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domingo, 17 de marzo de 2019

Arreseigor encuentra el casco de Shaw y lo devuelve a su familia


El soldado argentino que guardó un casco inglés y lo devolvió a la familia de su dueño 37 años más tarde

Jorge Fernández Díaz

Jorge Fernández Díaz dio inicio a Pensándolo Bien leyendo un artículo de Gabriela Cociffi que narra la emocionante historia de Diego Arreseigor, un veterano de Malvinas que guardó un casco de un soldado inglés que murió en batalla y, 37 años después, se lo devolvió a la familia del caído.

La sangre del soldado británico es una mancha oscura y perenne en el casco de guerra. Un nombre, en grandes letras de imprenta, está escrito con tinta azul en su interior. A.Shaw, dice. El coronel Diego Carlos Arreseigor lo tiene entre sus manos. Aunque lo intenta, no puede contener las lágrimas que invaden sus ojos.

Entonces levanta ese objeto de guerra como si fuese un frágil tesoro y se lo muestra a la mujer que frente a una computadora, del otro lado del océano en el Reino Unido, lo mira asombrada y comienza a llorar.

Ella es Susan Fleming, la hermana del ingeniero mecánico Alexander Shaw del Regimiento de Paracaidistas 3, muerto unas horas antes del fin de la guerra, el 13 de junio de 1982, en Monte Longdon. Su sangre es la que tiñe ese casco.

“Este es el casco de tu hermano, voy a viajar a Inglaterra para entregártelo. Siento un deber moral de devolverlo a tu familia. Y para mí será un honor”, se emociona quien era un joven teniente de la Compañía 10 de Ingenieros frente a la hermana de su antiguo enemigo.

Es la primera vez que están frente a frente. Pero algo los une a pesar de la distancia y del idioma: ambos están sanando las heridas que les dejó la guerra.

“Recuperar ese casco significa mucho para mí. Yo tenía 15 años cuando Alex murió. Él era mi único hermano, mi querido hermano mayor. Ese casco es lo último que él usó antes de que lo mataran. Tenerlo conmigo me hará sentir que una parte de él regresó a casa”, se conmueve la mujer desde su hogar en la ciudad de Corby, 116 kilómetros al norte de Londres.

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Pero esta historia comenzó hace muchos años. Casi 37 años antes.

Al finalizar la guerra, el 14 de junio de 1982, los comandantes británicos hicieron una reunión con los oficiales ingenieros argentinos para pedir que entregaran los informes de los campos minados.

Diego Arreseigor, junto a otros 30 oficiales, quedó prisionero durante un mes en las islas. “Nos hicieron trabajar levantando las minas de los campos hasta que hubo tres accidentes: dos ingleses y un argentino perdieron las piernas. A partir de ahí nos dijeron de alambrar los sectores y marcar las zonas de peligro”, explica el militar.

Recuerda con exactitud el día que encontró el casco. Una mañana, mientras recogía las minas en la Isla Soledad, encontró un puesto inglés de asistencia a los heridos donde había diferentes equipos diseminados. Allí, abandonado entre las rocas y la turba, halló el casco manchado de sangre.

“Con mis 23 años lo tomé y lo escondí en mi campera. Estaba tan flaco que nadie lo notó”, rememora.

“Durante 37 años lo guardé como un botín de guerra. Cada tanto lo sacaba y lo mostraba, para que otros vean que dentro del dolor de la derrota no había sido tan fácil para los ingleses: ‘Acá está la muestra, hicimos algo, nos derrotaron pero les costó'”, dice el soldado que pasó el conflicto bélico en Monte Longdon y Wireless Ridge.

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Pero un día Diego Arreseigor abrió ese cajón donde guardaba el casco, leyó como tantas veces el nombre del soldado inglés escrito en las correas interiores, y por primera vez en años sintió la necesidad de saber quién era Shaw.

Lo buscó en internet. La foto de un joven que sonreía apoyado en la baranda de un barco, el pelo revuelto por el viento, lo conmocionó. Esa sangre ahora tenía un rostro.

Al poco tiempo descubrió que Alexander Shaw había muerto el último día de la guerra, víctima de la artillería de mortero argentina. Encontró, además, el relato de un compañero de los PARA 3 que contaba cómo había sido su instante final. “También decía que Shaw tenía 25 años y un hijo que se llamaba Craig, de solo tres años cuando él cayó en la guerra”, dice conmovido.

El casco, entonces, dejó de ser un trofeo de guerra. “Sentí que el destinatario era el hijo y empecé a buscarlo. Lo hice en forma particular, quería llegar persona a persona, pero no pude dar con la familia”, recuerda.

Le pidió a varios amigos que viajaron a Londres que lo ayudaran. No tuvo suerte. Buscó a la familia en las guías telefónicas. El apellido Shaw era muy popular y no logró hallarla.”No quiero morirme teniendo este casco”, se dijo.

Una tarde, frente al coronel Jorge Zanela -jefe del departamento de Veteranos de Guerra del Ejército- contó la historia. “Gracias a su gestión pude encontrar a la hermana de Shaw e inmediatamente me puse en contacto con ella. Entonces lo decidí: voy a viajar a Inglaterra en los primeros días de abril para devolverle el casco de Alexander. También quiero visitar el cementerio donde descansan los restos del soldado inglés y dejar una flor en su tumba”, cuenta con emoción.

