lunes, 27 de octubre de 2025

GC-83 Río Iguazú: El guardacostas que no se rindió

GC-83 Río Iguazú: El guardacostas que no se rindió






El viento helado del Atlántico Sur cortaba como cuchillas la piel de aquellos valientes marinos que, a bordo del guardacostas Río Iguazú, surcaban las aguas turbulentas de Malvinas. No eran un buque de guerra. No tenían blindaje. No contaban con la potencia de fuego de un destructor ni la velocidad de una fragata. Eran hombres de la Prefectura Naval Argentina, servidores del mar, embarcados en una misión que, sin saberlo, los convertiría en leyenda.

Desde su llegada a Puerto Argentino, el 13 de abril de 1982, el GC-83 Río Iguazú había sorteado la amenaza invisible de los submarinos nucleares británicos. Un barco pequeño, ágil, diseñado para el patrullaje costero, pero que en aquellas aguas inhóspitas se erguía desafiante, dispuesto a cumplir su deber. El 22 de mayo, con la guerra ya desatada y la sangre de los primeros combates aún fresca sobre la turba malvinense, recibió una misión crucial: trasladar dos obuses Otto Melara de 105 mm desde Puerto Argentino hasta Darwin. Aquellas piezas de artillería serían fundamentales para la defensa de los hombres que, días después, se batirían con honor en Goose Green.

Bajo el mando del subprefecto Eduardo Adolfo Olmedo, el guardacostas zarpó en la madrugada de aquel día fatídico. Quince hombres a bordo, quince almas entregadas a la patria, sabían que navegaban en territorio enemigo. La guerra no les daba tregua, y menos aún lo harían sus adversarios. A las 08:20, la radio del Río Iguazú escupió el mensaje que erizó la piel de todos a bordo: ¡Alerta roja!

El ataque fue fulminante. Dos aviones Sea Harrier británicos descendieron desde el cielo gris, surcando el aire con un estruendo feroz. Desde la cubierta, los prefectos apenas tuvieron tiempo de reaccionar cuando una lluvia de fuego cayó sobre el buque. El impacto de los cañones de 30 mm perforó el casco, destrozó equipos de navegación y sembró el caos en la cubierta. En la sala de máquinas, el cabo segundo José Raúl Ibáñez luchaba contra la inundación que amenazaba con sentenciar al barco a una muerte prematura. Pero la gravedad de los daños era inapelable: el agua subía sin remedio.

En cubierta, la resistencia desesperada tenía nombre y apellido. Julio Omar Benítez, el más joven de la tripulación, operaba una de las dos ametralladoras calibre 12,7 mm, única defensa contra el enemigo que descendía sobre ellos como un halcón sobre su presa. Pero el destino fue cruel: una ráfaga enemiga lo abatió en su puesto, su cuerpo quedó inerte junto al arma que había empuñado con valentía. A su lado, el ayudante Juan José Baccaro y el cabo segundo Bengochea yacían heridos, la sangre empapando la madera de la cubierta.

El Río Iguazú agonizaba, pero aún respiraba. Olmedo, con un temple de acero, ordenó poner proa hacia un islote cercano. Zigzagueaban entre la muerte y la esperanza, evitando a toda costa el golpe final. Fue entonces cuando Ibáñez, con el corazón en llamas y la rabia ardiendo en su pecho, tomó una decisión que cambiaría el curso de aquella jornada. Abandonó su puesto, subió a cubierta y se lanzó hacia la ametralladora que había quedado vacante. Con un rápido movimiento, retiró el cuerpo sin vida de su camarada, tomó el arma y fijó la vista en el cielo.

El Harrier se cernía sobre ellos, dispuesto a dar el golpe final. Ibáñez contuvo la respiración. Apretó el gatillo. La metralla salió disparada en una línea de fuego y plomo que abrazó al caza enemigo. Por un instante eterno, el avión pareció flotar en el aire, envuelto en humo negro. Luego, la gravedad lo reclamó y la bestia de acero se precipitó al mar, tragada por las aguas heladas. Su compañero, aterrorizado, dio media vuelta y desapareció en el horizonte.

La batalla había terminado. El pequeño guardacostas había derribado a un gigante.

Gravemente averiado, el Río Iguazú fue encallado en la costa, donde quedó como testigo silencioso del coraje de sus hombres. La tripulación sobreviviente fue rescatada y trasladada a Puerto Darwin, donde, el 24 de mayo, con honores y respeto, Julio Omar Benítez fue sepultado. Su sacrificio no fue en vano. Los obuses que el Río Iguazú transportaba fueron recuperados y llevados por aire a Darwin, donde serían utilizados en la encarnizada batalla que estaba por venir.

Así terminó su viaje el guardacostas que se atrevió a desafiar lo imposible. No era un buque de guerra. No era una fragata acorazada. Pero era argentino. Y eso fue suficiente para escribir su nombre en la historia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario