Los caídos del Escuadrón Alacrán en Malvinas: sus emotivas historias y el viaje que hicieron sus familiares 41 años después
Un contingente de familiares de caídos de Gendarmería estuvo una semana en las islas. Visitaron el cementerio y vieron el lugar donde un misil derribó el helicóptero que los transportaba. Un viaje que ellos describieron como sanador en el que, por fin, luego del proceso de identificación, pudieron dejar un rosario en la tumba de su ser querido
“Todavía estamos emocionados”, dijeron apenas bajaron la escalerilla del Boeing 737-800 “Islas Malvinas”, que los trajo desde Río Gallegos, adonde habían arribado de un vuelo comercial desde el archipiélago. Anoche a las 20:10 finalizó para una docena de familiares de caídos del Escuadrón Alacrán de Gendarmería un impactante viaje que había comenzado el fin de semana anterior.
Para ellos, fue el fin de 41 años de imaginar cómo habían muerto sus familiares. Estuvieron en el cementerio argentino en Darwin y vieron, aunque sea de lejos, el lugar donde habían caído en combate, al pie del Monte Kent.
En 1982, nadie se echó atrás cuando les pidieron que dieran un paso al frente los que quisieran ir a Malvinas. Fueron 65 los designados, de los cuales solo 40 alcanzarían a cruzar. Alguien dijo que eran “letales como los alacranes”, y desde entonces el escuadrón pasó a llamarse así.
Los caídos de Gendarmería son el primer alférez Ricardo Julio Sánchez; subalférez Guillermo Nasif; sargento ayudante Ramón Gumersindo Acosta; los cabos primero Marciano Verón y Víctor Guerrero; cabo Carlos Misael Pereyra y el gendarme Juan Carlos Treppo.
Ricardo Julio Sánchez fue uno de los que decidió hacer testamento. Muy querido por sus compañeros deseaba que, si algo le pasaba, su esposa y su hija recibiesen el sable de Güemes como el que usan los oficiales de Gendarmería. Tenía 26 años y había sido uno de los organizadores del escuadrón.
El subalferez Guillermo Nasif, 23 años, de abuelo inmigrante sirio, era egresado de la Escuela de Gendarmería con un promedio excelente, había recibido una decena de premios, entre ellos el de mejor compañero de su promoción. Había hecho el curso comando, incluido el de paracaidismo, esquí, buzo y motociclista, y a la familia no le dijo nada de Malvinas para no preocuparlos.
El cabo primero Marciano Verón era un correntino de Saladas, el pueblo del granadero Juan Bautista Cabral. Familia muy numerosa, criados en el campo. Se enganchó en Gendarmería cuando cumplió con el servicio militar. También se ofreció a pelear en las islas.
Víctor Samuel Guerrero era cabo primero y el primer gendarme en la familia. Había nacido en Pirané, Formosa, y le gustaba jugar de arquero en los partidos de fútbol. Dos compañeros se habían ofrecido a ir en su lugar a Malvinas porque tenía una hija chiquita, Noelia Carolina, y su esposa estaba embarazada, pero se negó.
Elsa Beatriz y Carlos Misael Pereyra se casaron muy jóvenes. Entrerrianos, ella de Concepción del Uruguay y él de Gobernador Maciá. Era el que no podía retar a los hijos, el que debajo del birrete les llevaba chupetines bolita. Era alegre, optimista y cuando se enteró de que iría a Malvinas, bromeaba con las criaturas, diciéndoles que les traería caramelos de pingüino. A su esposa le confesó que no regresaría.
Los Treppo eran diez hermanos y Juan Carlos era el mayor. Eran todos muy familieros y existía ese respeto especial por el hermano mayor. Eran de La Leonesa, Chaco, y Juan Carlos era como un segundo padre. A los 9 ya manejaba el tractor y a los 13 el camión. Llegó hasta tercer año en la Técnica, fue camionero, tuvo un paso por Prefectura antes de ser gendarme. Hizo el curso de comando. Su familia no sabía que se había ofrecido como voluntario, tampoco dijo nada para no preocuparlos.
La guerra
El plan original era el de permanecer en las islas luego del repliegue de las fuerzas que habían recuperado el archipiélago. Desempeñarían tareas de seguridad y policial. Pero a esa altura las órdenes ya habían cambiado.
En Malvinas operaron con el nombre de Compañía de Tropas Especiales 601. Recibieron la misión de llegar en helicóptero a un punto en Monte Kent, donde comandos de Ejército tomarían tres posiciones en el centro y los gendarmes las dos de los flancos para atacar a los británicos por retaguardia. Llevaban explosivos, lanza cohetes, proyectiles y minas.