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“Me conmovió mucho saber cómo había muerto Shaw, cuando faltaban solo unas horas para el cese el fuego, en el instante final de la guerra. Había ido a reparar un mortero y llegó al infierno de Longdon. Me conmovió también ver la emoción de Susan al enterarse de que existía una pertenencia de su hermano en la guerra… Sentí el deber moral, como militar y persona, de viajar para llevarle el casco”, cuenta frente a Infobae.

“Es muy importante esto que hacés por mí”, le dice Susan atravesando los 12.000 kilómetros de distancia en solo segundos desde esa imagen que arroja el Skype.

“También es importante para mí. Me sirve para cerrar una etapa muy dolorosa de mi vida”, responde Diego.

Y cuenta casi como en una confesión: “En estos últimos años me ha costado mucho dormir. Volver derrotado de una guerra es muy duro. Tuve que guardar todo ese sufrimiento en un cajón bajo muchos candados”.

—¿Ya pudo abrir esos candados?, pregunta Infobae.

—Estoy cerrando una herida grande, sanando esa tristeza de la derrota, borrando esos sentimientos de dolor que generan todas las cosas que vi en la guerra. Hoy ya no me hace mal hablar de lo que viví. Lo siento como un alivio, como una descarga. Puedo ver la guerra desde otro punto. El tiempo cura.

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Pero revela que ese proceso no fue fácil, que le llevó muchos años superar ese sentimiento de derrota. “Ver el descrédito hacia todo lo que era Malvinas, ver que se aprovechaba de una causa nacional para meter ideologías y diferencias, era doloroso. Nos dividieron a los soldados de los militares. Y todos pasamos la misma guerra, nos tiraron las mismas bombas, sufrimos el mismo hambre y el mismo frío… Es una enorme ingratitud: el mayor porcentaje de muertos en Ejército es de oficiales”.

Diego Arreseigor no solo tuvo que levantar minas cuando la guerra terminó. También le tocó recoger los cuerpos de algunos soldados argentinos diseminados en los campos de batalla.

“Un día no nos tocó ir a desminar, y pedimos recoger a nuestros compañeros para enterrarlos. Nos llevaron en un helicóptero. Al final de ese día los enterramos en una misma fosa en Puerto Argentino. Solo uno de ellos estaba identificado. Fueron los primeros soldados argentinos solo conocidos por Dios”, recuerda con dolor.

Sabe que las esquirlas de la guerra también lastimaron a su familia: “Para mis padres y mis tres hermanas que yo fuera al frente de batalla fue algo muy duro, difícil de aceptar”.

Cuando el conflicto bélico había terminado, cuando las informaciones que llegaban al continente eran confusas, alguien se acercó a la casa de sus padres para decirle que Diego no aparecía, que seguro estaba muerto.

“Tengo muy presente a mi padre y pienso lo que debe haber sido para él pensar que yo estaba muerto… Y el tipo se calló, no le dijo nada a mi madre durante días, hasta que un compañero al que yo le había dado mi número de teléfono llegó a Buenos Aires y los llamó. ‘Diego está bien, quedó prisionero de los ingleses para levantar las minas’, les dijo. Y mi papá se sintió feliz: no era grave que tuviera que caminar por los campos minados, su hijo estaba vivo”.

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—Si le digo Malvinas, ¿qué siente?, pregunta Infobae.

—Malvinas es lo más trascendente que me pasó en la vida como militar y persona. Es lo máximo que pude vivir. Pero volver derrotado fue muy duro.

—¿Cuántas veces Malvinas lo hizo llorar?

—El primer año sobre todo… Cuando se iban cumpliendo aniversarios de cada cosa vivida: acá nos ametrallaron, acá murió tal compañero, acá quedó otro herido, acá nos bombardearon…Vas reviviendo todo y es muy difícil. Después, lloré alguna vez más. Pero con el tiempo me endurecí. Y guardé todo bajo esos candados.

Sin embargo el coronel deja escapar ahora una lágrima. “Todo esto me sacude, reviso un montón de cosas que viví allá, que sufrí y te quedan adentro. El único consuelo que traje de Malvinas es que, a pesar de haber estado en la unidad que más bajas tuvo, de mi Sección volvieron todos: los 40 soldados y los 5 oficiales”.

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Del otro lado de la pantalla, Susan saca un pequeño pañuelo blanco y seca sus lágrimas. De este lado, el coronel acaricia el casco que guardó durante más de tres décadas.

“Muchas gracias. Estoy muy emocionada. No puedo agradecerle a Diego lo suficiente por regresarme el casco de mi hermano. Será un tesoro para toda la vida para mí, para mis hijos y para mis nietos”, se despide la hermana del caído inglés.

Diego Arreseigor deja una promesa: “Si Dios quiere voy a viajar muy pronto. Para mí es un honor poder llevarte las pertenencias de tu hermano”.

Cuando la cámara se apaga, cuando ya Susan no puede escucharlo, con la voz quebrada dice: “No encontraba cómo desahogarme, cómo contar el sufrimiento de la guerra. Esto me sirve para sanar. Me vuelven recuerdos, momentos vividos, amigos que ya no están. Este gesto de entregarle el casco de su hermano quizás sea para todos la forma de cerrar un camino de dolor, una herida que hemos tenido abierta durante muchos años”.


2 comentarios:

  1. Una hermosa historia de humanidad por sobre el horror de la guerra. Después de todo, somos humanos antes que enemigos. No quisiera ver a los británicos así, no quiero, todo sería diferente si nos devuelven lo que por derecho nos pertenece.

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