Malvinas. Francisco llevaría el último misil, Collavino sería el confirmador de blanco, y nosotros lo atacaríamos con metralla de 20 milímetros y bombas convencionales de 250 kilos. Cada uno de los Skyhawk llevaba tres…"

"Nuestro ataque: hicimos un enorme rodeo en forma de arco. Algo que el enemigo no podía imaginar… La operación empezó pasado el mediodía del 30 de mayo. Silencio en los pilotos y vuelo rasante: tan alto como para no tocar el agua, y tan bajo para no ser presa del radar enemigo…"

Pero el enemigo, el Invencible, no era un hueso fácil de roer. Botado el 3 de mayo de 1977 y buque insignia de la flota británica en Malvinas (eslora –largo– 210 metros, y manga –ancho– 36 metros), amadrinado por la reina Isabel II, llevaba en sus entrañas una poderosa fuerza aérea: aviones Sea Harrier y helicópteros Lynx, Merlin y Sea King. Dado de baja en 2005, fue vendido como chatarra en febrero de 2011.


El emocionado regreso después del ataque al Invencible. En la heroica misión murieron dos de los seis pilotos que atacaron al buque insignia de la Armada británica: Vázquez y Castillo

"Después de que los aviadores navales hicieron impactar ese último misil en el imponente casco del portaviones más grande de la flota británica, teníamos que terminar la faena… A 12 kilómetros del blanco pusimos las turbinas a máxima potencia: poca distancia para aviones que vuelan a 900 kilómetros por hora, pero grande para matar a dos de los cuatro pilotos: Vázquez y Castillo".

"Pero Ureta y yo le tiramos todo lo que teníamos. Yo, tres bombas y 200 proyectiles… Al dejar atrás el blanco me encontré solo, volando sobre la inmensidad del océano, y con el dolor de saber que al menos dos camaradas no estaban… Nada sabía del tercero, Ureta, hasta que un punto en el horizonte que creí un avión enemigo…, pero era él."

Inglaterra negó con énfasis que el Invencible hubiera sufrido daños. Pero, sugestivamente, después del 30 de mayo, los vuelos ingleses se redujeron a menos de la mitad…


La verdad: el misil, las bombas y la metralla inutilizaron el ascensor del Invencible: el mecanismo que eleva los aviones hasta la pista de la nave.

El portaviones abandonó la zona de Malvinas el 18 de junio, acompañado por la fragata Andromeda. Destino: un astillero donde los daños fueron reparados. Dejó de operar durante dos semanas. Y en ese lapso cambió dos de sus motores Olympus. Señal de daños mayores…

En los 74 días de guerra, la fuerza aérea perdió 55 hombres y 70 aviones.

Después del ataque, Ureta e Isaac se reabastecieron en vuelo y aterrizaron en la base aérea militar Río Grande. La operación contra el Invencible duró cuatro horas.

Todavía hoy, aquel alférez que no pudo dormir la siesta –hoy el comodoro retirado Gerardo Isaac (68)– no puede olvidar el instante en que sus tres bombas y su metralla cayeron sobre ese coloso del mar, y el humo que anunció "Misión cumplida".


El Skyhawk A4C de Isaac y el recuerdo de su hazaña durante la guerra de Malvinas

Hundirlo hubiera sido imposible.
No tenían poder de fuego suficiente.
Fueron David contra Goliat.
No lo mataron, pero le dejaron su marca, y un agujero fatal en las entrañas.

La urgencia de Inglaterra por desmentir los daños fue la mayor verificación de que el gigante estaba herido y en retirada. Pero no pudo ocultar la verdad. El día en que regresó toda la flota inglesa entre ovaciones y agitar de banderas… el Invencible no estaba. Todavía no habían terminado de curarle las heridas.

Y ese ataque del 30 de mayo entró en la historia grande de la Patria