Era las ocho de la mañana del domingo 30 de mayo. En el helicóptero en la base de Moody Brook ya estaban los quince comandos, al mando del Segundo Comandante Jorge San Emeterio. Pero serían 16. El primer alférez Ricardo Julio Sánchez, 26 años, oficial de operaciones, estaba en tierra agachado atándose los cordones de los borceguíes. Tenía tiempo porque iría en el segundo viaje, ya que ese helicóptero debía volver para llevar en tandas sucesivas a otras patrullas. Pero subió en ese porque era el que mejor manejaba la cartografía.
A la media hora de vuelo a baja altura, el piloto teniente primero Pedro Ángel Obregón sorprendió con una maniobra evasiva. Un Sea Harrier les había disparado un misil. Su pericia permitió que el proyectil no impactase de lleno en la máquina sino que se estrellase en el rotor de cola.
El helicóptero comenzó a sacudirse. La maniobra del piloto ayudó a retardar la caída. Antes de impactar sobre el terreno, el sargento ayudante Ramón Gumersindo Acosta se tiró por una de las ventanas. La máquina comenzó a incendiarse y el peligro inmediato era que las llamas afectasen a la gran cantidad de explosivos que transportaban.
Las llamas provocaron un denso humo negro. El sargento primero Miguel Víctor Pepe recuerda que fue hacia la cabina y golpeó los vidrios. Vio un rayo de sol que se colaba por el techo. Pudo distinguir a Acosta que desesperadamente le hacía señas. Lo ayudó a salir y se abrazaron.
En el Puma que se incendiaba había más gente atrapada. Tantearon en la humareda y vieron una mano que sobresalía. Así lograron sacar de los pelos al sub alférez Aranda. Pepe alcanzó a ver al sargento primero Justo Rufino Guerrero. “¡Hermano, sácame de acá!”, rogó. Con la ayuda de Aranda, Acosta y San Emeterio -parado sobre el techo de la máquina- lo salvaron. Impresionaban sus piernas destrozadas.
A Guerrero lograron llevarlo lejos de la máquina. Querían seguir buscando posibles sobrevivientes. Pero los explosivos, alcanzados por el fuego, estallaron.
Nasif había muerto junto a Sánchez, aprisionados por la carga del helicóptero. Tampoco pudieron salir ni Pereyra, Verón, Guerrero y Treppo. El 10 de junio, también en cercanías del Monte Kent un proyectil de mortero mataría al gendarme Acosta.
La vida después
Cynthia Sánchez viajó dos veces a las islas, primero con la Cruz Roja y la segunda con el contingente con hijos y hermanos. Le confesó a Infobae que aún le cuesta hablar de su papá.
Los Nasif se enteraron de la muerte de Guillermo al día siguiente. Se había formado en el Liceo Militar General Paz y hasta había estudiado un año de ingeniería civil, mientras esperaba ingresar a Gendarmería, donde fue escolta de bandera.
Los Verón cuentan que a Marciano no le tocaba ir a la guerra pero que pidió ir. Ellos se enteraron de que estaba en las islas cuando le notificaron de su muerte. Gente de campo, toda la vida vivieron del fruto de su chacra, muestran orgullosos el libro que cuenta su historia. Se llama Entre lagunas y mares.
Guerrero nunca conoció a su hijo Víctor Gastón, actualmente suboficial de Gendarmería. Su hija Noelia Carolina es sargento en la misma fuerza y estuvo por no entrar porque pensó que no iba a soportar el curso. “Ahora no podría hacer otra cosa”, confiesa. Su marido también es suboficial y tienen dos hijos. En el 2000 visitó Malvinas. El papá de Víctor se ganaba la vida vendiendo chipá con un carrito y había perdido un ojo por un ataque de presión cuando se enteró de la muerte de su hijo.
Antes de irse a Malvinas, Carlos Misael Pereyra dejó grabado un cassete, que lo pasaron a un cd, en el que cantaba e imitaba sonidos y en la familia lo conservan como una reliquia. Su esposa cumplió lo que le hizo prometer, que si no regresaba que se volviese a Concepción del Uruguay. Sus hijos siguieron sus pasos: Elsa Verónica es suboficial de Gendarmería, Carlos oficial y fue Casco Azul y Marcos oficial de la Policía Federal.
Los Treppo vivían a cuatro cuadras de la sede del Escuadrón. A la mamá, Teresa de Jesús le habían dicho que a Juan Carlos había tenido un accidente con un helicóptero en Mendoza, pero ella enseguida presintió la verdad. Nelson, uno de sus hijos, recuerda que desde entonces sus padres tuvieron una mirada triste. Todas las tardes su mamá se sentaba en la puerta de la casa, como mirando a lo lejos.
Las identificaciones
En 2012 comenzó el Plan Proyecto Humanitario, pedido por el gobierno argentino y liderado por el comité internacional de la Cruz Roja. En el transcurso del mismo, los funcionarios se encontraron con dos tumbas colectivas que le generaban dudas de cuántos cuerpos contendrían.
Una de ellas era la C 1 10, que estaba identificada con el nombre de Sánchez “y tres soldados argentinos más”. En esa primera etapa de identificación, se pudo descartar que esos restos sean los de Sevilla, Luna y Aguirre, como entonces se suponía, ya que fueron localizados en otras tumbas.
Fue en la segunda etapa, desarrollada en 2021 cuando la Cruz Roja, con la colaboración del Equipo Argentino de Antropología Forense, se identificaron los restos de cuatro gendarmes, enterrados en la tumba C 1.10: Nasif, Verón, Pereyra y Treppo. Además, se confirmó la identidad de Sánchez y logró reasociar los restos de Guerrero.
La decisión de Cynthia Sánchez, hija del primer alférez Sánchez, fue fundamental: ella autorizó que se abriera la tumba en la que figuraba el nombre de su papá y se pudiera desarrollar el proceso que culminó con la identificación.
Los familiares coincidieron en describir la visita a las islas como “triste y emotiva”, y que “eran nudos que se empiezan a desatar”.
“Cuando visitamos el cementerio -contó Elsa Beatriz Cremona, viuda de Pereyra-, todos lloramos, pero con la convicción de que teníamos que seguir adelante por nosotros, por nuestros hijos y por nuestros descendientes”.
“Me aflojé en el cementerio”, admitió Jesús Berón; su hermano, Marciano, era el mayor, y por mucho tiempo le costó admitir que había muerto, ya que no había visto el cuerpo.
Hicieron tres visitas a Darwin. En una de ellas se acercó un cura católico que rezó un responso en español.
Con algunos de los familiares no se conocían y en esa semana crearon lazos indestructibles. “Somos hermanos de la esperanza, no del dolor”, aclaró.
Juan Martín Mena, viceministro de Justicia, le contó a Infobae que una vez que esos restos fueron inhumados como correspondía, se les ofreció a los familiares la posibilidad de viajar a las islas para visitar las tumbas. Todos accedieron. El Ministerio de Justicia coordinó el viaje.
El funcionario aclaró que hubo que esperar a que pasara la pandemia y que la isla volviese a abrir. Se dispuso entonces que cada familia de los caídos nombrase a dos representantes, que serían los que viajarían.
El viaje tuvo lugar el fin de semana pasado. En un vuelo del Estado llegaron a Río Gallegos, donde trasbordaron a uno comercial. Fueron acompañados por un psicólogo, un médico y un asistente del ministerio de Relaciones Exteriores.
El gobierno, además del alojamiento, les contrató la movilidad y un guía, lo que posibilitó que pudieran visitar no solo el cementerio, sino además llegar hasta las inmediaciones de donde aún quedan restos del helicóptero en el que murieron los gendarmes, al pie del monte Kent. No pudieron llegar al lugar exacto porque están en propiedad privada y el dueño no permite visitas.
De todas formas, para los familiares, que contemplaron el lugar desde la ruta, fue significativo. Coincidieron ante Infobae en señalar que el terreno que estaban contemplando fue lo último que vieron ellos.
Mena subrayó que hasta el momento hay 121 cuerpos identificados y que aún restan cuatro o cinco casos sin resolver. El misterio está en la tumba colectiva B 4 16 y contiene los restos de la tripulación del Lear Jet, una máquina del Escuadrón Fénix, derribado el 7 de junio de 1982 sobre la Isla Borbón. Allí murieron el vicecomodoro Rodolfo de la Colina, su copiloto el mayor Juan José Falconier, el aerofotógrafo capitán Marcelo Pedro Lotufo, el operador de comunicaciones suboficial ayudante Francisco Tomás Luna y el mecánico suboficial auxiliar Diego Antonio Marizza.
El dilema está en que en la isla Borbón también hay una tumba. Esta tercera etapa del proyecto humanitario está en plena negociación con las autoridades británicas.
En el salón de la aeroestación militar aeroparque, donde se los recibió, los familiares están satisfechos. Alegres por los lazos construidos, tristes por las pérdidas que no se olvidan, dicen que el hecho de haber visto y de haber conocido de primera mano fue lo ayudó a darle una dosis de alivio y tranquilidad a un proceso de sanación cuyas heridas nunca terminan de cicatrizar y que sangran, pero para adentro.
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